El Gemäldegalerie, uno de los centros culturales de la conocida Isla de los Museos de Berlín, ha presentado la cita como una ocasión única para rehabilitar la figura del artista de Flandes, cuya biografía “fascina hoy en la misma medida que sus pinturas”. Sobre todo, porque se desconocen muchos de los detalles sobre Van der Goes, que dio un giro en su vida cuando en 1470 ingresó como laico en un monasterio donde creó —precisa el museo en un comunicado— la mayor parte de las pinturas que se conservan actualmente. Al parecer, el artista se vio afectado por una misteriosa enfermedad mental que causaría estupor entre sus compañeros de clausura: Van der Goes creyó que había llegado el momento de abandonar este mundo. Este hecho le confirió, ya en el siglo XIX, la imagen de “genio loco” que le acercaba a otra gran figura de la pintura universal, Vincent Van Gogh.
Ante tal especial ocasión, el Gemäldegalerie se ha empleado a fondo. Algunos melancólicos de la pintura de Monforte de Lemos (que permaneció en la localidad lucense hasta su salida, en 1913) han podido observar en primera persona el altar en estos años. Pero, en esta ocasión, tanto La adoración de los magos como Natividad se presentarán restaurados tras más de una década de intervenciones. A las dos obras estrella, se unirá La muerte de la Virgen, que abandonará por primera vez el museo Groeninge de Brujas (Bélgica) para participar en el aniversario de Van der Goes.
Se dice que la vida de Hugo van der Goes transcurrió entre dos extremos, los mismos que logró expresar con detalle en sus pinturas: una alegría sobrehumana, casi celestial, y un profundo dolor terrenal. Quizá por ello, su obra maestra se trajo a Galicia una historia desdichada, casi rocambolesca. El cardenal Rodrigo de Castro, fundador del imponente Colegio Nuestra Señora de la Antigua a finales del siglo XVI, compró para la institución de Monforte de Lemos una pintura de grandes dimensiones. Su carácter viajero hace pensar que fue el propio religioso quien se encargó, en algún país europeo, de la compra de La adoración de los magos, una pieza de dos metros y medio de largo por uno y medio de alto, que pertenecía a un políptico aún más voluminoso.
En una oscura capilla de la iglesia del colegio —que el cardenal cedió a los jesuitas—, habitó la obra sin mayor novedad durante un par de siglos. Hasta que, en 1809, la Guerra de la Independencia llevó las tropas francesas a Monforte, como a toda Galicia. “Los franceses arrancaron y expoliaron las puertas laterales del políptico; sabemos que fueron ellos porque hay un catálogo previo a la invasión donde aparecen los cuadros pequeños que, unos años más tarde, ya no están”. Así lo precisa Margarita Rodríguez Otero, cronista de Monforte, quien conoce a la perfección un relato que forma parte de la memoria colectiva de la localidad. Afortunadamente, el cuadro de “Los magos” pasaría inadvertido para los soldados de Bonaparte, incapaces quizá de ver el negocio de sacar de allí una pintura de tan generosas medidas.
Las circunstancias del Colegio de la Compañía, institución educativa capital para toda la comarca, se agravaron con el decreto desamortizador de los bienes de la Iglesia en 1835. De ahí que el edificio renacentista —cuyo uso pasaría a manos de la orden de los Escolapios, bajo la tutela de la Casa de Alba— cruzaría el siglo XX en un estado lamentable. Para corregir el deterioro, a sus nuevos moradores no se les ocurrió mejor idea que buscar entre las instalaciones algo de valor, alguna pieza cuya venta aportara los fondos necesarios para restaurar y terminar la obra que el cardenal nunca llegó a concluir. Vender La adoración de los magos no hubiera generado mayor controversia de no tratarse de una obra maestra finalmente atribuida a la mano de Hugo van der Goes. Tampoco si se ignora un pequeño detalle “casi” sin importancia: Rodrigo de Castro había declarado inalienable la colección de obras que, en el ya lejano siglo XVI, había donado al Colegio de la Compañía.
La controversia derivada de los planes para enajenar el cuadro no solo llegó, sino que se fue acrecentando en la medida que la partida de la valiosa pintura de Van der Goes parecía cada vez más cercana. En realidad, la venta se produjo con la absoluta connivencia de las autoridades. O, por ser más precisos, de una autoridad en concreto. Cuando ostentaba el cargo de ministro de Instrucción Pública, Álvaro Figueroa y Torres, conde de Romanones, recibió una oferta para que la pintura se quedara en España… pero se desentendió de la compra, a pesar de que el precio era la mitad de lo que el comprador acabaría pagando por ella. Su sucesor en el cargo —el caso no hacía sino dilatarse— fue algo más beligerante con la salida de la obra maestra, pero no lo suficiente. El conde de Romanones, que iba escalando posiciones en el Gobierno, abrió la puerta definitiva a la salida de La adoración de los magos, al dejar la decisión en manos del Colegio de la Compañía, convirtiéndose en una especie de “mano negra” para los intereses de los vecinos de Monforte.
En medio de una fenomenal polvareda, registrada en los medios de la época, los responsables del Colegio de la Compañía deciden comunicar públicamente la principal razón que hace necesaria la venta: el edificio, clave en la enseñanza para los pueblos de toda la zona, se encuentra al borde de la ruina. En una carta pública, el rector juega hábilmente con la figura del fundador, Rodrigo de Castro, y su expreso deseo de que ningún objeto de valor abandone el colegio. Si el cardenal viviera —argumentaba el responsable— y tuviera que elegir entre la labor educativa del centro y su futuro, y la pintura de Van der Goes, también optaría por deshacerse del cuadro. Lástima que la hipótesis nunca pudiera llegar a confirmarse. Lo más controvertido del caso es que, cuando se habla de la futura venta —corre el año 1913—, en realidad, ya existía un acuerdo comercial con un cliente de relumbrón: el Gobierno de Alemania.
La Adoración de los Magos se convertiría en un regalo de lujo para el káiser Guillermo II, el último emperador germano, a cambio de la nada despreciable suma de 1.262.800 pesetas. El acuerdo se zanjó en una subasta supuestamente pública, un acto en el que, en realidad, estaban vetados los periodistas y solo se admitió la presencia de un postor, el propio Gobierno alemán.
A las puertas de consumarse el escándalo, hubo un último intento por impedir la marcha de la pintura. Intelectuales de la talla del escultor Mariano Benlliure, la escritora Emilia Pardo Bazán o el pintor Joaquín Sorolla impulsaron una gran suscripción popular para recaudar la misma cantidad que los alemanes ofrecían por el retablo. Lo que no imaginaban los ilustres ideólogos de la colecta pública es que la idea sería un rotundo y absoluto fracaso: la salvación de La Adoración de los magos apenas conseguiría recaudar el diez por ciento del objetivo. Incluso el diario The New York Times se haría eco del frustrado intento, poniendo el acento en un hecho que subrayaba lo ridículo del caso: “La protesta contra su venta fue apoyada por una suscripción pública para comprarla, reuniendo varios miles de dólares, que ahora deberán ser devueltos a los suscriptores”.
Aquí en España, José Martínez Ruiz 'Azorín' fue el encargado de sacar punta a la grotesca venta. Desde el diario La Vanguardia, el periodista acusó a la sociedad española de carecer de la más mínima noción de arte, a la vista del resultado de la colecta: “Se dice que todo este movimiento es consolador, porque indica un despertar de la conciencia artística, un renacimiento estético. No vemos tal conciencia por ninguna parte. Hechos y no palabras”. La crítica de Azorín no quedaba ahí; el articulista censuraba igualmente la fijación del país con una pintura extranjera, argumentando que el Museo del Prado conservaba obras de una valía mucho mayor. Obviaba Azorín que La Adoración de los magos era una de las escasas obras de Van der Goes que se conocían, y que pronto cruzaría las fronteras españolas para no regresar jamás.
Fracasados todos los intentos por frenar el fatídico viaje, los Escolapios eligieron la discreción de la noche del 18 de diciembre de 1913 para sacar —a escondidas— la pintura de la capilla del Colegio de la Compañía. La obra llegaría en tren hasta el puerto de Vigo, donde el vapor Cap Vilano la conduciría hasta Hamburgo, escala previa de Berlín, su morada actual. A modo de consolación —y como estaba redactado en el contrato— el Gobierno alemán envió a Galicia a un funcionario con una copia exacta de la pintura bajo el brazo, aunque hubo que esperar hasta el final de la Gran Guerra. Han transcurrido exactamente 110 años de unos hechos desafortunadamente populares en Monforte de Lemos. Y es ahora cuando Berlín celebra la adquisición del retablo, con el primer homenaje a su autor. Seguramente, el enigmático Hugo van der Goes nunca hubiera imaginado tal desenlace, ni en la peor las pesadillas causadas por su enfermedad mental.