Toda la belleza del mundo podría haberse titulado El divorcio de la ambición. Porque sobre todas las cosas, este libro –que acaba de publicarse en EEUU y todavía no ha sido traducido al castellano– es un llamamiento a la renuncia. Patrick trabajaba en la revista The New Yorker como planificador de eventos y decidió abandonarla. Un buen día, visitó con su madre el Museo de Arte de Filadelfia y la vio llorar ante una Pietà. Parece que fue en ese momento cuando lo vio claro: quizá debería convertirse en vigilante del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (MET). Le atrajo la idea de hacer algo sencillo, honesto y útil. Algo como proteger “algunas de las cosas más hermosas que ha hecho el ser humano”, escribe el autor.
Bringley necesitaba parar. Estaba exhausto y en las salas se descubrió en paz, con la mente vacía. “Mi corazón se está rompiendo y tengo muchas ganas de quedarme quieto por un tiempo”, narra. Tal y como lo cuenta, no fue difícil sumarse al pelotón de unos 600 empleados que trabajan custodiando la colección del museo más visitado de Nueva York (con casi siete millones de visitantes anuales, el doble que el Museo del Prado, por ejemplo). Es muy interesante cómo describe un grupo de trabajadores tan diverso, llegados de todas las partes del mundo, frente a sus compañeros del New Yorker, recién graduados en escuelas privadas de élite.
Le parecía que todo encajaba. Acababa de aterrizar en uno de los empleos más aburridos e inspiradores, como reconoce el autor de estas memorias. “Me he rendido al movimiento de tortuga del tiempo de un vigilante”, escribe.
Su jornada laboral en el museo era sencilla. Consistía en mantener los ojos bien abiertos. “Me invadió una ola de libertad”, dice. Y su mente quieta empezó a divagar. Había días que contaba las figuras pintadas en los cuadros de la sección de los Antiguos Maestros. Sumó 8.496 personajes en aquel momento, repartidos en 596 pinturas. Es un ejercicio que desvela la cantidad de tiempo con la que contó en el desempeño de sus labores. Y, entre tanto tiempo para pensar, otro consejo: no importa tanto aprender sobre el arte, como aprender del arte.
En las pinturas de Georgia O’Keeffe encontró una explicación al trayecto que había iniciado: “A veces necesitamos permiso para detenernos y adorar. Una obra de arte nos lo permite”. Permiso para abandonar, para detenerse. Dice que experimentó una sensación similar a la del viajero solitario en una ciudad extranjera. El exvigilante se disolvía en su entorno, en silencio, con todo el tiempo para disfrutar de ese tránsito.
El arte no es el protagonista de este libro. El tiempo, sí. Y también lo que estarías dispuesto a hacer para conquistarlo como trabajador. Ansía huir del mundo en movimiento e instalarse en la quietud. Al menos, temporalmente, para recuperarse. El tiempo, relata, funciona de manera diferente cuando eres un visitante que cuando eres guardia. Parece evidente. Patrick estaba feliz de tener tanto tiempo para sumergirse en ese lugar inagotable y establecer una relación más profunda. Sobre todo en el área de los maestros antiguos, porque allí encontraba “tristeza” y “belleza”. “Luminosamente tristes”, las describe. Estas salas le recordaban a la atmósfera de las habitaciones de hospital. “Había algo muy consolador en eso”, asegura.
Hay una obra que se repite como una referencia privada, La cosecha, pintada en 1565 por Pieter Brueghel el Viejo. Una tabla de más de un metro de alto y casi 1,70 metros de ancho, incluida en una serie que representa el ciclo de los meses del año. La sexta tabla, correspondiente a abril y mayo, está hoy perdida. La del MET que tanto miraba Patrick Bringley representa el verano (agosto y septiembre) y los protagonistas son los campesinos en plena labor de siega del campo. Bringley vio en esta pintura, y en otras, una ventana que rajaba la pared para mirar otro mundo.
Esto es incapaz de apreciarlo el turista, porque se dedica a “galopar” por el museo. Ese verbo es el que usa el antiguo vigilante cuando les ve cumpliendo con su trayecto para ver el inmenso lienzo de casi cuatro metros de alto por casi siete de ancho, en el que Emanuel Gottlieb pintó en 1851 a Washington cruzando el Delaware. Y, claro, el Templo de Dendur, del siglo XV a.C., dedicado a la diosa egipcia Isis. Un día detuvo a un joven que trató de escalar una estatua de Venus. Él miró la escultura, le faltaban la cabeza y los brazos. Miró a su alrededor y dijo: “Así que todas estas cosas rotas, ¿se rompieron aquí?”.
Bringley recomienda perderse. Vagar sin guías por las salas de los museos. Deshazte de lo que sea que hayas llevado al museo. Por supuesto, tus prejuicios. Y siéntete pequeño contemplando los bienes de Egipto, Mesopotamia o Roma. Ese es el mejor consejo de este libro. Quiere que confíes a ciegas en el museo y en la belleza que conserva, sin preguntarte nada más. Esta entrega contrasta con otra publicación: Falsificadores ilustres, escrito por el periodista e historiador del arte, Harry Bellet, que acaba de publicar en España la editorial Elba. El ensayo arranca con Thomas Hoving, antiguo director del MET, declarando en 1997 que el 40% de las obras que se exponen en el museo eran falsificaciones o mal atribuidas. Bellet se pregunta si Hoving no se quedó corto. Entonces, ¿podemos confiar nuestra paz a los museos tan alegremente?
El lector pasea por el museo que no se ve, tan grande como el que está a la vista. El MET contiene más de dos millones de bienes artísticos, pero solo se muestra una fracción. Y descubre los dolores y calambres en las piernas, que el suelo de la sección de pintores europeos es de madera blanda y la antigua Grecia y Roma en un mármol implacable.
También menciona los 80 dólares anuales que reciben los vigilantes para comprar calcetines o los nueve pares de zapatos que gastó durante la década que trabajó vigilando la integridad de las piezas y alguna que otra anécdota al respecto. Una vez un hombre se despistó y golpeó con el hombro Mujer de blanco, de Picasso. “Solo estamos Rembrandt y yo. Sólo yo y los Botticelli. Sólo yo y estos fantasmas que casi puedo creer que son carne y hueso”, escribe el ex vigilante sobre los instantes antes de abrir las puertas y que los visitantes suban por la gran escalinata central.
El mundo fuera del museo nunca fue fácil de pintar, pero también tenía la sensación de que no podría lograrlo si no abandonaba el privilegiado mundo del museo. Volvió a la calle cuando se sintió recuperado. “Estar de pie es una habilidad que puede oxidarse”, se dijo el día que puso punto final a su etapa como vigilante.