Frases que hicieron las delicias de los fans de la cantante y de las redes, y que sin embargo solo son el ejemplo perfecto de que una de las funciones del arte, una de las motivaciones de los creadores, es la venganza. Poder abrirse en canal y, de alguna forma, ajustar cuentas. En la música ese ajuste de cuentas casi siempre es con un amor del pasado. Katy Perry, Jennifer López, Rihanna… todas las divas han dejado recados a sus exparejas. Hasta Albert Pla lo hizo en Fantasma.
En eso la maestra es Taylor Swift, que siempre habla de sus relaciones en sus canciones. Swift tiene una canción dedicada a cada uno de sus exnovios. Dear John (John Mayer), Better than Revenge (Joe Jonas), Back to December (Taylor Lautner) o We are Never ever Getting Back Together (Jake Gyllenhaal), entre otras. La que le dedicó a Harry Styles tiene, literalmente, el nombre de su apellido, Style. A Gyllenhaal le ha hecho doblete, porque también le dedicó All Too Well y este año hasta dirigió un videoclip mostrando escenas domésticas de ambos con un trasunto del actor interpretado por Dylan O'Brien.
Es normal. Los artistas se nutren de lo sus vivencias, de lo que sienten, y en una sociedad en la que el amor y encontrar pareja es una obligación, algo a lo que nos empujan, una ruptura es caldo de cultivo para la creación artística. Pero la venganza es mucho más que unas frases de despecho, la venganza es uno de los motores más fuerte. Pero no contra un ex, vengarse contra el Estado, contra el poder establecido, contra el machismo…
Lo dejaba claro Annie Ernaux en su discurso de agradecimiento del Nobel, donde la palabra más repetida, hasta en cinco ocasiones, fue vengar o venganza. Es una palabra que define bien su forma de escribir, donde lo personal y lo íntimo se convierten en político, en una forma de analizar el momento. Annie Ernaux explicaba en su discurso que cuando se preguntó cuál había sido el comienzo de toda su aventura literaria, el motor primigenio, la fuerza atávica que le hizo coger escribir y dejar de ser una ama de casa y una profesora sin aspiraciones fue ese, la venganza.
“No necesito ir muy lejos a buscar esta frase. Surge. Con toda nitidez, con toda su violencia. Lapidaria. Irrefragable. La escribí hace sesenta años en mi diario íntimo. Escribiré para vengar a mi raza. Era un eco del grito de Rimbaud: 'Soy de raza inferior por toda la eternidad'. Tenía yo veintidós años. Era estudiante de Literatura Francesa en una facultad de provincias, rodeada de muchachas y muchachos procedentes de la burguesía local”, dijo Ernaux delante de todo el mundo.
Para ella, hija de obreros, nieta de campesinos, “de gentes despreciadas por sus modales, su acento, su incultura, bastaría para reparar la injusticia del nacimiento” sus obras eran una forma de vengarse contra “las humillaciones y las ofensas sufridas” durante años por los que señalan al obrero, los que consideran que el arte es solo para los burgueses. Y así ha ido vengándose de todo y de todos. Del estado que la condenó a un aborto clandestino y que describió tan bien en El acontecimiento, donde ya se encontraban las claves de su escritura, “a la vez social y feminista”. “Vengar a mi raza y vengar a mi sexo serían una sola y misma cosa a partir de entonces”.
Una venganza obrera y feminista. Una venganza de clase y de raza que no sabría decir si la ha cumplido. “De ella, de mis antepasados, hombres y mujeres esforzados en tareas que les hicieron morir pronto, recibí la fuerza y la rabia suficientes para tener el deseo y la ambición de hacerle un sitio en la literatura, en ese conjunto de voces múltiples que, muy pronto, me acompañaron permitiéndome el acceso a otros mundos y a otros pensamientos, incluido el de rebelarme contra ella y querer modificarla. Para inscribir mi voz de mujer y de tránsfuga social en lo que se presenta siempre como un lugar de emancipación, la literatura”, zanjaba entonces.
El cine también ha mostrado su poder como acto de venganza. No solo con Liam Neeson como héroe de acción machirulo y patriarcal, sino en obras donde sus autores ajustan cuentas. En 2019, en una entrevista de la revista Four by three a Pedro Costa, le preguntaban sobre cuál era el propósito del cine en la actualidad. “Tomar venganza, vengarse”, dijo sin dudar.
También lo tiene claro Steven Spielberg, y en su última película Los Fabelman, lo afronta de forma frontal. Su película más personal habla de su juventud y de cómo nace su deseo de ser director de cine. Durante años vamos viendo cómo ese niño y adolescente descubre muchas de las funciones del cine, entre ellas, la última, la que descubre en plena adolescencia con las hormonas desatadas, es la de la venganza. El alter ego de Spielberg se resarcirá del bullying recibido por los matones del colegio con una película casera. Comprende que el cine también vale para ello. Y qué es sino una venganza Tesis, de Alejandro Amenábar, que ha contado muchas veces que utilizó la ficción para asesinar a un profesor de comunicación audiovisual que le suspendió siendo un chaval. En su ópera prima ya vio el poder de la ficción para poder materializar su pulsión inconfesable.
Una venganza que no siempre es personal, algo difícil de comprender en tiempos dominados por el ego y la autoficción, sino que también es contra la propia historia. Quentin Tarantino lo llevó hasta el extremo de cambiar la propia historia. En Malditos bastardos, y también en Érase una vez en Hollywood, el director altera el curso de los acontecimientos. En la primera su venganza es explícita, asesina a Hitler para que el mundo sea mejor; mientras que en la segunda la venganza es un acto opuesto, un acto de supervivencia. Sharon Tate vive para que el cine no cambie y para que el mundo, como dijo Joan Didion, no pierda la esperanza que había recuperado en mayo del 68. Una venganza que es un acto revolucionario.
El cine como venganza contra el machismo y contra el cine patriarcal, como ocurría en Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975); recientemente elegida entre polémicas como la mejor película de la historia por la revista Sight & Sound. Los gritos enfurecidos de los señores ponen en evidencia cómo el filme de Chantal Akerman es un acto de ajuste de cuentas contra, precisamente, ellos. Akerman coloca por primera vez el trabajo doméstico en la cámara, y su venganza es mostrarlo con la lentitud y exactitud con la que todas las mujeres los realizan todos los días mientras ellos se van. Tres horas que, sin hacer spoilers, concluyen con un acto de venganza física y de empoderamiento.
La venganza física estaba también en Una joven prometedora, que en un giro metacinematográfico convierte el género ‘rape and revenge’ (violación y venganza) en algo más que violento, en algo más que un ajuste de cuentas con tiene la muerte del violador como final satisfactorio. La venganza de Carey Mulligan en el debut de Emerald Fennell es contra la cultura de la violación y contra los falsos aliados. Contra los que miraban a otro lado cuando veían a su amigo babear y sobar en la discoteca.
También la venganza puede (y debe) ser política. Ken Loach lleva usando su cine para vengarse de Margaret Thatcher desde que ella desmantelara el estado de bienestar británico. Quizás por ello ganó su segunda Palma de Oro por Yo, Daniel Blake en 2016, por la constancia de un cine que es un acto de justicia, de mostrar que décadas después se siguen sufriendo las consecuencias de aquellas políticas y los que las sufren los ciudadanos. Había que contar que ella fue la responsable y que sigue siéndolo.
El arte queda para la posteridad, y estos actos de venganza quedarán escritos, cantados y filmados para siempre, y precisamente por ello fue por lo que Pedro Almodóvar incluyó a Mariano Rajoy en la escena inicial de Madres paralelas, cuando Penélope Cruz e Israel Elejalde comentan que el presidente “se jactaba” de no dar dinero a las víctimas del franquismo. En un país que no quiere recordar, Madres paralelas es un acto de venganza y de memoria histórica, y el propio Almodóvar lo reconoció cuando presentó el filme en Venecia: "El cine nos sobrevive a todos y al menos así estará siempre Rajoy vinculado a esta infamia”.