Hoy existen incluso festivales de cine vertical. Ya en 2017, antes de la explosión de TikTok y durante el efímero reinado de Snapchat, un estudio de la extinta consultora Mighteor calculaba que un 72% de los nacidos entre 1980 y finales de los noventa –los llamados millennials– no giraban el teléfono para ver los vídeos horizontales.

La preferencia por lo vertical no es nueva. En la historia de la imagen no es difícil encontrar precedentes de grandes verticalidades (desde las vidrieras de las catedrales hasta las miniaturas de los códices medievales o algunas de las videoinstalaciones más famosas de Bill Viola), pero son excepciones.

Ahora mire por el rabillo del ojo: comprobará que, en horizontal, su mirada abarca mucho más recorrido. Tenemos mirada panorámica (del griego ????????, literalmente "visión del todo"). Los humanos damos prioridad a la horizontalidad, quizá porque es menos probable que caiga del cielo el peligroso león que nos pueda comer en la sabana. 

Es cómodo que un león no te coma, pero en pleno siglo XXI lo es más que el pulgar oponible te llegue al botón del móvil. La adaptación evolutiva, sin embargo, no agota la explicación de por qué nuestro cuñado no entra entero en la foto –vertical– de grupo.

Hubo un tiempo en que el cine tampoco tenía claro con qué formato de imagen quedarse. Existe toda una historia de la llamada relación de aspecto: la proporción fija entre el alto y el ancho de una imagen. Hoy triunfan los dieciséis novenos (16:9) en horizontal y los nueve dieciseisavos (9:16) en vertical, pero durante buena parte del pasado occidental fue la proporción áurea (basada en el número de oro) la que determinaba las dimensiones de lienzos, tablas, tablillas, frescos y banderas.

En 1930, Sergei Eisenstein (el cineasta autor de El acorazado Potemkin) acudió a una reunión decisiva de la Academia de Hollywood para discutir qué proporción debía adoptarse como estándar. Allí desplegó un alegato en favor de las imágenes… verticales. Bueno, en realidad defendió lo que él llamó un 'marco dinámico', que se adaptara a todos los tipos de imagen (lo que los pedantes hoy llaman diseño responsive).

Eisenstein quería salvar la verticalidad porque le parecía el formato esencial para representar el mundo moderno: las chimeneas de las fábricas, los rascacielos y los postes de electricidad. Todo muy falocéntrico. También alegaba que, en el pasado, la humanidad había progresado en vertical: primero poniéndose en pie, luego mirando al cielo en busca de respuestas…

La verticalidad llevaba siglos intentando recuperar su lugar. En el siglo XXI no solo lo ha conseguido, sino que va camino de aniquilar las imágenes horizontales. ¿Veremos televisores verticales en nuestros salones?

Basta recorrer la historia de la pintura para constatar cómo el formato vertical se fue imponiendo en los retratos individuales: La Gioconda, de Leonardo Da Vinci (y sus versiones, como la que ilustra este texto); La joven de la perla, de Vermeer; el Retrato del doctor Paul Gachet, de Van Gogh… Pero la verticalidad es, sobre todo, el formato predilecto del autorretrato: desde las obras maestras de Durero, Da Vinci, Rembrandt, Picasso o Frida Kahlo hasta el selfi de tu cuñado en el Bernabéu.

¿Cuántas veces tenemos que recordar a quien nos va a hacer una foto de grupo o a grabar una celebración que, por favor, ponga el teléfono en horizontal? (Es decir, que antes que en su propia comodidad, piense en los demás: en los que vamos a salir y a ver esas imágenes). El optar siempre y en cualquier situación por tomar fotos y vídeos verticales, incluso cuando no son retratos, implica una indisimulada falta de empatía.

El selfi individual es vertical y ahí radica, creemos, la madre del cordero. Verticales eran y son, normalmente, los espejos: tanto de cuerpo entero como de tocador. Esos espejos que cuando éramos adolescentes nos vieron bailar y cantar con un cepillo en las manos a modo de micrófono, hoy se han convertido en una audiencia potencial de millones de personas. ¿Por qué muchos jóvenes bailan ahora ante tantos ojos?

En 2003 una red social llamada MySpace ("mi espacio", atención a la alusión al yo) revolucionó internet llegando a alcanzar 32 millones de usuarios. Esa red popularizó el MySpace angle (ángulo MySpace) con el que los usuarios se autorretrataban elevando la cámara unos 30 grados por encima de la cabeza: lo cual es muy favorecedor, como usted sabrá. 

Al año siguiente, en 2004, nació Facebook. Preguntando a sus usuarios "What's on your mind?" ("¿En qué estás pensando?") los animaba a que escribieran. En 2006, con el mismo objetivo –hacernos supuestamente participar– Twitter nos preguntaba "What are you doing?" ("¿Qué estás haciendo?").

Nos hicieron creer, de manera sibilina y aduladora, que nuestras vidas eran interesantes para los demás. En realidad, con esas lisonjas buscaban sacarnos gratis datos y contenidos: textos, fotos y vídeos personales con los que se han hecho de oro gracias a nuestra necesidad de reconocimiento y a nuestro afán de cotillear a los demás. En esa misma línea zalamera, el tradicional 'personaje del año' que eligió la revista Time a finales de 2006 fue alguien sorprendente: usted.

Meses después, ya en 2007, Apple lanzó el primer iPhone. No era el primer móvil táctil, ni el primero con cámara, pero su lanzamiento marcó un punto de inflexión: hacía fácil el autorretrato y liberaba a las redes sociales de la esclavitud horizontal del ordenador de sobremesa. Ese año se publicó el videoclip de la canción Pray for Me Brother. Fue uno de los primeros vídeos musicales rodados en vertical y en su grabación y lanzamiento intervino –¿casualidad?– el fabricante de teléfonos móviles Nokia.

El egocentrismo había conquistado Internet y, con él, la verticalidad comenzaba a socavar el reinado de las imágenes horizontales.

 "Yo, mí, me, para mí, conmigo": hoy es imposible entender el éxito de TikTok, las stories de Instagram o las publicaciones de BeReal sin el egocentrismo y la autorreferencialidad porque, desgraciadamente, para muchas personas –de todas las edades– lo único digno de ser mostrado son ellas mismas. El yo es vertical; el nosotros es horizontal.

Un idiota, etimológicamente, es alguien que solo piensa en sí mismo, en lo suyo, en lo propio. La palabra viene del griego ???????, que su vez deriva de ????? ('propio, privado'). En la Grecia actual, el adjetivo ???????ó (pronúnciese 'idioticó'), se usa, por ejemplo, para hablar de colegios o clínicas privadas. Básicamente, un idiota es quien dice: "Sé que es peor para los demás, pero es mejor para mí, así que continúo haciéndolo". La defensa de lo privado y lo privatizable es típicamente idiota. Es idiota quien deja a los demás fuera de la foto.

Cuenta el mito griego que el joven Narciso, como buen idiota, se ahogó tras enamorarse de su propia imagen reflejada en el agua. Quizá las imágenes verticales son un síntoma del narcisismo de la sociedad. Quizá, a medida que perdemos el horizonte, nos vamos volviendo más idiotas.

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