Hay directoras cuyas miradas no tienen nada de impostado, que consiguen que su cámara sea una prolongación de la forma en la que ellas ven el mundo. Es lo que le ocurre a Carla Simón, cuyo cine trasmite una verdad, una pureza y una humildad apabullante. Lo demostró en Verano 1993, uno de los mejores debuts que ha dado nuestro cine, y lo confirma en Alcarràs, su segunda película, con la que se consagra como una de las grandes autoras de nuestra industria. Alcarràs es histórica, primero porque ha ganado el Oso de Oro, la primera vez que lo gana una mujer española y la primera vez que ocurre desde que Mario Camus se lo llevara en 1983 con La colmena.
Pero Alcarràs es historia porque demuestra el talento de una cineasta que está destinada a hacer grandes cosas. Parece imposible pensar que esta sea su segunda película, porque hay tal dominio de la puesta en escena, de guion, de sensibilidad, que parece que Carla Simón llevara haciendo esto toda la vida. Alcarràs es un salto de gigante respecto a su ópera prima. Aquel era un filme pequeño, de pocos personajes, que cogía su experiencia personal —sus padres fallecieron de sida— para hablar del duelo. Un filme donde ya mostraba su gusto por lo íntimo, por el detalle, por coger lo pequeño para hablar de cosas importantes.
Alcarràs —que también bebe de su experiencia vital— es una obra mucho más ambiciosa que podía haberse desbordado por todos los sitios. La historia de la familia Solé, una familia de recolectores de melocotones que viven la última cosecha, ya que el abuelo nunca firmó las tierras que le entregaron, la obliga a construir un guion lleno de personajes, a encontrar un reparto coral donde cada rostro es importante, y a ser perfecta hasta el último detalle. Lo consigue y entrega una obra maestra que emociona desde su primera escena, esos niños jugando en un coche como si fuera una nave espacial que ven cómo se llevan el que ha sido el escenario de sus mejores sueños.
Uno queda prendado ya de Alcarràs y no puede apartar los ojos de ella en las dos horas de duración. Uno quiere seguir observando a los Solé, porque a través de ellos, Carla Simón habla de la historia de un país. La historia para hablar de la Historia. Hablar de lo íntimo para, en última instancia, llegar a lo político. Esta última cosecha es una crítica a la situación del campo, a los precios por los suelos de nuestros productos, al maltrato a los agricultores que ven cómo las grandes plataformas les compran su trabajo por cuatro duros. También una crítica a nosotros, que no prestamos atención ni luchamos junto a ellos. No hay nostalgia en Alcarràs, pero sí una reivindicación de la tierra, del campo y de su gente. No hay condescendencia. Como si fuera la Agnès Vardá de Los espigadores y la espigadora, la cámara de Simón se convierte en uno de ellos y les mira a todos a los ojos. Saca su dignidad. Muestra su vida de una forma tan bella y a la vez natural, desnuda.
La cámara de la directora se para, como siempre, en los detalles. En cada recolecta, en los melocotones, en las manifestaciones, en los cuentos, los juegos. En las dinámicas familiares. No juzga ninguna de ellas. Entiende al que se vende a las placas solares que se van a quedar con su tierra, pero también al que quiere luchar. Nos muestra la misma historia desde tantos ángulos, desde tantos puntos de vista… También desde la mirada de distintas generaciones. La del abuelo, la de sus hijos y la de unos adolescentes que no saben si quieren quedarse en el campo o jugar a hacer vídeos de TikTok. También desde la inocencia de unos niños ajenos a que la vida, tal como la conocían, puede cambiar ese verano.
Alcarràs parece tocada por la varita de Víctor Erice. Por su sensibilidad, por su gusto por lo íntimo, por su hermoso uso de la luz (el trabajo de Daniela Cajías es sobresaliente). Pero también por su forma inteligente de hablar del pasado de nuestro país. Un país atravesado por la Guerra Civil y donde los señoritos se quedaron las tierras y los obreros se la trabajaron. La Guerra está presente en la historia de los Solé como la está en todos nosotros. Sus heridas siguen sin cerrarse, y las heridas de la Guerra pasarán factura a esta familia. Como siempre en el trabajo de Carla Simón esto se apunta sin subrayados ni panfletos.
La película no sería la misma sin el increíble reparto logrado por Simón junto a Mireia Juárez. Un año de pruebas y 9.000 personas vistas para lograr un milagro. Esta es la familia Solé, es imposible pensar en otra. No son personas que se interpretan a sí mismas, son actores que hasta ahora no habían actuado y que en la mano maestra de la directora consiguen unas interpretaciones magistrales y, lo más difícil, naturales. A veces uno piensa que está viendo un documental sobre ellos. Qué importante que mantengan hasta el dialecto específico de esa zona de Lleida.
Alcarràs está llena de momentos de una belleza aplastante. Pero no es una belleza esteta, recargada y artificial. Es una belleza que se logra con luz natural, con un campo que no está idealizado. El abuelo Solé sentado bajo un árbol; la canción de los campesinos cantada por los niños de la familia bajo la lluvia; o ese último plano, desolador y pesimista de toda la familia viendo cómo ya no hay nada que hacer. Una película que emociona hasta la lágrima sin meter el dedo en el ojo. Que te agarra por las tripas y que no te suelta. Que conecta con cada espectador. Da igual si has vivido en el campo o no, es imposible que alguien no se conmueva, no se sienta interpelado por esta joya. Alcarràs es una obra maestra. Ojalá las salas se llenen para confirmar que el buen cine sigue interesando y conmoviendo.