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Angélica Liddell se desnuda en la ultima escena de 'DÄMON. El funeral de Bergman' y apunta una metamorfosis
Como el caballo nietzscheniano de la última película de Béla Tarr, El caballo de Turín. Ese caballo que, a punto de desplomarse, ya renuncia exhausto a seguir y que el director húngaro nos mostró en un primer plano de venas hinchadas donde el ojo del animal se volvía un precipicio hacia una inmensidad de lucha fatigada y abismo. Pero Liddell, obstinada, continúa, “sigo trabajando para no perder la razón de puro terror”, dice en DÄMON. Un texto descarnado, de gran altura literaria y confesional, que no eclosiona. Y la pregunta es qué puede haber pasado.

Liddell volvía a Madrid después de una sonrojante visita por dos días con su anterior trabajo, Vudú (3318) Blixen. Tan solo pudieron ver aquel montaje 900 personas en el teatro del Centro de Cultura Contemporánea Condeduque. Seis horas de destilación del mejor arte escénico de esta creadora que quedó en acto elitista para gente del teatro. Algo inaceptable que la misma creadora lleva denunciando lustros. La obra podrá verse el año que viene en el Teatre Nacional de Catalunya, en la Sala Gran que tiene un aforo de 870 localidades. Estará dos días. Ya está todo vendido.

Llegaba a Madrid Liddell y tenía claro que no iba a dejar de nuevo que la derecha cultural que domina la capital española pudiese otra vez utilizarla como excusa para afirmar que sus direcciones artísticas son plurales. En una entrevista en La Vanguardia avisaba: “Voy con ­DÄMON a Madrid por obligaciones contraídas con la red europea de Próspero (…) A mis 60 años no tengo sede en mi país, no tengo residencia donde trabajar, nos tratan con un desprecio y una ruindad bárbaras. No nos tragan, y yo tampoco los trago a ellos. España es una enfermedad mental, como decía Panero (…) solo hay que ver la foto de los nuevos íncubos que dirigen las estructuras. Si no cambian las cosas, voy a tardar mucho tiempo en volver a Madrid, porque entre los unos y los otros, entre ”la familia unida jamás será vencida“ y los ”resident evils remake“, Madrid apesta”.

Bergman, la crítica y la alegría

Y llegaba con su última obra, llena de polémica y chorros de tinta escritos tras haber inaugurado el gran Festival d'Avignon en la Corte de los Papas, espacio central al aire libre con un aforo para 2.000 personas. También es incomprensible que el festival francés no programara Vudú junto a esta nueva pieza. No sería un estreno, pero cuando uno se encuentra con una obra que es el Mahabharata del siglo XXI, aquel montaje fundamental de Peter Brook, no sirven las excusas. En todas partes cuecen habas.

La obra es la segunda pieza de la trilogía que Liddell está trabajando en torno a los funerales. Primero fue el suyo, Vudú, esta segunda pieza recrea el funeral que ideó el cineasta sueco cuando vio por la televisión en 2005 los funerales de Juan Pablo II. Y la tercera parte, ya anunciada, Eón, versará sobre el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini. DÄMON, claramente, está ideada para ese espacio neurálgico del teatro europeo que tiene como fondo de escenario el palacio papal, una de las cumbres góticas del medievo francés. El mismo comienzo de la obra, con un papa deambulando por el espacio, perdido, llenando las paredes palaciegas de sombras alargadas de su propia figura y en el que se veían siluetas fantasmales en las ventanas del palacio, demuestra hasta qué punto toda la obra está pensada para ese universo.

'DÄMON. El funeral de Bergman', de Angélica Liddell

Una adecuación al espacio que se extiende por toda la obra, incluso en el contenido. Liddell hace referencia a El sueño, de August Strindberg, obra que obsesionaba al cineasta. Tan solo hay que recordar el final de eso monumento de tres horas llamado Fanny y Alexander (1982), en donde Elena, la matriarca de la familia Ekdahl, lee a Alexander un fragmento de la obra: “Todo puede ser, todo es posible e inusitado, el tiempo y el espacio no existen. Sobre una débil trama de realidades la imaginación teje y modela nuevas formas”.

En DÄMON, Liddell cuenta con dos actores del teatro que regía Bergman, el sacrosanto Dramaten, que en la obra representan un fragmento de la obra de Strindberg entre la hija y el abogado sobre el horror repetitivo de la vida. Pero en otro momento Liddell hace decir al fantasma de Bergman un fragmento de esta misma obra en que se habla de que el castillo sigue creciendo, no para de crecer, “cada día lo imposible se vuelve más imposible”, parafrasea. Esas palabras están dichas, encontradas y engarzadas con maestría para un espacio: la Corte de los Papas. Todos esos mecanismos, artilugios y capacidad simbólica se pierden sobremanera en un teatro moderno como los Teatros del Canal.

Aún así, es imponente el espacio vacío planteado por Liddell de un rojo papal que tan solo respira por los tules blancos, larguísimos, que sirven de patas laterales al escenario. Un color que aparte de la significación religiosa es también un declarado homenaje a esa obra estremecedora del sueco, Gritos y susurros (1972). Será en ese escenario en el que Liddell intentará accionar su teatro ritualista en el que las dramaturgias intentan ser un maelstrom, un remolino descendente que todo lo atrapa. Pero en esta ocasión esa atracción centrípeta no será irremediable.

'DÄMON. El funeral de Bergman', de Angélica Liddell

El teatro de Liddell, incluyendo esta obra, es de una potencia a años luz de la creación escénica actual. Tanto su calidad literaria, el uso del espacio, sus capacidades interpretativas, su fuerza plástica y su implicación hasta la última gota de esperanza dista mucho del panorama actual. Su propuesta es visceral, sí. Se seguirá hablando de esta obra remarcando el momento en que se lava sus partes y luego rocía a las primeras filas con un agua bendecida en sus bajos. Se seguirá hablando de aquella vez que se cortó en escena, de aquella otra que se introdujo un pene de oro, de aquella en que se machacó su vagina con piedras, o de esa otra que acabo en sexo en vivo con Gumersindo Puche. Pero lo importante de la maquinaria aniquiladora de esta artista, si bien necesita el exorcismo ético y espiritual, está en otra parte.

En DÄMON, uniéndose al odio que Bergman profesaba por los críticos, Liddell se enfrenta con la crítica francesa al comienzo de la pieza, algo que le valió una denuncia del periodista Stéphane Capron que se sintió injuriado por el juego de palabras que la creadora realizo entre su apellido y la palabra española “cabrón”. En la presentación en Madrid Liddell incluyó este suceso en la obra, “¿Acaso el arte es asunto de la policía?”, se preguntaba. Además, añadió un aparte para la crítica española con la que se desquitó con un “con respecto a los críticos españoles, ni siquiera merece la pena mencionarlos”.

'DÄMON. El funeral de Bergman', de Angélica Liddell

Pero tampoco esto de los críticos importa mucho. Aunque ciertas partes de las reflexiones que hace, sobre todo en el último texto, tienen peso y ahondan en esa interminable discusión sobre si alguien que no es artista puede ser crítico. Si alguien que no ha bebido la sangre del cordero donde se reflejó el rostro de Dios, como metaforiza Liddell en el texto, puede evaluar algo que no conoce. La controversia es larga y proviene del romanticismo y aquellas impagables páginas de Baudelaire de Écrits sur l’art.

Pero no hay que engañarse, Liddell es experta en convocar. Y ese ataque en el Festival d'Avignon a Le Monde, Le Figaro y Liberation, si bien está engarzado con la figura de Bergman, tiene mucho de estrategia. Posiblemente esta sea la obra de la que más críticas se han hecho este año en Europa, a parte de los cientos de páginas en diarios que nunca habían escrito sobre esta artista y el festival francés. Pero lo dicho, tampoco está la médula de esta obra en esta controversia.

Lo importante en DÄMON comienza tras ese ataque a la crítica con un largo monólogo que Liddell ha titulado como La hora de la feroz homilía. Y ahí comienza el problema, el largo parlamento, donde Liddell ataca a una sociedad que no quiere enfrentarse con la muerte, no es uno de sus mejores textos. Algo que incluso afecta a uno de los disparadores de su teatro.

'DÄMON. El funeral de Bergman', de Angélica Liddell

En muchas obras Liddell es capaz de enfermar el cuerpo con la palabra, su verborrea infecta cada músculo, desde el aparato fonador hasta la punta de los pies consiguiendo aquello de lo que Antonin Artaud vislumbró, el teatro como la peste. Quizá fue en Y los peces salieron a combatir contra los hombres (2003) cuando esa capacidad se hizo carne en escena, aquel Señor Puta enfundado en una bandera de España, escupiendo odio y muerte. En muchas otras obras estos mismo ha estado presente. Como en su anterior pieza, Vudú, donde en una tirada de texto enorme Liddell conseguía convocar el aquelarre que la obra le pedía. Pero en DÄMON el cuerpo no se enferma, se extrema, gime, grita y corre, pero no consigue que esa peste que debe infectar al espectador se dé.

Tras el monólogo, Liddell oficiará una coreografía donde enfrenta los cuerpos de una decena de ancianos en silla de ruedas con los cuerpos de unas jóvenes. Después de la palabra, trabaja Liddell el mismo tema, la decadencia y degeneración del cuerpo que se acerca a la muerte, pero en acciones escénicas e imágenes. Unas escenas, tanto cromática como simbólicamente, bien trabajadas, con un ritmo frenético y gran capacidad evocativa. Pero el segundo problema de la obra es el rito funerario dedicado al cineasta sueco que Liddell oficia tal y como Bergman lo ideó, con su ataúd de madera blanca que emula el de Juan Pablo II y con la Saranbande de Johann Sebastian Bach. Pero si bien el funeral escenificado de la propia muerte de Liddell en Vudú tenía una carga estética y dramática apabullantes, en esta ocasión nos encontramos con un ritual cristiano con sus padre nuestros, salmos y oraciones fúnebres que lamentablemente se hace aburrido. Se intenta intervenir sónicamente la escena, no se oye el chelo, las palabras del oficiante, se llena de ruido el teatro, pero el ritmo y la fuerza de la obra se resienten.

'DÄMON. El funeral de Bergman', de Angélica Liddell

Es tras este oficio que vendrá ese último texto al que aludíamos al principio. Dicho tranquilo, con Liddell sentada y apoyada frente al ataúd de Bergman. Una conversación de la artista con un fantasma de una intimidad avasalladora, un texto que es al mismo tiempo un “yo pecador” de la artista y una declaración de amor a su oficio. Es imposible determinar cómo funciona un texto en las cabezas de los espectadores. En las butacas de los espectáculos de Liddell, a parte de los míticos desmayos o deserciones airadas, han pasado muchas cosas. Sus obras han cambiado vidas, esa es la potencia de su teatro. Es imposible saber cómo ha operado ese bello texto en un espectador, por ejemplo, que acudía por primera vez a un espectáculo de la artista.

El cronista tan solo puede apuntar comparaciones, como un mero agrimensor. Hoy he vuelto a leer el texto en la cuidada edición que acaba de editar La Uña Rota. Es hermoso. Liddell ha sabido llevar como nadie los textos a escena, para que resuenen con la fuerza de las cataratas. Sin embargo, quizá porque el ritual no se dio debido a esa primera tacada de texto más llana y a ese oficio religioso que hacía embarrancar el ritmo de la pieza, el texto no repicó como otras veces. Eso sí, el cronista también puede señalar. Llevo 25 años viendo espectáculos de esta creadora. Es la primera vez que Liddell acaba con esperanza, convocando a la alegría y haciendo una afirmación que nunca le había oído: “Por fin puedo darle forma a la alegría, esa alegría que a pesar de todo se esconde dentro de mí, y a la que nunca he dado vida en mi trabajo”. Ojalá, ojalá que después de todo el desastre, después de trabajar siempre con la pistola cargada sobre la sien, esta creadora pueda levantar sobre la escena una sinfonía de reconciliación con el ser humano, un canto a la vida, ¿se imaginan?

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