Una vez vista Megalópolis (que se aplaudió cuando apareció el logotipo de la productora de Coppola, y que recibió abucheos y aplausos a partes iguales en su proyección para la prensa) uno entiende que en el mercado actual, dominado por los algoritmos, los true crimes y las comedias blancas, le hayan dicho que no le iban a dar un duro para una película que nada a contracorriente no solo del cine del momento, sino de todo el cine. Es difícil digerir una obra como esta y solidificar todo lo que propone Coppola en un texto. Tan difícil como que le saliera bien lo que propone.
De momento hay que decirlo claro, Megalópolis es una obra hiperbólica, excesiva y muy fallida. Coppola dispara con su escopeta de ideas visuales y reflexiones sin parar. De cada diez disparos le sale uno bien y nueve hacen agua. Ahora, cuando le sale, le sale. La metáfora es simple pero funciona: ver Megalópolis es como ver un accidente de coche a cámara lenta del que no puedes quitar la mirada. Le ves ir con todo, sin freno, sin nadie que le diga que no... tanto que sus fallos resultan hasta enternecedores. Sí, es hortera y moñas, y puede que hasta haciendo la cuenta salgan más momentos malos que buenos, pero, ¿cómo no sentir algo parecido al orgullo porque un señor de más de 80 años haya arriesgado su fortuna por hacer la película más loca e inclasificable del cine de los últimos años?
Es todo excéntrico y exagerado, pero parece que hasta el propio Coppola sea consciente. ¿Cómo no va a saber el registro imposible de su película cuando en el clímax un personaje acaba con dos flechas clavadas en el culo? Quizás la clave esté en esa cartela inicial donde debajo del título, pone dos palabra: Una fábula. La fábula del director no es una de Samaniego, sino una que coge un texto clásico, la Conjuración de Catilina de Salustio para entablar un diálogo entre la Antigua Roma y el presente, pero sobre todo con el futuro.
La pregunta que late en el centro de todo es si es posible una sociedad mejor. Y para ello recurre a los clásicos, a cómo, supuestamente, Catilina intentó tomar el poder y arrebatárselo a Cicerón. Como sabemos, la historia la escriben los vencedores, y esta no es una excepción. Coppola le da la vuelta al relato y plantea que Catilina -un Adam Driver pasado de vueltas que a veces parece en pleno gag chanante- lo que quería era una sociedad basada en el bien común, una utopía socialista que chocaba con las normas estrictas de Cicerón.
La película comienza con, irónicamente, un hombre, Driver, que para el tiempo desde las alturas desde el edificio Chrysler de una Nueva York que ahora se llama Nueva Roma. Una ciudad llena de corrupción y donde el ocio ha vuelto a las cuadrigas, los gladiadores y las bacanales. Una ciudad donde hasta se subasta la virginidad de una mujer en un circo romano. ¿Cuándo colapsa un imperio? Dice la voz en off de Lawrence Fishburne, y está claro que Coppola se pregunta si EEUU no está a punto de colapsar
¿Nueva York o Madrid?Es curioso cómo una película que oscila entre lo feo y lo bello; entre lo brillante y el caos, es capaz de capturar el zeitgeist, el espíritu de las guerras culturales que se libran en el presente. Esa Nueva Roma que es Nueva York pero que puede ser Madrid y sus políticos, con un líder que grita “cemento, cemento y cemento” y que apuesta por construir un casino como obra mastodóntica; frente a un líder carismático que dice que hay que tirar el sistema abajo; que el futuro es ecológico y, de nuevo citemos, “con todo a cinco minutos”. ¿Les suena familiar? Pues aun hay más.
Francis Ford Coppola en la premiere de 'Megalopolis' en CannesEn plena batalla ideológica de polarización aparece un personaje que se aprovecha del descontento, de los ciudadanos abandonados por los políticos para recogerlo con mensajes y gritos populistas en forma de solución. Alguien capaz de crear una noticia falsa y aprovechar los medios para lanzarla y hundir a su adversario, vamos, eso que ahora se llama la máquina del fango. Es un Shia LaBeouf desquiciado que, como se dice en otro momento de la película, tiene todo para arrasar en voto: “Es loco, sin límites y capaz de entretener”. La sombra de Donald Trump sobrevuela todo el rato la película sin disimulo aunque esta vez Coppola apuesta por una mirada optimista. 'Sí, se puede', parece gritar.
La mejor prueba de lo esquizofrénica que es Megalópolis es que hay dos registros claros entre los que se mueven los actores. Están los que piensan que están en un drama shakespeariano, como Adam Driver y Nathalie Emmanuel; y los que han ido allí a pasárselo pipa sin ponerse freno: Shia LaBeouf, Jon Voight, Aubrey Plaza y Chloe Fineman; actriz del Saturday Night Live. Es imposible que Coppola haya elegido a dos actrices con tal vena cómica y tan despendolabas en su tono sin pensar que él mismo juega todo el rato a esa locura. O eso o nos ha tomado el pelo durante dos horas seguidas, que por supuesto que podría ser.
Adam Driver, el científico utópico (o incluso álter ego de Coppola) en 'Megalópolis'Salen mejor parados los del segundo equipo, los que acompañan el delirio. Ambos representan las dos caras de la película. La primera, ñoña, recargada y cómica de forma involuntaria. La segunda, puro disfrute juguetón excesivo. Entre medias, destellos de genio como una performance en directo que Coppola ha diseñado solo para los pases de Cannes (un hombre entró en directo en la proyección y simuló ser un periodista que pregunta a la pantalla); la imagen de la estatua de la Justicia cayendo literalmente rendida, y un uso de material histórico (que incluye el 11S) tremendamente efectivo y emotivo. Para el recuerdo malo hay para elegir, y la oda a la familia y al amor como valores que trascienden el tiempo que hace Coppola se llevan la palma de los sonrojantes.
Parece evidente que hay mucho del propio Coppola en el Cesar Catilina que interpreta Driver, alguien a quien todos definen como un megalómano con una idea que todos le dicen que es irrealizable pero que finalmente lleva a cabo, que no sería otra que esta Megalópolis que va a polarizar, pero que es una espina que ya se ha quitado un director capaz de parar el tiempo.