Cuando lo conocí en persona se lo hice saber, diciéndole que su quejío ronco había estado presente en muchos momentos en los que el flamenco me ayudó a tirar adelante, sin importarme que las mineras hablaran de derrumbes y de explosiones ciegas, ni que los fandangos cantasen a la pena de la madre muerta; el flamenco había logrado retirar de mis manos el tacto de la soga y eso era algo que le quería agradecer.
El Torta se pidió un güisqui y entonces me contó que él había visto la muerte en muchas ocasiones “Pero no me quiso llevar, se escondía de mí”, dijo, socarrón. Luego me empezó a contar que una vez sí que estuvo cerca de ella, o eso mismo creyó él. La historia tiene su guasa y su chispa, por eso merece un aparte.
Fue una noche que duró muchas noches “no sé si me explico”, me dijo El Torta, que iba con una gente y se metieron en un antro, pero él no supo cómo ni dónde y llevaba tal morao encima que se hizo a un lado, en uno de los sofases, a dormirla un poco, tumbándose a lo largo y poniéndose por encima el abrigo ese negro de solapón que lucía por los Jereles cuando empezaban los fríos. Y así se quedó dormido. Cuando despertó, no sabía dónde estaba; allí no quedaba naide. La gente se había ido pensando que el Torta también se había ido, que había pegado la espantá. Y que el bulto del sofá era un abrigo que alguien se había dejado. Algo así también debió pensar el dueño del garito que apagó las luces y echó el cierre sin preocuparse de nada más.
Pero todas estas cosas, El Torta las supo después; de momento había despertado en lo oscuro con un cebollón mu gordo y se encendió un cigarrillo, y a la luz del mechero distinguió unos féretros egipcios que servían de decoración. Entonces se sintió como si estuviera en un templo antiguo, por lo cual, pensó que ya había muerto y que andaba por el purgatorio.
Así que se puso el abrigo y, alumbrado por la luz del cigarro, llegó hasta la barra del bar y se sirvió un Marie Brizard. “Pa esperar a Dios”. Mientras se bebía el anís, pensó que lo primero que iba a decirle a Dios era que lo llevase donde estuviera Camarón, la Paquera, Terremoto, Moraíto y Luis el de la Pica, que seguro que andaban liándola por ahí. Pero Dios tardaba y El Torta, impaciente, se sirvió otro trago. En esto que se abrió la puerta y apareció la de la limpieza con la fregona y la bayeta, y El Torta le preguntó, con mucha educación, si Dios se iba a demorar mucho. A lo que la de la limpieza contestó que los festivos Dios no trabajaba. Así que como estaba la puerta abierta, el Torta salió a la calle y entonces se dio cuenta de que era domingo y que no estaba muerto.
Murió de verdad poco después, una Nochevieja en Sanlúcar; porque ya se sabe que el destino tiene esos desarreglos. A veces me lo imagino de fiesta con la Paquera, Moraíto, Camarón y toda la pandilla, y me acuerdo de aquellos días en los que yo era un muerto en vida, deambulando a oscuras por una casa desconocida sin encontrar el interruptor de la luz. Aún no sabía que para la depresión, lo más importante es elegir buena discografía.