El propio Carax aparece en pantalla, indicando a los músicos que pueden tocar. Estos músicos son Ron y Russell Mael, los mismos hermanos Mael que pocos segundos después abandonan la cabina de grabación sin que la música sea interrumpida, revelándose esta como un ente ajeno a designios materiales. Ron coge su americana, Russell su fular, y salen del edificio formando una procesión a la que luego se incorporan Adam Driver, Marion Cotillard y Simon Helberg. El plano secuencia empleado acentúa el desinterés por disimular el engaño: esto es un musical, nadie tiene por qué tocar instrumentos para embrujar nuestros oídos. Se insiste en que todo es una representación; una vez termina el número incluso Driver y Cotillard se separan para correr a protagonizar su escena correspondiente.
Annette ya no abandonará esta abrupta visibilización del artificio. Porque Carax lo ha querido así, pero sobre todo porque sus principales impulsores llevan medio siglo viviendo de él.
Ron y Russell Mael, nacidos en Los Ángeles en los años 40, son los Sparks. Son los guionistas y compositores de Annette, y también ese dúo musical asociado perpetuamente a una imagen concreta. Un cantante guapo de movimientos espasmódicos y voz virtuosa, capaz de acumular octavas y gorgoritos sin despeinarse. A su lado un tipo inexpresivo tocando el teclado, ocasionalmente canturreando para sí algunos estribillos bajo un mostacho a lo Charlot/Hitler. El contraste de dinamismo y hosquedad entrega una estampa imborrable, presta a quedarse en nuestras retinas al margen de lo pegadiza que sea la canción.
La puesta en escena es para los Sparks tan importante como la música que envuelve. Y esta va mucho más allá de la pregnancia que adquiere su figura combinada —heredera del primer cine cómico—, pues nunca deja de buscar expresiones alternativas. Un ejemplo aún más evidente lo encontramos en las portadas de sus álbumes: en Angst in my Pants aparecían como marido y mujer, en Propaganda como rehenes a punto de ser asesinados… y en Kimono My House simplemente aparecían dos geishas sin identificar. Todos estos disfraces apelaban a una pulsión de huida, un empeño en ocultar la identidad tras máscaras imprevisibles e irónicas. La ocurrencia de titular su séptimo álbum —lanzado cuando ya eran conocidos de sobra— como Introducing Sparks es, en este sentido, paradigmática.
Pero toda pulsión de huida enmarca el deseo de hallar una mejor versión de sí mismo, y en el caso de un grupo como los Sparks esta versión es por principio la que garantiza un mayor éxito económico. Cuando publicaron su primer disco en 1971 este se llamaba como la misma agrupación, Halfnelson, y no vendió nada. Nadie hizo el menor caso a Halfnelson. Los hermanos Mael buscaron entonces un nombre alternativo para la banda, algo con más gancho, y se rebautizaron como Sparks. El disco también se llamó así, Sparks, y volvió a editarse con mejor fortuna.
Ron y Russell eran conscientes de la calidad de sus composiciones —extraídas en su mayor parte del gusto del teclista por desafiar a su hermano con melodías aparentemente imposibles de interpretar—, pero también de que estas por sí mismas no les darían el triunfo. Era necesario un andamiaje, un concepto estético. Y los 70 suponían la década idónea para ir asumiendo que el medio era el mensaje.
Es habitual asociar los primeros años de los Sparks con el glam rock, tanto por el sonido en sí —que los emparentaba con contemporáneos como T-Rex o David Bowie— como por la importancia que acoge en su obra lo performático, la desaparición tras una imagen primorosamente diseñada que los hermanos Mael llevaron desde el rápido establecimiento de un modo de habitar el escenario a un ingenioso amasijo de estrategias para ascender mediáticamente.
Promocionando su segundo disco se marcharon de gira a Reino Unido y fue entonces cuando la influencia de la invasión británica en sus composiciones —de los Who y los Kinks, especialmente— hubo de combinarse con múltiples cambios entre los músicos de acompañamiento para hacer pensar a la prensa que los Sparks eran ilustres ciudadanos británicos. Y así es como se vendieron desde entonces.
La historia de los Sparks es la de una sucesión de disfraces y mutaciones, de las que también fue puntualmente objeto su música. La dócil sabiduría pop de Slowboat —balada responsable del éxito del álbum debut— alternó al instante con la arrogancia glam y el enrevesado humor que caracteriza las letras de los Sparks —Girl from Germany, haciendo chistes funambulistas con la memoria del Holocausto, es el mejor ejemplo—, pero no fue hasta el citado Kimono My House cuando el mundo asistió a algo verdaderamente inclasificable. Publicado en 1974 contenía su canción más conocida, This Town Ain’t Big Enough for the Both of Us; una pieza de enorme complejidad que hay quien considera un precedente directo del Bohemian Rhapsody de Queen.
Como suele pasar en estos casos, el impacto de Kimono My House sacudió el control que hasta ese momento los Sparks habían mantenido sobre su carrera, obligándoles a compatibilizar el continuismo —felizmente representado con Propaganda— con las rupturas fallidas —Big Beat y su intento de "reamericanizarse"—, hasta que finalizando la década lograran otro hito, Nº1 in Heaven. Producido por el legendario Giorgio Moroder, los Sparks cambiaron radicalmente de estilo para coquetear con los sintetizadores, máximos protagonistas de los 80 que estaban a punto de inaugurar, y firmar así un disco imprescindible en la gestación de la música disco y otros géneros florecientes. Del sonido de Joy Division al de Depeche Mode, la relevancia de Nº1 in Heaven es inabarcable, y sentó una cima desde la que los Sparks, cómodamente, pudieron seguir probando otras cosas.
Cuando llegaron los 90 el ritmo productivo de los Sparks no había descendido, pero sus grandes éxitos quedaban lejos y era tentador tacharles de viejas glorias. Redundando en esa autoconsciencia que propulsó su carrera, en 1994 publicaron Gratuitous Sax & Senseless Violins, de donde se extraía otra canción básica: When Do I Get to Sing ‘My Way’. En este tema Russell se preguntaba, efectivamente, si sus mejores días ya habían pasado, y si por tanto ya se había ganado el derecho a entonar un solemne ‘My Way’ a lo Sinatra que pusiera digno broche a su trayectoria. Por supuesto se trataba de otra gran broma, y los Sparks no se pararon ahí. De hecho, lograron regresar a la actualidad con una intensidad renovada.
En los últimos veinte años hemos visto a unos Sparks más infatigables si cabe, a la vez que cómodos frente a un fandom que no exige gestos épicos, sino tan solo nuevas ideas con las que se superen a sí mismos. Poco después de que la crítica saludara Lil’ Beethoven en 2002 como otra obra cumbre de tantas, los Sparks se metieron de lleno en el Sparks Spectacular —un desquiciado evento consistente en tocar todos sus discos en orden cronológico durante 21 noches seguidas— y se unieron a Franz Ferdinand para desarrollar FFS, un exquisito álbum conjunto donde un tema titulado Collaborations Don’t Work ponía la acostumbrada nota cómica. Esto ocurría en 2015, cuando parecía que los Sparks ya lo habían logrado todo, y al mismo tiempo encontraban el modo de satisfacer una pretensión que les había conducido anteriormente a las mayores decepciones de su carrera.
Hippopotamus, publicado en 2017, incluía una canción titulada When You’re a French Director, y en ella podíamos escuchar la voz de Leos Carax apuntalando una cariñosa burla hacia el cine europeo y la política de los autores. Carax había conocido a los Sparks cinco años antes, presentando Holy Motors en Cannes —donde precisamente sonaba una canción del grupo, How Are You Getting Home?—, y de sus entusiastas conversaciones había surgido la idea de producir Annette. Pero, ¿de dónde salía Annette? Pues de la obsesión de los Sparks por trabajar en el cine: una que podía rastrearse a sus años de universidad, donde tanto Ron como Russell habían estudiado con el fin de formar parte de este mundo.
Desde entonces no habían faltado oportunidades para honrar esta afición —son innumerables los guiños cinéfilos en las canciones de los Sparks—, como tampoco las habían faltado para convertirla en algo más. Los hermanos Mael hicieron un cameo en la película de catástrofes Montaña rusa a finales de los 70, y prestaron su música a films como La chica del valle —protagonizada por un Nicolas Cage muy cómodo en el universo creativo del dúo— o En el ojo del huracán, dirigida por el mismo Tsui Hark al que habían homenajeado en un tema de Gratuitous Sax & Senseless Violins. Y sin embargo sus proyectos más reseñables fueron, precisamente, los que peor fortuna tuvieron: en los años 80 no pudieron completar una película con Jacques Tati debido a la muerte del mismo, y en los 90 dio inicio el calvario de lo que acabaría llamándose The Seduction of Ingmar Bergman.
Concebida como la adaptación musical de un manga que dirigiría Tim Burton, el material desarrollado por los Mael durante varios lustros se convirtió llegado 2009 en un musical radiofónico marcado por la cinefilia y ese conflicto entre arte, identidad y capitalización que el dúo siempre había sostenido de un modo u otro. La historia protagonizada por un Ingmar Bergman atrapado en un Hollywood pesadillesco fue, en primera instancia, la que los Sparks le propusieron dirigir a su nuevo amigo Leos Carax. Su negativa desembocó en Annette: una historia totalmente nueva... con obsesiones similares.
Ha dado la casualidad de que en 2021, coincidiendo con el 50 aniversario de su primer disco, también se haya producido The Sparks Brothers, documental a cargo de Edgar Wright que examina la trayectoria del grupo y se estrenará en el próximo Festival de Sitges. Resulta muy elocuente la pareja que forman ambos films, por cómo de antagónicos se revelan a la hora de desentrañar la visión creativa de los Mael. The Sparks Brothers es un documental divertido y ágil, que indaga en el legado del dúo sin querer acotar distancias entre la imagen mediática y la íntima —al contrario, por ejemplo, de lo que quiso hacer Martin Scorsese tanto en No Direction Home como en Rolling Thunder Revue con la enigmática figura de Bob Dylan—, y suscribiendo finalmente un relato de previsibles tintes meritocráticos sobre artistas obsesionados por conservar su integridad. Es, antes que cualquier cosa, un artilugio complaciente y celebratorio, conducido por la admiración hacia los Mael.
En estas nos topamos con la paradoja de que una ficción como Annette, en su obsesión por exhibir los andamiajes del espectáculo y señalar constantemente el carácter representativo de la propuesta, acaba siendo una aproximación más fiel al discurso de los Sparks. Con su lúcido vistazo a las imposturas del negocio artístico, la arbitraria voracidad del público, la canibalización de los egos y los coqueteos kamikazes con esa vacuidad —o ese abismo— que aguarda al final de todo, Ron y Russell parecen haber compuesto su canción más sofisticada y definitiva. No hay, en resumen, mejor año que 2021 para conocer a los Sparks, porque ellos mismos nunca se han conocido tan bien como hasta ahora.