Y eso habla de Juan Diego y de su forma de entender la vida. Siempre intentó que nadie de los de abajo fuera pisoteado por nadie de los de arriba. Quizá por eso supo entender tan bien y puso tanto mimo en la creación de uno de sus personajes más célebres, el Señorito de Los Santos Inocentes: un tipo que representaba a esa casta —que aún perdura hasta nuestros días— que cree que el Estado es suyo. Esa gente que entiende que el país es de su propiedad por derecho, que los demás estamos de prestado y deberíamos dar las gracias porque, al fin y al cabo, existimos para ser mandados. Su inquebrantable compromiso es para mí, aún hoy, un espejo en el que mirarme, un lugar al que llegar.
En lo profesional Juan Diego era de una meticulosidad obsesiva. El rigor teñía cada toma, cada frase, cada gesto en la búsqueda de la síntesis perfecta de verdad, sencillez y belleza. Recuerdo estar esperando con él, antes de subir a un escenario para leer unos poemas y ver su hoja llena de rayas, flechas que unían unas frases con otras, subrayados, comentarios a pie de página. Era una de esas lecturas que hacemos a veces en algún acto de algún barrio por alguna causa que nos ha convocado. Nadie nos pagaba por aquello, obviamente, y el público ya agradecía su mera presencia, pero para Juan subir a un escenario implicaba el deber de hacerlo lo mejor posible.
Cada vez que me llamaba para 'liarme' sus mensajes empezaban de la misma manera: "Botto, te llamo para un lío" y cada vez que yo le llamaba para lo mismo empezaba de la misma manera "Ruiz, te llamo para un lío". Él era, según sus propias palabras, un hijo de la resistencia. Además de algunas de las mejores escenas de la historia del cine español, nos deja el ejemplo de su propia vida: un hombre que fue de lo mejor de su generación, vanguardia de modernidad y compromiso. Alguien que nunca toleró el abuso.
En lo personal deja un vacío de esos que sabes que no se van a llenar, un vacío de esos que sabes que a partir de ahora van a formar parte de ti.