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Emilio Lledó, los libros y la lectura como principio de libertad

Tanto en sus escritos filosóficos como en piezas más divulgativas ha prestado atención al poder de la palabra, del lenguaje como creador de realidad, de historia, de identidad. En El silencio de la escritura (1991), Premio Nacional de Ensayo, reflexiona sobre los vínculos entre la memoria y la escritura: no solo argumenta la necesidad de conocer el pasado para entender quiénes somos, sino que analiza los discursos a través de los que se transmite ese legado y el papel activo del lector para integrar esos referentes, para lo que resulta imprescindible educar en el pensamiento crítico, resistente al aletargamiento causado por la cultura visual electrónica y a la manipulación de las fuentes de noticias.

Bajo el título Necesidad de la literatura, la editorial Nórdica ha recopilado tres artículos que el autor publicó en El País en 2002, 2010 y 2007, respectivamente. Algunas de las preocupaciones más graves que nos afectan hoy, como la llegada de la extrema derecha al poder en Occidente o el peligro de los bulos y la desinformación, parecían estar lejos todavía; pero, con su lucidez habitual, Lledó ya advierte ciertos riesgos por la deriva que está tomando la sociedad tardocapitalista, cada vez más cimentada en las pantallas, en la velocidad, en el crecimiento ilimitado y en una idea envenenada del utilitarismo. No han perdido un ápice de vigencia, y hasta se pueden considerar visionarios.

Leer como sinónimo de libertad

En el libro se repite mucho esta palabra: libertad. Quién más, quién menos es consciente de los beneficios de la lectura a nivel pedagógico y emocional; pero Lledó, valiendo esa máxima de que la filosofía debe ayudarnos a repensar la vida práctica, da un paso más y enfatiza la dimensión política del discurso: “Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos”, afirma, porque es a través de las palabras que conformamos nuestra idea de la realidad, de lo que somos y de lo que juzgamos. El ser humano se define por el lenguaje; y en función del uso que haga de él, tomará un rumbo u otro.

“Toda verdadera liberación, todo gozo de vivir y de sentir, empieza en nuestra mente. Y esa mente [...] requiere también alimentación y sustento”. Ese alimento se encuentra en los libros; en concreto, en “la original sintaxis de la literatura”. Porque la literatura tiene algo de lo que carecen los textos técnicos (y los generados por inteligencia artificial): la creatividad. Es el fruto de una mente humana, que desde su subjetividad enlaza palabras a su singular estilo, para que sean leídas por un lector que les otorgará un nuevo sentido en función de su propio bagaje. Para que esas mentes, la del emisor y la del receptor, sean agudas y originales, es necesario que se hayan nutrido con libros.

Cualquier amante de la lectura conoce bien el placer de perderse en una librería y elegir su próxima lectura, sin ceñirse a ningún dictado (de ahí que las lecturas obligatorias del colegio siempre susciten polémica). “La literatura […] es un universo de idealidad libre, un territorio de la infinita posibilidad. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos jamás, a pesar de todas las censuras”. El problema es que a veces no somos conscientes de ese poder, y no lo usamos. ¿Por qué? No somos dueños de nuestro tiempo, le damos el control a otro. Nos distraemos, dirigimos nuestra atención hacia gratificaciones que nos alejan de la atención sostenida, la concentración y el silencio que requiere la lectura. También sucede que nos conformamos con cualquier lectura; y los libros superventas, salvo honrosas excepciones, no son de los que espolean el espíritu, sino de los que lo contentan repitiendo fórmulas simples que mantienen el statu quo.

Los enemigos de la democracia

Hoy, la lectura tiene muchos enemigos: “Esa excesiva información que los medios de comunicación nos ofrecen, a través de sus distintos lenguajes, colabora, muchas veces, a encastillarnos en un reducto donde emergen nuestros miedos, nuestras obsesiones; […] donde aparecen también los ‘imaginarios’ con los que esos medios elaboran la sustancia de la realidad en los derroteros de intereses económicos: intereses de poder”. Es preciso distinguir la noticia verdadera de la falsa, ser avispados ante la manipulación, separar la información del conocimiento. Y para eso, hay que leer, leer como ejercicio activo, haciendo un esfuerzo para interpretar, para ser uno mismo quien saca conclusiones. Si renunciamos a ese empeño, será otro quien moldee nuestra mente con mensajes simples e interesados, que no ofrecen consuelo ni abren nuevas vías, sino que refuerzan la cara negativa de la realidad para abstraernos en el pesimismo y la inacción.

Lledó señala la responsabilidad del periodista en ello: además de recalcar que, para ser periodismo de verdad, el medio en cuestión debe ser independiente, argumenta que “todo periodismo necesita, hoy más que nunca, un par de ideas claras, sencillas, que nos sirvan para desbrozar la angustiosa, enmarañada, selva de noticias, el continuo chaparrón de informaciones, que nos asfixia”. El periodista debe erigirse en aliado del ciudadano libre; y ser un aliado no significa ofrecerle un mensaje masticado, sino presentarle información veraz, pues “quien escriba con la consciencia de que su escritura tiene el deber de educar la inteligencia, la sensibilidad, y la felicidad de sus lectores, no puede caer en la inercia de dejarse arrastrar por el torrente de los intereses”.

La propia prosa de Lledó es rica, densa y a la vez accesible, eficaz para comunicar, algo que no se puede decir de cualquier pensador. Frente a la gratificación inmediata, la vacuidad intelectual, el cliché discursivo, hay que reivindicar la cultura escrita en toda su complejidad. Es el remedio para no convertirnos en “pequeños bloques ideológicos, en insignificantes maquinarias a las que incorporamos, como si realmente fuesen estímulos mentales, una serie de estereotipos virtuales sin idealidad y libertad”. Decidir leer un libro, en esta era de la inmediatez, es casi revolucionario: nos hace vivir en otro tempo, establecer un diálogo más profundo, con el autor y su mundo, pero también con el nuestro, que veremos distinto tras la lectura. Hay que recalcar la palabra diálogo: leer, como escribir, es un intercambio entre autor y lector; la identidad se perfila así, al leer a otros, al tomar y descartar, matizar, asimilar e integrar en la experiencia previa.

A diferencia de los titulares sensacionalistas o los contenidos rápidos y efectistas de las redes sociales, una obra literaria trata al lector como a un sujeto inteligente, no como a un consumidor pasivo: “Los individuos que componen esa sociedad no pueden ser personas, seres autónomos y reales, si no tienen posibilidad de desarrollar su propio pensamiento […]. Un pensamiento que solo se nutre de libertad”. Para Lledó, “solo una censura sería realmente peligrosa: aquella que, inconscientemente, nos impusiéramos a nosotros mismos porque hubiéramos perdido [...] la pasión por entender, la felicidad hacia el saber”.

¿Cómo podemos hacer frente a la vorágine? De entrada, con la escuela, que “ha de trasmitir no solo determinados saberes, sino hacer entender esos saberes desde las palabras que los dicen. En la práctica de esa libertad se fomenta la creatividad en el espejo donde el alumno aprende, con la lectura, a verse a sí mismo”. Su reivindicación del maestro, una profesión tan denostada, invita a reconsiderar el valor que otorgamos a cada agente social: si la educación es la base para contrarrestar la deriva irracional del presente, los profesores deben ser algo más que transmisores de contenido; tienen que ser activadores de pensamiento, y eso solo se logra con condiciones laborales dignas.

Más allá de la inmediatez

¿Cuántas veces hemos lamentado haber perdido una hora mirando embobados vídeos, titulares u otras notificaciones, abocados al scroll infinito? Los libros, y los clásicos en particular, tienen asimismo la virtud de marcar un tiempo diferente, que se distancia de lo inmediato tanto en la práctica –leer obliga a entrenar otras capacidades– como en el fruto: “Las palabras de la obra literaria están libres de todo compromiso con los latidos del presente, con los desgarros de la pragmacia, con las insinuaciones del oportunismo y de la doblez”, razona Lledó. Está bien mantenerse informado, pero hasta cierto punto; a la larga, lo que permanece, lo que nos conforma, no es la montaña de información que se produce a diario, sino unas (pocas) creaciones con entidad que nos dejan huella.

Además, Lledó recuerda que “en la etimología de clásico está el significado de clarín que nos convoca y aviva, como ciudadano de primera clase, de orden; pero también el de ciudadano modelo. Un modelo que no está, sin embargo, ante nuestros ojos para imitar comportamientos o actitudes. El carácter modélico de los clásicos, capaces de superar el tiempo y de sobrenadar a todas las interpretaciones que sobre ellos se hagan, consiste, precisamente, en hacer vivir, en incorporarse, desde la inalterable página de la escritura que la sostiene, al latido del corazón de cada lector”. Ese es otro valor: ir más allá del presente, de lo instantáneo, en busca de los valores que permanecen, que trascienden una época, un país, una cultura, y ejercen tanto de apoyo frente a la incertidumbre del futuro como de motor para impulsarnos a la acción consciente.

Es necesario recuperar lo esencial: “Vivimos del agua, ese líquido imprescindible [...] por encima de todos los adelantos tecnológicos, son esos elementos, esos principios fundamentales de la existencia, lo único que no nos puede faltar”. Y entre lo esencial está el libro en papel como emblema de la cultura escrita con la que él se formó. No se opone al uso de las redes ni ve las pantallas como el enemigo, pero entiende leer como “otra cosa” e insiste en la urgencia de que los niños y los jóvenes lean libros.

En la decisión de publicar estos artículos en forma de libro hay, por parte de Nórdica, una demostración de esa apuesta por el formato tradicional. ¿Qué sentido tiene, si no, editar en papel unos textos que se pueden leer en abierto? Frente a la gratuidad –que habría que matizar: pagamos la línea de Internet, la electricidad, el aporte electrónico, quizá la suscripción al periódico–, el libro en papel ofrece otro tipo de lectura, más pausada, en otro contexto. Seleccionar estos artículos, sacarlos de la nube, es también una forma de revalorizarlos, de decirle al lector que esto de aquí merece la pena y no hay que dejar que caiga en el olvido. Además, con las ilustraciones de Eugenia Ábalos (Mendoza, Argentina, 1977), el texto se enriquece: los libros-ideas como pájaros que vuelan libres, las semillas y los árboles como metáfora del cultivo de sí, del saber que se asienta poco a poco.

Necesidad de la literatura es un pequeño libro pensado para tener a mano, como un estímulo, un revulsivo intelectual en tiempos de niebla colectiva. Lledó es consciente de lo que nos aqueja (“¿cómo acariciar el ideal del bien y la cultura en un mundo que produce crueldad y muerte? ¿Cómo no rendirse al pesimismo que, solapadamente, inyectan los promotores de la avaricia y la ignorancia?”), pero, haciendo valer su espíritu resistente de niño de la guerra, nos conmina a “amar la vida, toda la vida, y no solo la nuestra, la de los nuestros”, un propósito que “ha de concretarse en instituciones capaces de expandir esa necesaria forma de nueva identidad”.

No seamos derrotistas: “Conformarse es perder, en parte, la forma propia, para sumirse, liquidarse, en la ajena”. Y, ante la tergiversación de la palabra “libertad”, recuerda que “no significa, únicamente, experimentar el mundo como posibilidad […], aunque la idea de libertad surgiese en contraste con la experiencia real de la esclavitud. Ser libre fue un proceso de libertad interior, una liberación individual”. Esa libertad interior tiene mucho que ver con los libros y la lectura, “el más asombroso cauce de libertad y fraternidad”. Volvamos a los libros, hagamos uso de nuestro poder. No es una cuestión personal: es un ejercicio político.

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