Cuando una vuelve, dice, no puede ir por ahí "como una artista": "Siempre serás la hija de alguien". Quizás sea en esa especie de verdad inevitable, de honradez obligada, donde nace su autenticidad.

Hay cosas sobre las que no se puede mentir, y la música de Lorena Álvarez es una de ellas. Durante mucho tiempo persiguió su proyecto artístico viviendo en lugares y países diferentes y, ahora, vuelve al lugar en el que nació. La cantautora asturiana dice con convicción que hay tipos de arte, como el suyo, que ya no necesitan nada de la ciudad. Lorena canta, pero también pinta, dibuja, diseña y crea cosas que se dejan ver, por ejemplo, en las portadas de sus discos. Dice que ni siquiera distingue la música de las demás cosas.

La artista lleva años componiendo y explorando las formas musicales de la fusión entre tradición y contemporaneidad, y la última prueba es la versión del Naino de Manzanita que estrenó recientemente junto a sus rondadores Carlos Aquilué y Víctor Herrero. La presentarán por primera vez este jueves en Madrid y repetirán a lo largo del mes: el próximo sábado en La Cabrera, el 4 de febrero en Alicante y el 12 en Castellón.

Lorena volvió a su pueblo porque “ya no soportaba estar en Madrid ni un segundo más”, confiesa en una entrevista con elDiario.es. En medio del bum cultural de lo rural en el cine y la literatura contemporánea de los últimos años, el retorno de la cantautora asturiana a su tierra podría ser un buen ejemplo de cómo también la música está en los lugares pequeños de España. Ríe mientras se compara con las mujeres a las que mandaban a los Alpes para curarse de histeria, porque en San Antolín de Ibias una también puede sanarse: “Mi sueño era venir hasta aquí y no lo sabía”. 

Tiene más tiempo, más naturaleza, más libertad y más dinero, porque atrás quedan los desorbitados alquileres de la capital. Aunque durante mucho tiempo creyó que, viviendo fuera, se alejaba de “las cosas que pasan", Lorena confiesa con una sonrisa pícara que ya no siente perderse nada de lo que ocurre en la ciudad. “A lo mejor es que me he hecho mayor y ya no quiero las mismas cosas, pero de repente no me siento incomunicada. Pienso en las cosas que pasan en las ciudades y me da pena. La mayor felicidad para mí, ahora mismo, es pasear por el bosque”. 

Volver al pueblo, en su caso, significa mucho más. Lorena Álvarez es una artista que crea desde el entorno, no solo porque en sus letras esté el paisaje, lo identitario y “las cosas más pequeñas”, dice, sino porque siempre sintió una fuerte atracción por volver a la tradición: los instrumentos, los terrenos olvidados, los poemas y las letras, las composiciones, las viejas sonoridades y su reencarnación desde lo contemporáneo. Su último disco lo grabó en los Pirineos junto a una pequeña orquesta “de pulso y púa”, describe Lorena, un grupo de músicos amateur del Val d’Echo (Huesca) que conoció durante su estancia de un mes en una residencia artística, cuyo fin era el de dar a luz un proyecto que bebiera de la cultura de la zona. El pueblo informó de que “una cantante de fuera quería grabar unas canciones” dice Lorena, y podía apuntarse quien quisiera. Lo que nació de allí es algo que todavía puede respirarse. La montaña y el río y los animales, la ronda, la jota, lo cheso, el folclore y los versos de Morente, en un epé de cinco canciones en las que conviven la poesía y la verdad. Aunque, casi siempre, son la misma cosa.

“Hay una estirpe de artistas difíciles de clasificar, porque su obra se resiste a dejarse limitar por una etiqueta. Lorena Álvarez pertenece a esta estirpe”. Así se define la artista en su perfil de Spotify, y es, simplemente, cierto. “Trabajo desde otro sitio, y en ese sitio en el que conecto no hay etiquetas ni estilos. Me dejo guiar por mi intuición”. Lorena no pertenece a ningún género. Cuando se piensa en ella abunda una franca sensación de libertad. A pesar de que es fácil detectar en su obra una forma de neofolclore y un gusto por el retorno y lo popular, en realidad Álvarez no acepta nada como una categoría definitiva. “Suelen relacionarme con el indie, pero no me siento identificada. Son estilos que yo jamás escuché. Nunca he ido a un festival. Muchas guitarras eléctricas, letras completamente anodinas y muy aburridas. Ni me interesa, ni me gusta. Odio el indie”.

Dice que no toca bien la guitarra pero, en la era de la democratización del arte, hay cosas que poco importan. La música de Lorena Álvarez es la música de los escondites abiertos. Las cosas muy pequeñas se abren al mundo. Dejan de existir los secretos, pero al mismo tiempo no queda nada lejos de la intimidad. “Cuando una persona tiene una sensibilidad hacia el arte, gana una parte de fuerza. Puedes sentirte inseguro en muchas cosas, pero esa sensibilidad, siempre sabes que la tienes. Te puedes agarrar a ella”. Y tiene razón. Hallar la belleza en la huerta de su padre, reencontrarse con su abuela a través de un dibujo, pensar a la sombra de un olivo; en Lorena Álvarez, existen las cosas. “Siento que el arte me protege. Me enfrento a las cosas de la vida y de repente, para contarlas, tengo que tomar un poquito de distancia. Un disco es poder verlo desde fuera, donde las cosas ya no te hieren tanto”.

Lorena quería grabar con bandurrias y laúdes. “Son sonidos con mucha tradición pero muy poco usados, porque se suelen relacionar con algo un poco rancio, religioso e incluso político. Hubo un momento en el que dije, ¿por qué, si solo son instrumentos de madera?”. Cuando quiso probar si funcionaban “con otro tipo de música”, Álvarez demostró que sí, y de una manera sublime. Pero en sus canciones hay más que la mera conversación con las sonoridades: hay una forma de relacionarse con el mundo.

“A partir de entonces, empezó mi interés por versionar mis canciones favoritas a través de estos instrumentos y comprobar que no están relacionados solo con ciertas cosas. Estos instrumentos sirven para cualquier estilo musical”. Antes del Naino estuvo Un bacio è troppo poco de Mina, una versión en el italiano original desde una existencia absolutamente distinta. Álvarez dice que no es que versionar sea “importante”, pero le ayuda, aprende. Lo compara con una especie de ‘teléfono roto’ en el que el mensaje cambia mientras la esencia se mantiene. No dice —ni lo pretende— lo mismo que nadie. Allí está la magia.

Escucha a Los Chichos, a Los Chunguitos y a Violeta Parra. Cuenta que se obliga a dosificar el flamenco porque le llega “tan dentro” que termina volviéndose loca. Para recrear el Naino pensó en unos versos de Morente: “Volando de boca en boca / llegó un cante a mi casa / y con la miel que traía / dejó una gota en mi alma”. Cuenta que explican perfectamente lo que ella hace al versionar: “No quiero que las canciones signifiquen exactamente lo mismo. Lo que quiero es hablar de la gota que dejan en mi alma cuando las escucho”.

Sobre el altar de una iglesia, Lorena Álvarez y sus rondadores recitan versos que ya se escucharon; tocan acordes que ya existieron, cuentan historias que vivieron otros tiempos. No hay arreglos ni soniquetes exactos, ni copias ni imitaciones ni pretensiones absurdas. Hay Manzanita, hay Morente y Francisco de Quevedo; hay laúd, bandurria y músicas desdeñadas. Hay voces contemporáneas de la memoria, de la nostalgia y de la eternidad. No todo lo que se fue está olvidado. A veces alguien lo hace revivir.