Olga ensaya la última obra de su adorado Chéjov, obra que un año antes estrenó con gran éxito en el Teatro de Arte de Moscú bajo la dirección de Konstantín Stanislavski, el padre del sacrosanto método de actuación teatral que dominaría el mundo. La acción transcurre en un gélido 9 de enero de 1905, el zar Nicolás II ha ordenado a sus tropas aplastar salvajemente una manifestación de obreros en Moscú pidiendo mejoras laborales. Más de dos mil muertos entre mujeres, hombres y niños. El divorcio entre el pueblo ruso y el zar será ya perpetuo desde aquel día. Al ensayo tan solo llegan otros dos actores, Aleko y Masha, el resto del elenco no se sabe dónde está, se teme que quizá estén muertos. Estamos dentro del teatro de cámara moscovita, del culmen del teatro del siglo XIX. No puede haber momento más teatral. Ese fue el momento que Calderón eligió para elaborar su primera obra que es, al mismo tiempo, un canto al teatro y la actuación y un arma de destrucción masiva contra el canon teatral y el teatro ensimismado y alejado de la realidad social y política.
Hoy Calderón es conocido en nuestro país. El año pasado, por ejemplo, dirigió su obra Dragón en el Centro Dramático Nacional y estrenó junto con su homónimo uruguayo, Gabriel Calderón, Constante en el Festival de Almagro. Pero si bien con Neva recorrió medio mundo, la obra pasó de manera inadvertida por nuestro país. Después tan solo se ha remontado una sola vez en España dirigida por José Bornás. Es una obra difícil, que requiere de unas técnicas de actuación y una capacidad de análisis dramatúrgico nada desdeñables. Y es que el objetivo de Neva no es revisitar una de las épocas y los autores más admirados de la historia del teatro, sino replantearse hasta los cimientos qué es el arte teatral.
El registro actoral es el propio de una obra de Chéjov, pero ciertos aspectos van alertando al espectador que se trata de otra cosa. Olga (Julia González Enríquez) habla a Aleko (David Hernández Vargas), le cuenta su miedo a no poder interpretar. Pero Aleko le mira sin respuesta emotiva alguna. Olga habla de su sentimiento de imposibilidad, de su miedo al fracaso, de su asco hacia la sociedad teatral que la adula, de su necesidad de ser querida al mismo tiempo. Aleko, sin embargo, no mueve un músculo, su mirada por no ser no es ni gélida ¿Qué pasa, por qué no reacciona, estamos en un teatro de cámara o es otra cosa?
“El público entra en una obra “a lo Chévoj”, se siguen los parámetros que uno relaciona con el teatro del ruso. Me parecía fundamental comenzar en ese registro para poder romper esa misma manera de actuar”, explica Jorge Sánchez a este periódico. “Calderón propone ese registro para luego comenzar a cuestionarlo. Va introduciendo dinámicas y estructuras que van en contra de ese código. Los personajes se rompen, aparecen tres o cuatro capas de ficción e interpretación diferentes que van de un extremo al otro sin que haya tiempo de búsquedas psicológicas por parte del actor”, continúa explicando sobre esta obra en la que los actores van pasando in crescendo por varios planos de realidad y ficción. Están los diálogos entre los actores y los propios textos de las obras de Chéjov que se representan. Pero Calderón empuja un poco más y hace que los actores finjan entre ellos, cuando parece que los personajes están confesando con honestidad sentimientos íntimos a sus compañeros realmente siguen actuando para demostrar lo buenos que son. El público comienza a no saber qué es verdad y qué es fingido.
Y en un momento los actores deciden representar la muerte del gran autor ruso. Olga quiere rememorar la muerte de su amado esposo para recobrar esa emoción sin la que no puede actuar. Aleko interpreta a Chéjov enfermo. Chéjov se ahoga, tuberculoso, moribundo, comienza a delirar y cuando delira (es decir cuando un actor interpreta a otro actor que interpreta cómo debió delirar Chévoj) tiene visiones premonitorias. Chéjov vislumbra el hambre, la llegada de la Revolución Rusa, ve un hombre calvo, un nuevo césar, llegando victorioso a la estación de Finlandia en Petrogrado (el propio Lenin), ve al Rio Nevá lleno de sangre, ve los deportados a Siberia y las manos ensangrentadas de Stalin. “Es imposible tratar de hacer esta obra respondiendo a una actuación basada en lo psicológico o lo introspectivo como plantea Stanislavski en su método. Porque eso es exactamente lo que se pone en cuestión. El trabajo que he intentado hacer con los actores se basa en buscar dinámicas vinculadas con el presente escénico y el juego actoral. Ya no se trata de construir un personaje, sino de estar en escena, de un presente teatral”, explica Sánchez sobre este método de actuar que, aunque tenga ya más de cien años, sigue dominando la manera de abordar el teatro en la mayoría de obras que hoy se hacen. Pero Neva no solo ataca la tradición teatral, sino a la propia tradición como impedimento para avanzar ya sea teatral o políticamente.
La obra se estrenó el 26 de octubre de 2006 en Chile. En el fondo del Centro Cultural Mori de la ciudad de Santiago resonaban tambores de guerra, tambores de una sociedad que no conseguía desembarazarse de la larga sombra de la dictadura chilena. Chile comenzaba a levantarse. La inclusión de la Revolución Rusa en la obra no es tan solo histórica. En la obra, Masha (Marta Cuenca) comienza a enfrentarse con Olga y Aleko. No entiende su visión del arte por el arte, su amor incondicional por el teatro. La obra ahí comienza a partirse. Cuando Masha anuncia a Olga que un socialista revolucionario ha matado el ministro Vyacheslav von Plehve, la actriz afirma: “Era el jefe de la policía secreta y un antisemita, que se lo coman los perros”. En Chile, esa frase en el año 2006 tuvo que resonar de un modo contundente. A partir de ahí, la realidad política no dejará de romper la burbuja teatral en la que viven los personajes. Se hablará de teatro, se interpretará, pero a cada tramo la realidad sobre el presente político irá rompiendo ese mundo cerrado e irá, al mismo tiempo, demostrando lo ridículo de las vicisitudes artísticas de estos tres actores.
Llegará un monólogo final de Masha brutal: “Podría comenzar por quemar este teatro, me gustaría verlo arder y con él la arrogancia, la vanidad. Odio el amor del teatro, sus gestos falsos, su clase, su sorna, sus pretensiones. Me ahoga, Olga (…) ¿Quieres llorar? Anda a trabajar en una fábrica como lo hacen los niños y sécate los pulmones con hollín de carbón. Pero no me vengas a decir que en el escenario se sufre. Porque no se sufre. Se sufre en la vida. Odio al público, estos simplones que vienen a entretenerse mientras el mundo se acaba. Vienen a buscar cultura, a suspirar. Les debería dar vergüenza. Les deberían entregar la plata a los pobres. Hay gente muriéndose de hambre, a los niños se les caen los dientes de leche y no les salen más. Actores de mierda, vanidosos, se creen artistas pero son fantasmas, zapallos, muñecas”.
El monólogo, verdadero cóctel molotov al teatro burgués, es mucho más extenso y está estupendamente interpretado por Marta Cuenca. Pero, ¿cómo resuena hoy, en el momento político que está viviendo Europa y, en concreto, España? Su director, Jorge Sánchez, afirma que esa es una de las razones que le llevo a montar la obra: “Creo que la obra cuestiona cómo nos comprometemos con lo que pasa en la sociedad actual, que no es 1905 en Rusia, ni la revuelta de estudiantes en Chile intentando cambiar un régimen pseudodictatorial. Estamos en España. Después de 2015, que fue un momento donde parecía que era posible generar un nuevo sistema político, parecemos asentados en un vacío. La obra pone todo esto en contraste. Sabemos que esos conflictos sociales que relata la obra no están tan lejos en nuestro presente. Miserias muy cerca de nosotros, una guerra en Europa que estamos financiando, dictaduras que seguimos apoyando, ¿y qué hacemos ante eso?”.
Sánchez explica que su trabajo “ha intentado no conceder ni una, ni tampoco abrigarse en la tendencia del agrado o la pedagogía que tanto impera en el teatro actual", dice. "Buscamos que suceda algo con el público, trabajar para que él también trabaje, para que el teatro sea puro presente, puro suceso escénico”, añade.
Jorge Sánchez, que llegó a España en 2003 con una maravilla de obra llamada La masa neutra, no ha dejado en todos estos años de ir empujando un teatro poco explorado en este país. Sus propuestas son netamente teatrales, basadas en la actuación, pero es hijo teatral de Ricardo Bartis, hermano de Federico León y Beatriz Catani. Esa generación del teatro argentino que abrió el camino a nombres que hoy triunfan en España como Pablo Messiez o Claudio Tolcachir. Además, Sánchez nunca se espectacularizó como otras corrientes del llamado 'nuevo teatro argentino'. Ahora, Sánchez se ha hecho con una joya del teatro latinoamericano, un clásico moderno, Neva, con el que hincar el diente a ese teatro que tanto cuesta en este país porque está entre dos aguas. No es ni teatro de texto, ni teatro moderno ni posdramático ni performativo. Y al mismo tiempo es todos. Y quizá lo más asombroso de Neva es el equilibrio que realiza Sánchez para ir transitando con el actor todos esos registros y conseguir, así, poner el cerebro del espectador a pleno rendimiento.
La obra forma parte del VIII Ciclo de Teatro Argentino organizado por el Umbral de primavera, en Madrid. Un buen ciclo del que forma parte una potente dramaturga y actriz como Mariana de la Mata, o nuevas propuestas por descubrir como Las cuerdas de Ana Schimelman. Neva podrá verse dentro del ciclo el 10 y 17 de febrero. El teatro ha decidido prorrogar la obra en marzo los días 10, 17 y 24. Además, Jorge Sánchez estará dirigiendo este mes de febrero otra obra en el madrileño Teatro del Barrio, Señor B.