Ese es solo un ejemplo de personas que han actuado como dueñas y accionistas de la imagen de la modelo y empresaria estadounidense, en su mayoría hombres. Los demás aparecen en Mi cuerpo, la biografía escrita por Emily Ratajkowski y editada en español por Temas de Hoy. Es un repaso honesto y afilado por el pasado, los episodios traumáticos y las contradicciones de una mujer que se considera feminista y vive de su imagen. En su caso, de una imagen muy concreta, reconocible y a menudo sexualizada.
Ratajkowski compró su propia fotografía, la colgó en su apartamento de Los Angeles y posa muchas veces a su lado en Instagram, lo que a priori puede identificarse como un acto de vanidad. Ella no niega en su libro que haya parte de eso. Triunfar en una industria mercantilista y salvaje como la de la moda en EEUU procura una subida de ego, unos beneficios millonarios y, a su vez, una factura distinta que no se paga con dinero.
Emily navega por esta dualidad en el ensayo sin pretender dar lecciones ni finalizar con una moraleja. Probablemente no exista. Solo narra su historia con una prosa amena y profunda desde los primeros cambios que experimentó en su cuerpo, a los 13 años, hasta los últimos, tras dar a luz a su hijo a los 30.
Su relato tiene algo de inédito porque las modelos no suelen traspasar las portadas o bajarse de las pasarelas para dar su opinión sin filtros de la industria en la que trabajan. Leyendo este libro, se entiende por qué. Es una tarea arriesgada que no estuvo dispuesta afrontar en etapas anteriores. Le ha costado años romper con la idea que el mundo tenía de ella –sobre todo de su cuerpo– y ahora que por fin lo ha logrado, no duda en señalar a quienes lucraron con su explotación y abusaron literal y figuradamente de su físico.
Ratajkowski fichó por una agencia de modelos por primera vez a los 14 años, algo que sus padres, dos profesores de instituto y de clase media baja, le animaron a hacer desde el principio. Pero no se dedicó plenamente a ello hasta 2008, cuando abandonó la carrera de Bellas Artes a cambio de hacer sesiones cada vez con menos ropa y más caché. La modelo explica que siempre pensó que sería un trabajo temporal y que no le llamaba la atención ni la fama ni la notoriedad, solo la independencia económica.
"El dinero significaba libertad y control, y lo único que tenía que hacer para financiar mi independencia era convertirme en otra persona unas cuantas veces por semana: desvestirme y untarme en aceite corporal para posar en gesto sugerente con lencería roja de encaje o con unos bikinis de estampado brillante que no habría llevado por gusto, poniendo morritos a las órdenes de algún señor fotógrafo de mediana edad", escribe al comienzo del libro. Aunque no lo considerara su sueño, admite que el escrutinio, el desdén y los rechazos terminaron por hacer mella. "No tiene sentido que intentes ser algo que no eres", le decían tras criticarla por su altura, su forma de cuerpo o cualquier otra excusa superficial. Todo eso cambió con el videoclip Blurred Lines, de Robin Thicke y los raperos T.I y Pharrell Williams.
Para el mundo fuera de Estados Unidos, Emily Ratajkowski saltó a la fama por aparecer junto al cantante en dos versiones de la canción: una con ropa interior y otra totalmente en topless. Ellos, a su lado, bailan vestidos de pies a cabeza. Es un asunto que se le echa en cara a diario y que ella ha querido explicar punto por punto en el libro.
"A tomar por culo. Esto es otro videoclip de mierda con un puñado de tías en bolas", fue su primera reacción en 2013. Ni siquiera pagaban bien. No obstante, se fue animando según iba descubriendo quiénes participaban en el proyecto. La directora, la directora de fotografía y la directora de arte eran mujeres y la mayoría de las escenas las rodaban las tres modelos solas: "No era algo a lo que estuviera acostumbrada: mujeres interesantes de más o menos mi edad entusiasmadas con el trabajo que estábamos haciendo". Pero todo cambió cuando aparecieron los tres cantantes. En especial, cuando a ella le tocó rodar sus partes en solitario con Robin Thicke.
"De repente, de la nada, noté la frialdad y la sensación extraña de unas manos ajenas rodeándome los pechos desnudos desde atrás". En ese momento, el espacio seguro por el que se embarcó en el proyecto no la salvó. Nadie le afeó al cantante que la tocase sin permiso. "Ese único gesto le bastó a Robin Thicke para recordarle al set entero que las mujeres en realidad no estábamos al mando", asegura en Mi cuerpo. "Yo no era más que un maniquí contratado", dice.
No fue la primera ni la última vez que se han sobrepasado con ella. También relata un episodio espeluznante con el fotógrafo Jonathan Leder, que la insultó y la manoseó cuando solo tenía 20 años. Después se ha pasado una década entera lucrándose con fotos de desnudos inéditas que hizo en aquella sesión y que ha publicado hasta en tres ediciones. Incluso su antiguo representante le concertó una cita con un millonario famoso a sus espaldas de la que pudo huir pero que la estuvo acosando durante meses. Ha tenido que pagar a sus exnovios para asegurarse de que le devolvían fotos íntimas y hasta con eso ha tenido que verlas filtradas en espacios pornográficos. También ha sido violada por alguno de ellos y abusada por los de sus amigas.
"Yo ansiaba tanto recibir el reconocimiento de los hombres que lo aceptaba incluso cuando venía envuelto en faltas de respeto", escribe. La reacción a todo aquello fue recuperar el control de su cuerpo y de los beneficios que obtiene con él, y compartirlos en exclusiva con mujeres, que son las que forman parte de su equipo. Aún así, sigue sin ser suficiente para los que critican que se enriquezca alimentando un prototipo de belleza que imita las lógicas patriarcales.
En el mismo instante que fue consciente del valor monetario de su trabajo, Emily ha estado dispuesta a explotarlo hasta el final. Nunca se ha planteado dejar el modelaje ni cambiar su marca, aunque hayan sido los demás los que han ayudado a moldearla. Lo que sí hizo fue desaprender algunos conceptos machistas que tenía muy arraigados: algunos inculcados por sus padres, que desde pequeña le animaron a admirar su belleza y a compararla con las de otras mujeres, y otros por los hombres que la han cosificado y puesto en duda sus capacidades intelectuales.
También reconoce que está obsesionada con la aceptación, las redes sociales y el deseo. Es consciente de su contradicción y el parche que le ha puesto ha sido convertirse en su propia jefa. "Ratajkowski no hace referencia a cómo las mujeres y las niñas pueden responder a sus imágenes. Esa miopía es frustrante, porque ella es muy astuta en cuanto a cómo los hombres interpretan su cuerpo", reseñan en The Atlantic.
Esa es una de las grandes problemáticas del libro. La escritora expone el maltrato de la industria hacia las modelos, las humillaciones y los riesgos a los que las someten. Pero no menciona las consecuencias de cara para afuera. De hecho, llega a mencionar como si tal cosa que perdió cinco kilos durante una gastroenteritis que nunca recuperó porque se dio cuenta de que así conseguía más contratos y mejor pagados.
"La sexualidad y la sensualidad femeninas, sin importar cuán condicionadas puedan estar por un ideal patriarcal, pueden ser increíblemente poderosas para una mujer si siente que la están fortaleciendo", puso al pie de un vídeo que subió en 2017 en el que aparecía masturbándose con un paquete de pasta. "Retorcerse con un linguini está bien si eso es lo tuyo, pero no es feminista", escribió la columnista de The Guardian Hadley Freeman. Emily Ratajkowski reconoce que su situación es muy dicotómica y todos los días se expone a que menosprecien su postura feminista. También su compromiso político, como cuando hizo campaña en 2016 por Bernie Sanders.
En ciertos aspectos, Mi cuerpo es un libro de autodefensa y de revalidación para seguir participando de la misma industria que critica y para rechazar que se la reduzca a un objeto por ello. Por otro lado, como decíamos, tampoco hay una pretendida moraleja. En algunos capítulos parece simplemente que está atrapada en él. Por ejemplo, cuando logró su sueño de ser actriz en 2014 se la siguió juzgando en los términos de siempre: "David Fincher quería contratar a una chica para Perdida que tuviera a los hombres obsesionados y despertara odio entre las mujeres. Ben Affleck mencionó mi nombre". Su papel consistía en eso y en aparecer en topless.
"Los comentarios por internet me llenaron de autodesprecio", reconoce. Aquello le hizo apartarse del cine y seguir en el mismo mundo, nocivo pero conocido. Uno sujeto a una estructura tóxica en la que ella ha peleado por el control. No es el sumun de la deconstrucción feminista, pero por lo menos lo reconoce. "Enfrentarme a la realidad más matizada de mi posición supuso un despertar complicado, brutal y devastador: que yo era el testimonio vivo de una mujer empoderada gracias a la mercantilización de su imagen y su cuerpo", dice.