Un sello histórico de la literatura fantástica, la editorial Valdemar, ha recopilado treinta y tres relatos de Doyle en el extenso volumen El parásito y otros cuentos de terror. En el libro se recogen, en orden cronológico de publicación, la práctica totalidad de las historias inquietantes que firmó el escritor británico durante 42 años. A lo largo de sus páginas podemos descubrir, junto con narraciones en contacto con las convenciones del misterio, cuentos crueles de venganzas terribles, ensoñaciones que trasladan a la violencia inquisitorial, apariciones de monstruos diversos, cultos malvados…
En el volumen no faltan, por supuesto, las historias de fantasmas, de almas que permanecen y de médiums que sirven de nexo entre los vivos y los muertos. Lo que parecía un juego literario en sus primeros cuentos de terror, redactados en la fértil tradición del cuento fantasmagórico británico cultivado por Sheridan Le Fanu o por autores más o menos contemporáneos de Doyle como M. R. James, terminó convirtiéndose en una creencia muy seria. En el texto "El libro que más disfruté escribir", recogido en el recopilatorio de escritos sobre lectura y escritura Mis libros, el creador de Sherlock Holmes afirmó que "la parapsicología es lo más importante que hay en el mundo".
Como en el caso de Algernon Blackwood y otros escritores de literatura fantástica, Doyle no solo utilizaba la imaginación para sus relatos sobrenaturales. También manifestaba su creencia en la existencia de fenómenos paranormales. Criado como cristiano y miembro intermitente de la masonería, el autor se convirtió en un propagandista público del espiritismo en tiempos de la I Guerra Mundial. Fue entonces cuando dejó atrás su anterior interés científico por la materia, abrazando un culto acrítico que le enemistaría con amigos como el ilusionista Harry Houdini. En esas fechas ya había visto la luz la inmensa mayoría de su obra terrorífica breve, mayoritariamente publicada en las dos últimas décadas del siglo XIX.
En todo caso, El parásito y otros cuentos de terror abarca cinco décadas de producción literaria. Y no hay que entender necesariamente que Doyle estuviese afirmando sus creencias durante toda su trayectoria, o que aprovechase cualquier ocasión para propagarlas, como hizo en sus años tardíos mediante obras como La tierra de la niebla. "La caja barnizada de negro", por ejemplo, anticipa explicaciones fantasiosas que resultan mucho más mundanas y materialísimas. Incluso podemos encontrar un texto, "El gran experimento de Keinplatz", que relata un experimento espiritista en clave cómica y vodevilesca.
El mundo literario de Doyle fue un mundo notoriamente masculino... y casto. Aunque él mismo lamentase que la literatura inglesa fuese “presa del puritanismo”, y se mostrase contrario a la censura de la novela Esther Waters, sus historias de terror no incluyen apenas vestigios de sexualidad ni demasiadas descripciones de realidades conflictivas. Efectivamente, el autor se posicionó como personaje público contra los horrores coloniales cometidos en el Congo. En El parásito y otros cuentos de terror, en cambio, no abundan las pinceladas críticas del orden colonial, más allá de que el protagonista de "La relación de J. Habakuk Jephson" fuese un abolicionista de la esclavitud. El activismo principal de Doyle, como ya se ha indicado, fue la difusión del espiritismo.
Médico de profesión antes de establecerse como escritor gracias al éxito de las deducciones de Holmes, con experiencias como marinero y como médico del ejército, Doyle no dejaba de ser un súbdito del imperio británico. Más allá de su polémica insistencia en la legitimidad de prácticas paracientíficas, su obra transmite una conformidad de fondo con el orden de las cosas. Los narradores son en casi todos los casos encarnaciones de la normalidad tal y como era concebida desde una sociedad androcéntrica y colonial: hombres blancos, occidentales, capaces de sufragarse con mayor o menor dificultad sus estudios y sus aventuras.
En el otro bando, en el de los antagonistas, podemos ver diversas materializaciones amenazadoras de colectivos de otros más o menos oprimidos: hombres de piel negra que persiguen la extinción de la raza blanca, mujeres (sobrenaturalmente) empoderadas… La misma historia que da título al volumen, "El parásito", o "John Barrington Cowles", explican amores terribles de féminas que debilitan o enloquecen a sus sujetos de deseo. También encontramos a una mujer que pertenece a la élite de una secta de estranguladores indios. Y no faltan alguna pesadilla que parece surgida de los pasillos del Museo Británico y sus expolios: el muy apreciable relato "Lote núm. 249" trata de las indagaciones de un ocultista y de su uso de viejas reliquias del Egipto faraónico.
En todo caso, El parásito y otros cuentos de terror es un baúl de dimensiones generosas donde podemos encontrar enemigos variados y diversos regalos literarios. Quizá no imaginemos a un pensador complejo detrás de todos estos mundos de ficción, pero sí comparece un escritor que domina los resortes del entretenimiento popular. Doyle supo proporcionar goces a los aficionados al género. Y lo hizo mediante la narración de acontecimientos astutamente engarzados, más que mediante la creación de atmósferas verdaderamente perturbadoras o insalubres.
Las historias que buscan un efecto sorpresivo difícilmente asombrarán a los lectores más resabiados. En cambio, el autor sí juega exitosamente con las expectativas en cuentos perversa y autoconscientemente previsibles como "La catacumba nueva" o "El retiro del Signor Lambert". En estos relatos, anticipa y telegrafía cómo se aproximan lentamente los momentos en que tendrán lugar revancha refinadamente malévolas.
Doyle también mezcló su concepción del terror con la narrativa de aventuras marítimas que trabajó su admirado Robert Louis Stevenson, autor de La isla del tesoro, o con la literatura de misterio en la que él mismo despuntó. "Un horror pastoral" o "El hombre de los relojes" son disfrutables ejemplos de esto último. Porque quizá Sherlock Holmes o el profesor Challenger sean sus personajes más famosos, pero su creador no les necesitaba para entretener al lector. Y para hacerle sufrir con británica moderación.