Cincuenta personas serán conducidas a un “no lugar”, según el término acuñado por Marc Augé. Se les darán unas linternas frontales para la cabeza. Llegarán a un espacio donde las luces intermitentes del remolque parpadean. Así comienza esta pieza que no es teatro ni instalación sino que abre un camino de creación escénica que es como un pulmón de aire nuevo entre tanto teatro de texto, tanto biodrama, teatro posdramático, teatro documento y demás maneras de abordar la realidad y la creación de los últimos años.
Los asistentes entran en un espacio a construir una noche en el campo con los tres artífices de la pieza: Ana Cortés, Raúl Alaejos y Paadín, que no son actores, tampoco meros operadores, ni muchos menos campistas. El público es iluminador y dramaturgista de un espacio donde los objetos nos trasladan en el tiempo. Campanilla (nombre artístico de Cortés), Raúl y Paadín pululan por el espacio, hablan entre ellos sin que oigamos bien qué dicen. Los espectadores activan, a través de sensores, objetos y máquinas esparcidos: suenan grillos y diversos ruidos nocturnos, se encienden ventiladores que simulan brisas, suena una radio. Y, de repente, la sombrilla, las sillas y diversos materiales propios de una escapada al campo se van lentamente abriendo.
No se parece a un museo interactivo. Todo está lleno de capas de significación, de humor, de reflexiones no cerradas sobre el paso del tiempo, de la relación del hombre contemporáneo con los objetos, con el ocio, de reflexiones sobre lo que es teatral y lo que es poético, sobre nuestra capacidad cada vez más mermada de contemplación… Capas que no paran de aflorar con genialidad durante toda la obra.
La pieza se estrenó en el Festival TNT de Terrasa hace unos meses. Venía de una larga residencia de creación en el festival portugués de Citemor donde, en una nave agrícola, estos frikis de los objetos, el audiovisual, el activismo y el big data aplicado a las artes, estuvieron investigando durante semanas. El estreno en el TNT fue deslumbrante, un festival que habitualmente acoge creación contemporánea catalana pero en el que su directora Marion Betriu está realizando un movimiento sano y aperturista, acogiendo proyectos de fuera. Pocas veces uno asiste a una función en la que claramente está naciendo algo nuevo: un lenguaje propio, asombroso y que además consigue una teatralidad tan extrema desde unos parámetros ajenos a lo teatral.
La trayectoria de estos tres creadores es larga y llena de cruces de caminos pero el punto de inflexión es Neokinok, un hito del activismo tecnológico que llevó a cabo una de los cabezas pensantes en la materia de este país, Daniel Miracle. Un proyecto aglutinador que sirvió como punto de encuentro de muchos artistas sin sitio claro en la Academia. Ahí llegaría Campanilla y un documentalista que entonces trabajaba en una cadena de televisión, Raúl Alaejos. Aquel proyecto, que instaba y facilitaba a las comunidades a regentar un canal de televisión utilizando señales tanto de UHF como VHF (luego evolucionarían y entraría el streaming), fue por el que Alaejos dejó la televisión y se sumió a la troupe. Desde 1998 estuvieron instalando canales de televisión independientes y autogestionados en España, Portugal, Brasil o Mali. Es ahí donde entran en contacto con gente de la escena como Olga Mesa o Nilo Gallego. A partir de ahí, la colaboración de ambos en proyectos escénicos no para. Maravillas como Pigmeos do Mondego —pieza realizada en barcas que transitaban este río portugués— o intervenciones crepusculares de Campa en el Festival Mapa tocando Thriller de Michael Jackson con una gaita.
Pero no sería hasta 2019 que, de un proyecto auspiciado por una empresa privada, saldría su primera pieza, Archivo, una instalación de teatro inmersivo que la antigua directora del Festival de Otoño, Carlota Ferrer, tuvo a bien programar en el año 2019. Si bien la pieza tenía alguno de los fundamentos donde radica la propuesta 'ateatral' de Serrucho, aquel trabajo estaba a mitad de camino. No ha sido hasta Interior noche que Serrucho ha levantado una obra en donde, desde un comienzo, se trabajó para y por la escena. Hasta aquella primera pieza Serrucho tenía otro colectivo, Serrín, una productora artística dedicada a la publicidad y a proyectos de activismo cultural. De aquella época, por ejemplo, es una de las piezas de Greenpeace que tuvieron más eco, un vídeo con el pianista Ludovico Einaudi en mitad del Ártico.
Hace un año, los tres, cuando adquirieron ese remolque, se propusieron sacar una pieza adelante. Para ello, hicieron del remolque su oficina. “Allí nos juntábamos, queríamos hablar del tiempo, de esa cápsula del tiempo que significaba ese remolque durante tantos años aparcado. Y allí estábamos todo el día, metidos en física cuántica, en el teorema de Feynman, pensando cómo trabajar el tiempo como una dimensión plástica. Y de pronto, fue el propio objeto el que nos dio la clave que no estábamos viendo. Nos dimos cuenta de que precisamente el camping, el mundo del camping, era el paradigma de lo que se está haciendo ahora con el tiempo libre, y que el tiempo libre era el gran caballo de batalla”, recuerda Alaejos en conversación con elDiario.es. La pieza tiene ese aire cutre del friki del cacharro, donde nada se esconde, donde se muestran todos los trucos porque es en los mecanismos donde está lo bonito, donde términos como reutilización o desmercantilización son básicos en su aborde de la máquina y el objeto.
“Hicimos ejercicios de observación fenomenológica: observar el objeto, pensar cómo se mueve, cómo se mueven sus piezas. Se trata de ir haciendo todo un proceso de observación por pasos. Primero, cómo es físicamente, los colores, vas describiendo lo que ves, simplemente. Empiezas a ver cómo se mueve, para qué sirve. Y ahí comienzas a ver otros aspectos del objeto. Lo empiezas a ver de una forma nueva. Es casi el objeto el que te dice cómo quiere que lo veas”, explica Campanilla. “Se trata de no proyectar nada tuyo, ningún tipo de prejuicio sobre el objeto, sin buscar utilidades, comenzar a verlo fuera de lo cultural. Cuando eso pasa, el objeto comienza a hablarte. Empieza a haber una bidireccionalidad en la forma de relacionarte con el objeto y no esa unidireccionalidad que proyectamos todo el rato”, añade.
En la pieza todos los objetos se mueven con una lentitud que a veces cuesta incluso percibir. Se va abriendo una silla de camping poco a poco al mismo tiempo que una colchoneta va inflándose, “ahora todo está pensado y diseñado para ser superefectivo, para que no pierdas el tiempo, para que tengas más tiempo libre, cuando en realidad es que quizá lo bonito de ir de camping es montar la tienda o poder perder el tiempo viendo cómo se abre una silla, a toda esa parte la llamamos el florecer de los objetos”, explica Campanilla.
Pero Serrucho complicará el asunto y conseguirá llevar ese dispositivo compartido con el público a un giro genial. Trabajará con la escala. Hará una maqueta del propio escenario en miniatura y la situará en el centro del espacio. El público la observará, se observará en cierto modo; y podrá ver, imaginar, cómo se desarrolla a escala, gracias a sonidos que anteriormente se han grabado durante la pieza, lo que se acaba de vivir en escena. El público mirará la maqueta y sentirá que el tiempo se desdobla, percibirá cómo lo que acaba de pasar, al ser trasladado a una escala menor, se ralentiza. Percibirá como un tiempo del pasado, aunque sea reciente, toma cuerpo en el presente, un tiempo en el que también juega el recuerdo. Y ahí, en un milagro a la Dreyer, esa irrealidad —la maqueta— surgida de otra irrealidad —el espacio escénico—, será capaz de generar la acción, la vida en escena. Ahí, pasado y futuro, realidad e irrealidad, se juntarán en un vector que es tiempo al mismo tiempo que está fuera de él. Ahí, ya no será el dispositivo el que tome vida por las acciones propuestas por Serrucho y el público, sino que será el dispositivo, los objetos y sus sonidos, los que darán vida a los humanos.
No se trata aquí, en este artículo, de explicar cómo lo hacen. Tan solo se trata de constatar un milagro, de certificar que Serrucho es como el trasplante de pulmón que necesita esa enferma que son las artes escénicas, asfixiada muchas veces de teatralidades manidas, de repeticiones y variantes. Sonará Dust in the wind del grupo Kansas. “Hicimos una búsqueda en Google para asociar camping y música y fue la que salió primera”, recuerda Alaejos quitándole toda la trascendencia a ese precioso himno del jipismo desfasado al mismo tiempo que cualquier voluntad por su parte de retranca. Sonará Dust in the wind, y el público, entre el asombro, la risa, la incredulidad y la emoción, no podrá creer lo que está viendo: una hora de inteligencia aplicada, de un dispositivo libertario, liminal, que, como no podía ser de otro modo, invita a pensar que la realidad no es tal y como es, sino otra cosa, algo por hacer, por inventarse. Pura revolución política en acción, sin ningún tipo de proclama, enfrentada a nuestro tiempo.