De aquel estreno de 1971 dijo el periodista y estudioso Pepe Monleón en la revista Triunfo: “Dentro de un teatro tan escasamente imaginativo como el nuestro (…) tan temeroso ante todo lo que no sea repetir lo sabido o ratificar lo predicado, la Yerma constituye uno de los acontecimientos más saludables que uno recuerda (…) Gentes que incluso luego discuten partes del trabajo, se sienten, cuando la representación acaba, obligados a aplaudir y gritar, como si el espectáculo hubiera despertado en ellos zonas adormecidas”. Aquel montaje, que quizá no fuese el más redondo de Espert, como ella ha insinuado en varias ocasiones, sí que supuso un revulsivo, un temblor en los cimientos de un teatro, el español, agotado y caduco. El Lliure retomaba así, con este montaje, la obra que supuso, en cierto modo, el paso a la modernidad en el teatro de este país. Aquel montaje suponía abordar un repertorio prohibido por el franquismo, pero a parte de la valentía política, también suponía una apuesta por otro modo de abordar el teatro tanto a nivel de producción —la obra fue montada con mucho riesgo y de manera independiente por la compañía de la propia Núria Espert— como a nivel artístico: una libertad compositiva mucho mayor con la que comenzaban a tratarse como esenciales aspectos denostados por el teatro canónico y de texto (el espacio, la escenografía o el cuerpo del actor).
Como ven, la maniobra de Martel —la elección de la obra para presentar la línea artística de su dirección en el Lliure— es inteligente. Y arriesgada. Yerma es una obra poco representada, muy leída, hiperestudiada, pero difícil. Si bien en los últimos años se han visto montajes de dos directores veteranos como Juan Pastor o Ernesto Caballero, la Yerma de Lorca se toca poco. Definida por Lorca como poema trágico en tres actos y seis cuadros, esta obra aúna un lenguaje poético y al mismo tiempo popular, bebe en las raíces de la tragedia griega y tiene un tercer acto que se separa del teatro hecho hasta entonces y se abre a territorio ignoto. Martel, para llevar a cabo su plan, ha decidido rodearse de un elenco que recoge la mejor tradición del Lliure y apuestas de gran nivel. Así, el espacio escénico corre a cargo de uno de los grandes del Lliure, Frederic Amat, y la música a cargo nada menos que de Raül Refree (compositor pero también productor y arreglista de artistas como Rosalía, Lee Ranaldo, C. Tangana, la Mala Rodriguez o Silvia Pérez Cruz). María Hervás, una de las actrices del momento (Iphigenia en Vallecas, La jauría) encarna a Yerma, y el resto del reparto recae en un plantel de actores catalanes talentosos y ya bregados como Joan Amargós, David Menéndez, Bàrbara Mestanza, Isabel Rocatti, Yolanda Sey y Marta Ossó.
Bien, todo esto es lo que es recomendable olvidar cuando sube el telón. Nombres, historia, currículos, etc. Hay que cerrar los ojos y ver qué suena. De eso trata el teatro, de ese espacio de encuentro, de transmisión entre actores y público. Y el gran problema de esta propuesta es que el drama no traspasa, no pasa del foso a la platea, y al final la escena se convierte en una cámara sorda.
La obra está llena de ideas, ideas que además sobre el papel y por separado son válidas. El montaje se ha hecho con todo mimo. Por ejemplo, la escenografía de Amat. Un monte de venus hecho de ceniza, estéril, seco, cubierto de unas gasas móviles dibujadas con la estética del artista, es el centro de la obra. Incluso tiene algo de guiño a la escenografía de Puigserver en 1971 que también, aunque suspendida en el aire, se centraba en un núcleo de lona y cuerdas. Si aquel era un núcleo inestable, de tensiones y peligro de caída, este es un oasis yerto, flotante, un espacio lunar, poético y que remite al canto y la nana del no nacido. Una propuesta que es acompañada por Refree con una música de aires populares, suaves, todos cantados a capela y percusionados con el cuerpo de los actores.
Ideas válidas pero que no explotan. La escenografía, que quizá fuera más eficiente en el espacio con el público a tres bandas para el que se ideó en el Lliure que en el espacio a la italiana del María Guerrero, si bien es estéticamente solvente no imprime carácter a la obra quedando demasiado etérea y fría para este drama de honra, tierra, agotamiento y asfixia. Tampoco se hace carne y pueblo la música, elemento sobre el que inteligentemente Martel intenta vertebrar el montaje. Yerma es en cierto sentido una nana, un canto, un poema sin trama, una voz que clama por vivir y se va ahogando. Y la música bien podría aunar la capacidad poética y el raigambre popular del texto. Pero si bien las composiciones son impecables, en escena los bastonazos, las percusiones y las voces parecen más de un teatro de cámara que de un folk popular, expansivo y lleno de vida. Todo va tendiendo en esta obra hacia lo sordo, hacia lo estéticamente bien hecho, pero sin alma, distante, frío, lejano.
Pero el gran desastre, y es necesario decirlo, es la dirección de actores. El texto está tratado con absoluta fidelidad. Pero ninguno de los personajes, ni incluso la vieja interpretada por Isabel Rocatti, por más que lo intenta, tiene fuerza. Todos están desdibujados, hablan pero no tienen acento, viveza, no está el pueblo, no hay energía… y el texto, finalmente, se escapa por el peine del teatro. Incluso los textos maravillosos de Lorca, que son de una imaginería descomunal, que fracturan el realismo del decir del campesino con metáforas, con sorprendentes metonimias, con imposibles sinestesias, no se oyen, no traspasan. El desastre, como no podía ser de otro modo, también se hace presente en la interpretación de Yerma de María Hervás, que intenta despuntar en esa cámara sorda en la que se convierte el escenario gritando demasiado unas veces, dando una cadencia excesiva al texto en vez de retenerlo en el bajo vientre hasta que se le emponzoñe, otras. Queda así una Yerma distante, altisonante, incomprensiblemente displicente en el gesto, que dista mucho de la mujer terrenal e impregnada de la lucha angustiosa que dibujara Lorca.
Y así van pasando escenas, sin pena ni gloria, todas tamizadas por un decir neutro. Incluso la escena de las famosas lavanderas del acto segundo en la que cantan aquello de “¡Ay de la casada seca!, ¡Ay de la que tiene los pechos de arena!”, sigue sin sonar aunque golpeen rítmicamente la ropa. Los diálogos de tensión y distancia entre Juan y Yerma, los de suma carnalidad de Yerma con Víctor, o aquellos en los que despunta el desparpajo de las mujeres del pueblo, son dichos y movidos en escena con la misma poca tensión en cuerpo y palabra.
Más tarde, ya en el tercer acto, llegan dos de las escenas más complicadas de Yerma. Una en la que Yerma visita a una hechicera y otra, la escena final de la romería donde entra el rito y la tragedia. En ambas, Martel opta por enmarcar la propuesta en un mundo más valleinclanesco que andaluz. En la primera propone un juego de sombras cercano al akelarre. En la segunda, siguiendo las palabras del hermano de Lorca, que afirmó que este se inspiró en ciertos ritos precristianos de Asturias de origen dionisiaco, opta por una estética cercana al antroxu (carnaval) u otros ritos del norte de España.
Si bien la escena del akelarre es confusa y no llega a plasmar lo que de misterio parece proponer, el baile del macho y la hembra tiene más fuerza en movimiento y estética. Lorca se inspiró en la romería de un pueblo cercano a Granada y su Fuente Vaqueros, Moclín. La romería gravita en torno a una pintura, El Cristo del Paño, cien mil veces remozada y que sigue despertando un fervor inusitado en aquellas tierras donde se cree que tiene poderes curativos y da fertilidad a aquellas mujeres que lo desean. El hermano de Federico, Francisco, contaba en su libro Federico y su mundo, cómo ese cuadro presidia el dormitorio del poeta cuando era niño, y cómo aquella romería tenía un origen precristiano en el que a los hombres que acompañaban a sus mujeres para que quedaran embarazadas los lugareños les gritaban 'cornudos', explicitando así que en la romería eran los propios mozos quienes propiciaban el milagro. Algo que también se explicita en la misma Yerma donde las mujeres temen ir solas y la ingesta de alcohol es manifiesta. La escena a nivel estético, antropológico e incluso en su ejecución es muy solvente. Pero lamentablemente llega este repunte tras más de una hora donde la energía ha caído en un pozo ya irremontable. Enfila así la obra su final para atacar la tragedia, Yerma asesina a su marido Juan. Acabará la obra con ese horripilante grito de Yerma: “Yo misma he matado a mi hijo”, grita Hervás. Pero el asunto, lamentablemente, no cuaja. Las dramaturgias necesitan de equilibrio, ritmo, compás, algo ausente en esta propuesta donde reina una gelidez envuelta en paños estéticos.
Después de este fiasco, la pregunta de la línea futura del Teatre Lliure es difícil de soslayar. Martel quería recoger la tradición de ese teatro de tratar el repertorio moderno europeo. Pero después de esta Yerma uno se pregunta con qué fin. El teatro, afortunadamente, no son solo ideas ni producciones cuidadas, sino un ruido que suena al unísono en el alma del actor y el espectador. “Me entró un temblor que me sonaron los dientes”, dice Yerma en un momento de la obra. Si esto no se produce, las lecturas sobre la feminidad, sobre el patriarcado, sobre la asfixia del individuo ante el sistema, sobre el poder de Eros y Tánatos en el ser humano, tan relevantes en la obra de Lorca, nunca podrán tener lugar. No parece que esta manera de abordar el repertorio de forma preciosista pero inerte en el cuerpo y alma de los actores sea una buena solución de futuro para el buque insignia del teatro catalán.
En una entrevista publicada en la revista El Público en 1986 con motivo de la reposición de Yerma, Núria Espert recordaba cómo el director Víctor García en 1971 pedía insistentemente a sus actores “más agresividad, más temperatura”. Bien lejos de querer mitificar pasados montajes que ya casi nadie vio, el Lliure podría comenzar por ahí: “Más agresividad, más temperatura”.