“Los museos y las instituciones no acogen a la infancia, sino que la infancia tiene que adaptarse a esos espacios, cuando, en realidad, las infancias y su hacer principal, que es el juego, es un acto en sí mismo que debe ser mirado. Incluso es algo en lo que deberíamos poder fijarnos las adultas e ir hacia ahí", dice Camena Camacho Cordovez, desarrolladora junto a Carolina Bustamante Gutiérrez del proyecto Savia en el departamento de educación del Museo Reina Sofía.
"Nosotras decimos que el juego es político, que hay que cambiar la estructura de este tipo de espacios institucionales, para que se mire hacia el juego y hacia las infancias como otras formas de participar, como formas reales de ser y estar en el museo, y no como seres que deben limitarse o cambiar para poder ser parte de él”, explica.
Camena y Carolina conforman La Parcería Infancia y Familia. Se definen como madres migrantes, creadoras y mediadoras artísticas y culturales en torno a dos líneas de investigación que les atraviesan afectivamente: la crítica anticolonial y el antirracismo; y la maternidad, la infancia y el juego desde una dimensión política y pública. “El juego es un acto que en realidad las adultas pierden. Los espacios institucionales son adultocentristas, es muy difícil volver a tener en ellos espacios de juego, y en realidad el museo es un lugar donde justo se podría abrir un campo a eso. Los adultos que llegan al museo lo siguen haciendo desde la performance o la creación, es un lugar en el que poder volver a cambiar algunos códigos de la fantasía, pero se sigue pensando que la infancia es una etapa inacabada, y que la adulta es el modelo al que la infancia debe llegar, la adulta debe moldear a la infancia”, explica Camacho.
Después de las cometas, hemos seguido recorriendo las salas del llamado Episodio 8: “Éxodo y vida en común”. Mi hijo se va directo a todos los videos y se pone los auriculares, se sienta a escucharlos un poco y de ahí se va a observar un panel de fotos que cubre una pared o la instalación de una especie de armario con pantallas e imágenes que hablan de los desahucios. De pronto, necesita ir al baño que, por suerte, es accesible para él. Pasamos por delante del jardín y quiere salir. Y sin que me dé tiempo a impedirlo se ha trepado al Pájaro Lunar, una escultura de Miró. Cuando le pido que se baje se va corriendo a una obra que tiene espejos que deforman la imagen, es el Pabellón Daca, de Dan Graham, frente a ella juega a poner posturas y enseguida se lanza hacia la fuente, sin agua, que hay en un lado del patio, y se mete dentro, da saltos, se estira. Recuerdo lo que cuenta Camena: necesita jugar, y estas obras del jardín, se lo permiten.
“Hay una construcción biopolítica en toda la forma en la que se presentan las obras, en el mobiliario, que no incluye a la infancia. Tampoco las narrativas, la forma de contarlo, los tiene en cuenta. Se trata de volver a poner a la infancia y al juego en el centro, y eso implica un cambio estructural en muchísimas cosas de la institución tal como es ahora mismo”, sostiene la educadora cultural.
Por suerte al salir del jardín damos con una exposición en la que podemos dar cuerda a unas cajas de música y en la que unas alfombras tienen el dibujo de una partitura musical. La vigilante nos explica que podemos descalzarnos y caminar sobre ellas, o, como ha decidido hacer mi hijo, tumbarnos y rodar por ellas.
El domingo siguiente nos vamos al Prado. Ya hemos estado algunas veces en el museo, y antes de las visitas elegía en casa unas cuantas obras para ir a tiro hecho y que mi hijo no se agotara enseguida. Esta vez, nos dejamos llevar. Empezamos en la sala de El Bosco, y se queda un buen rato delante de El jardín de las delicias: busca criaturas extrañas, animales, me dice que hay una especie de Triceratops. Pasea por la sala y le llaman la atención una cara que sale de la ventana de una casa y un pájaro volador en Las Tentaciones de San Antonio Abad. Saco la botella del agua y enseguida una vigilante me advierte de que no puedo abrirla ahí, le pregunto qué hacemos si tenemos sed, y me pide que busque salas con bancos centrales donde poder hacerlo.
Me acuerdo del Museo de Bellas Artes de Amberes que ha estado once años cerrado para realizar una remodelación arquitectónica importante. En su apertura ha incluido diez instalaciones escultóricas del artista visual Christophe Coppens para llamar la atención de niños y niñas de entre seis y doce años. Cada una está hecha a partir de detalles de los cuadros expuestos en las salas. En una hay unos dromedarios, a los que se pueden subir los niños, inspirados en los que aparecen en La adoración de los reyes magos de Rubens que está en la misma sala. Otras son una mosca gigante, una mano móvil enorme, o una calavera. Intentos por atrapar la atención de los más pequeños y, tal vez, de contenerlos.
“A mí me parece que es necesaria cualquier acción que acerque a la infancia, pero seguimos asociando la infancia con personas a las que tenemos que darles una especie de atracción, casi siempre se asocia que hay que hacer algo relacionado con el cuerpo, con el movimiento. La infancia sigue siendo ese colectivo que grita, que se mueve mucho y lamentablemente terminamos haciendo cosas que se acercan más a un parque de atracciones”, reflexiona Camena Camacho. “Creo que suele haber este tipo de acciones porque se entiende a la infancia y a lo lúdico muy desde el correr, gritar y desde el cuerpo de una forma muy expresiva que rompe con el espacio. Y se pueden plantear otras propuestas que no supongan desconectarnos con el cuerpo, como por otra parte sí hemos hecho las adultas, y que al mismo tiempo inviten a los niños y niñas más a la reflexión, a la meditación, al encuentro con el otro. Eso pasa por entender a la infancia con sus infinitas posibilidades, con un pensamiento crítico muy profundo y una capacidad de escucha, de presencia y de entrega muy fuerte. Otro tipo de propuestas deben ir de la mano de programas que investiguen un poco más a la infancia como esa cosa infinita que es”, añade Camacho.
En nuestra visita al Prado, en las salas contiguas a El Bosco, mi hijo se ha quedado impactado con la imagen de Jesucristo en la cruz, y me pregunta por qué está así, dice que no le gusta. Subimos a la primera planta y se queda clavado ante la cabeza decapitada de San Juan Bautista. Esas imágenes sufrientes, de hombres crucificados o masacrados le perturban. Salimos a la galería central, y entonces se alegra cuando reconoce las mesas gemelas enormes de alabastro, mármol y lapislázuli que parecen llenas de piedras preciosas, las ha visto otras veces. Lo que a él le gusta son los cuatro leones que tienen debajo y que apoyan sus patas en bolas de mármol. Leo la cartela y le cuento que Velázquez, un pintor importante, encargó 12 leones de bronce en un viaje a Roma hace cientos de años. A mi hijo le apasionan los animales y en El Prado va buscándolos: se fija en un guacamayo y en un mono que coge frutas en un cuadro de Rubens, en una escultura con varias águilas o en una obra de Tiziano en la que el gigante Ticio está siendo devorado por dos buitres. Le gusta el San Jorge aplastando a un dragón, y las esculturas romanas de un toro y de un jabalí en la galería de cristal.
“Yo creo que los niños tienen que tener una experiencia mucho más directa sobre lo que es la corporeidad de la obra de arte", afirma Jose María Lassalle, director del Foro de Humanismo Tecnológico en ESADE y profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pontificia de Comillas. Lasalle reflexiona sobre la necesaria reinvención de los museos para ir más allá de los departamentos de educación. "Hay que compensar la tensión que provocan las pantallas con la aproximación al cuadro como una nueva experiencia que le haga recuperar la fuerza de esa sensibilidad conectada con lo corpóreo. Y eso implica un replanteamiento de los espacios de los museos, de cómo los niños deben convivir con la obra de arte”, explica.
En nuestro periplo por el Prado hemos llegado a la sala de Las Meninas, que siempre me produce tensión porque siento que quienes vigilan la sala no nos quitan ojo. Animo a mi hijo, que ya quiere irse del museo, a elegir un caballo entre todos los cuadros, y se decide enseguida por el que monta un niño, el Príncipe Baltasar Carlos. Las Meninas no le interesan mucho, le propongo buscar qué está pintando el pintor, nos fijamos en las niñas, el perro…y entonces una vigilante se acerca rápidamente con aspavientos para llamar la atención a un niño que agita una chaqueta vaquera en el aire, a tres metros del cuadro.
Me hace recordar aquella vez, cuando mi hijo tenía apenas tres años, que fuimos al Reina Sofía a ver una performance de La Ribot programada en las salas del museo. La coreógrafa se apoyaba en la pared, desnuda, con un cartel en el pecho que decía “Se vende”. Un grupo de unas cuarenta personas observábamos alrededor, en círculo, en silencio. Mi hijo caminaba despacio por la sala. Vi cómo el vigilante buscaba a una adulta responsable, yo me hice la loca y entonces él rompió el silencio de la performance y dijo en voz alta: “A ver, este niño, que está molestando”. La Ribot, inmóvil en la pared, contestó: “El niño no molesta, molesta usted”. La reacción de la artista me pareció una maravilla, pero nos fuimos enseguida del museo y, una vez más, me sentí expulsada de una institución cultural por ir con un niño, que es visto como una amenaza en lugar de una persona que tiene derecho a estar en ese espacio.
“Se ve al peque como ese ser sin límites que va a ir corriendo y tirando todo. Y yo creo que más bien es porque el mundo no está construido ni está mirando a su altura, por lo que a veces, sí, se tienen que subir a una mesa y entonces tiran un vaso de café sin querer porque les queda muy grande todo. Por tanto, no se trata tanto de hacer esos proyectos donde se les sigue encasillando, se les ofrece una sala en la que vas a jugar, subir, bajar, tirarte, hacer ruido, en esta sala te lo permito, y fuera no. Sino realmente mirar a la infancia con todas sus posibilidades, como casi un referente artístico”, explica la educadora Camena Camacho.
En esa línea, José María Lassalle, ex secretario de Estado de Cultura con el Partido Popular, habla de revisar cómo se presentan las obras a la infancia: “Los museos deben ser experiencias vinculadas al mundo de los cuidados y de la hospitalidad cívica y, por lo tanto, deben aproximarse no tanto al ocio vinculado al turismo, sino más a la festividad o la experiencia de lo que representa un mundo hospitalario. Con festividad me refiero a fiesta, a una vivencia experiencial distinta, donde el niño es el protagonista. Hace falta ir revisitando esa lógica de desplegar todo el museo a través de las paredes”, explica Lassalle.
Completamos nuestro mes de los museos con una visita al Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Aquí hay que dejar la botella de agua en el guardarropa y mi hijo me pide “beber el último trago” como si fuéramos a adentrarnos en el desierto. Enseguida va directo hacia un cuadro enorme al fondo del vestíbulo. “Son dioses”, me dice, “están en las nubes, viven ahí”. Tiene razón: es El paraíso, de Tintoretto. La trabajadora que nos pide la entrada nos recomienda ir a la primera planta, piensa que el arte del siglo XX le puede resultar más atractivo a un niño. Y acierta. Las obras de Chagall, Juan Gris, Léger, Dalí o Picasso atrapan su atención, se explaya explicándolas y me pide que les haga fotos para verlas luego en el bus (algo que en el Thyssen sí podemos, en el Prado no).
En las salas vuelve a buscar animales: en un Kandinsky llamado Tres manchas, él ve claramente una tortuga. Las naturalezas muertas, para él, son un montón de tesoros, que así es como llama a las múltiples cosas que recoge cada día por la calle, y va guardando en los bolsillos: piedras, trozos de plástico, castañas, gomas… necesita vincular lo que ve, con su experiencia, con su construcción del mundo.
Para ir a visitar un museo con un niño de 7 años hay que tener energía. Yo necesito haberlo hablado antes con él, porque niños y niñas necesitan seguridad, y estar atenta a sus reacciones durante la visita. Me propongo guiar pero no imponer, hacer preguntas, y escuchar. Y además de todo eso tengo que vigilar a quién nos vigila, adelantarme para que no nos llamen la atención, para que la visita no se quede en un corte de rollo. Yo acabo agotada, sobre todo en el Prado, donde el espacio, la cantidad de gente, la acústica o el tipo de obras, o todo a la vez, hacen que desde que entramos, él esté pensando en salir.
De la infancia se puede escuchar perfectamente “que no entren niños”, dice Camena Camacho, “pero nunca escucharías decir 'que no entren personas en sillas de ruedas', porque hay políticas que cambian la institución para que todos los cuerpos puedan acceder", afirma. "No se trata de darle un espacio a las infancias cerrado donde ellas y las adultas que acompañamos seguimos estando fuera de un lugar intelectual y social, sino cambiar esos centros de creación donde la vida debería estar presente en todas sus facetas. Si realmente se quiere incluir a las infancias y a las adultas que crían como participantes activos, tiene que haber un cambio estructural. Empezar por una pequeña cosa, como una sala donde los cuadros estén un poquito más abajo o donde haya menos obras, esos serían pequeños gestos que dialogan con otras formas de visitar ese espacio del museo".
De vuelta a casa vamos viendo los cuadros del Thyssen en el móvil en el bus. Yo voy pensando en el sofá y mi hijo me cuenta que ese museo le ha gustado, “porque tiene cuadros extraños, que no había visto nunca, como el de la mujer que abrazaba a un pájaro y ese de mucha gente desde arriba”. El Prado, me dice “no me gusta tanto porque es demasiado grande”. En cambio, “el Reina Sofía es más pequeño, a ese quiero volver otro día, a tumbarme en las alfombras”.