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Gades
Y se lo tomaba muy en serio, como demuestra esta anécdota: una noche, entre los aplausos del final de un espectáculo, el entonces discípulo señaló al director de orquesta en ademán de reconocimiento y, cuando todo había terminado, la dama dio la vuelta al sentido de su gesto y le dijo, en lugar de felicitarlo: “No vuelva usted a echarle la culpa a nadie”. 

La mujer en cuestión, un prodigio de “garganta de cristal”, “dicción maravillosa” y “movimientos aristocráticos” (El tiempo, 1924) era bailaora, bailarina, maestra de maestros y hermana de la Argentinita, a quien había acompañado en obras como El amor brujo, precisamente. Se llamaba Pilar López Júlvez, y fue también la persona que puso a aquel joven su nombre artístico, Gades. “Me enseñó a no buscar el aplauso fácil, a hacer las cosas para dentro, absorbiendo la alegría, el dolor, la luz”; le enseñó lo que el gran renovador “de la danza española y el flamenco” (Laura Hormigón. ADE Teatro, n.º 102) llevaría muchos años después a una afirmación pasada ya por el tamiz de su larga experiencia, la de un hombre que había empezado a bailar “para escapar del hambre, no por otra cosa” (Antonio Gades. Arte y revolución, de Julio Ferrer): “La ética del baile es saber que estás representando la cultura de un pueblo”.

Tras Pilar, como la llamaban todos, llegaron el escritor y guionista Alfredo Mañas (con quien haría  Don Juan y la versión teatral de Bodas de Sangre de 1974), su fase en Italia con Anton Dolin, Carla Fracci, Elettra Morini, Vittorio Gassman y Gina Lollobrigida (la actriz lo admiraba tanto que llegó a ser asidua del Corral de la Morería de Madrid, según el guitarrista Emilio de Diego) y, sobre todo, dos artistas cruciales en su vida: Carmen Amaya, la Capitana (“la mejor bailarina del mundo”, en opinión de Orson Welles) y el inmenso y nunca suficientemente reconocido Vicente Escudero, otro payo como él (Gades era su reencarnación, decía Mariemma). La primera, una “fuerza de la naturaleza” que “no ha dejado herederos en el baile porque es irrepetible”, le “rompió los esquemas” por completo, como escribió cuando se cumplían treinta años de su muerte (Carmen Amaya. La mujer sin sombra); el segundo, un “caballero” de “actitud ejemplar” le dio la base de su “ideario profesional, que se concretaría en la máxima de disciplina y libertad”. Y con esa disciplina y esa libertad fundó su primera compañía, en 1963.

Tres años más tarde, estando en el Festival de Cine de Cannes para asistir a la presentación de Con el viento solano, de Mario Camus (película que protagonizaba, y donde tuvo un papel Imperio Argentina), Antonio Corés Uría organizó un encuentro que Gades describió con estas palabras: “lo más importante que me había ocurrido en mi vida” (Memoria de la melancolía, de María Teresa León), Frente a él, en la mesa de un restaurante, le esperaban Picasso, Rafael Alberti y la propia León, cuya amistad tuvo una enorme influencia en el bailarín. “Recite usted lo que quiera, que yo se lo bailo”, dijo Gades al cabo de un rato, y Alberti le recitó su poema en recuerdo del Ponte delle Tette de Venecia, el Puente de las Tetas, el antiguo escaparate de las meretrices de la capital del Véneto. Por supuesto, Gades cumplió su palabra y, acto seguido, huyó al servicio y se puso a llorar, de pura emoción. Cuando el poeta y el pintor fueron a buscarlo y él les confesó que no creía merecer su compañía, Picasso lo sacó de su error con una frase casi mítica: “Por eso estamos aquí, porque eres capaz de llorar en un baño”.

Es posible que la réplica de Picasso pusiera la última piedra en la lección inicial de Pilar López Júlvez. Por si aún tenía alguna duda sobre ese asunto tan particular de los héroes y las musas, sus contrapartes le vinieron a decir lo que comentó en cierta ocasión Micaela Flores Amaya, la Chunga, a quien cito aquí en recuerdo de su genio (falleció el pasado 3 de enero) y por la importancia que tuvo en la evolución de otro personaje central en la carrera de Antonio Gades, Carlos Saura: “Mira, yo lo de musa me parece bien, si ellos lo dicen; pero no me lo he creído jamás, y ¿sabes por qué? Porque de eso no se vive, no se come” (La Nueva Crónica, 2015). Como se sabe, Saura se inició en el mundo del flamenco con el documental sobre la Chunga de Leopoldo Pomés (1958), en cuyo rodaje aprendió lo necesario del flamenco -como confesaba él mismo- para poder dirigir la trilogía que muestra el saber de Antonio Gades a quienes no tuvieron el honor de verlo en directo: Bodas de Sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986). 

Gades decidió retirarse finalmente de las tablas en 1995, “haciendo Fuenteovejuna en el Lope de Vega de Madrid” (La voz de los flamencos, de Miguel Mora). Naturalmente, era el protagonista, y hacía de “un chico joven” que “tenía que ir al río a recoger a la chica, que estaba lavando”. Un día, mientras se arrodillaba a jugar con ella “sentí un ruido horroroso en las rodillas” y, cuando se levantó, le dijo: “Tengo edad para comprarte una lavadora y ponerte un piso, pero no para venir al río”. Sin embargo, ya se había retirado una vez de los escenarios, en 1975, al recibir la noticia de los fusilamientos de José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz, Juan Paredes Manot y Ángel Otaegui. Gades estaba en Bolonia, en la fiesta de L’Unità (el periódico del PCI) y, al saber que el régimen franquista los iba a ejecutar, disolvió su compañía a modo de protesta y dejó de bailar durante cuatro años, leal como siempre a su “educación republicana” y a su compromiso “con una sociedad más justa” (Antonio Gades. Le Flamenco, de Lartigue y Masson, 1984).

Lo sucedido luego tiene dos nombres indiscutibles: Cuba y Alicia Alonso, quien le enseñó lo que significa ser “un trabajador de la cultura” y “todo lo que puse después al servicio del Ballet Nacional” de España, que fundó en 1978 y del que fue expulsado por motivos políticos. “Cuentan que un jovencito nacido en Elda –resumió Alonso en Elogio para un amigo– llegó a convertirse, por su talento y esfuerzo, en una de las figuras señeras en el arte del baile, en la expresión más auténtica de su pueblo y, por ello, en un artista aclamado en los más famosos escenarios del mundo”. En vida, demostró sobradamente quién era; tras su muerte, siguió venciendo al tiempo, privilegio de los verdaderos creadores. Y desde su tumba de su querida Sierra Maestra, no ha dejado de dar su metafórica lección a cuenta del zapateado en el flamenco, válida para tanto: “si pisoteamos la tierra, no da nada; ni trigo ni sonidos. La tierra hay que acariciarla”.

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