La mayor parte de las escasísimas informaciones que se elaboran en Occidente sobre Turkmenistán suelen centrarse en las excentricidades de su dictador y en esa Ashgabat surrealista, pero deslumbrante gracias a su kilométrica fachada de mármol blanco. Un hermoso decorado que oculta una realidad muy alejada del lujo y la ostentación. Tras esos bloques imponentes se sigue escondiendo la vieja ciudad, la verdadera Ashgabat. Hileras de viviendas muy humildes, de dos o tres plantas, repletas de desconchones y tendederos. También hay un océano de antenas parabólicas que, paradójicamente, están prohibidas por ley.
El régimen quiere que sus ciudadanos solo puedan ver las muy controladas y aburridísimas televisiones estatales.