La literatura de horror cósmico lovecraftiana se posicionaba contra el humanismo —o fuera de sus coordenadas antropocéntricas— cuando aludía a realidades tremendas donde las personas devienen insignificantes. Sus cartas también reflejan el característico pesimismo —y una cierta sensación de impotencia— que marcaba sus relatos. El escritor hacía bromas con sus amistades, sí, pero de un talante autoparódico que llega a parecer hiriente: es el anciano grotescamente reaccionario —además de racista— que pone motes a sus colegas y fracasa constantemente en sus ocupaciones.
Lovecraft también se muestra en clave afirmativa, por supuesto. Se declara en favor del arte por el arte, de la visión individualísima del artista, del legado de escritores como Edgar Allan Poe o Arthur Machen. Con todo, llama más la atención por sus diatribas. Se autorretrata como alguien que “no cree en nada y contempla con complacencia la decadencia y la pronta desaparición de la civilización y de la humanidad entera”. Está en contra de la literatura social y de aquello que le suena a propaganda o que proyecte sensibilidades socialistas, pero también se muestra crítico con la calidad de las revistas donde publicó a lo largo de su vida.
El primer volumen de su correspondencia nos muestra a un Lovecraft progresivamente desanimado por las dificultades que sufre para rentabilizar sus esfuerzos literarios y, en general, para ganarse un sustento. Sus comunicaciones con otros escritores —y con varios editores, a los cuales abordaba a veces con tonos que rozaban lo ofensivo— nos trasladan a los talleres ocultos de la cultura masiva de la época. No solo habla de pasión y vocación, no solo comparte ideales artísticos y técnicas de escritura, sino que también trata de tarifas bajas y pagos que se demoran. Como artista que quiere dejar de ser amateur, pero que se resiste a plegarse a la hiperproductividad que requería ganarse la vida en revistas literarias de segunda fila, observa desdeñosamente la precaria industria editorial de cabeceras como Weird Tales.
Los lamentos del 'nini de Providence' —citando a la crítica cultural Elisa McCausland— sobre las condiciones materiales en las que desarrollaba su actividad se entrelazaron muy a menudo con las consideraciones estéticas. Lovecraft defendía el cultivo de una visión artística individual, pero no vivía en una torre de marfil, sino en casas necesitadas de algún ingreso económico. De ahí que el escritor continuase publicando en Weird Tales y compañía, a pesar de que le resultaba más bien humillante.
En un forcejeo constante, Lovecraft experimentaba en primera persona la dificultad para aplicar a rajatabla un consejo que lanzó al entonces joven escritor Wilfred Blanch Talman: “Pensar en la literatura, no en dinero”. Aún con sus inclinaciones elitistas —además de racistas—, el autor jugaría con la idea de acceder a empleos no relacionados con la escritura como manera de escapar al dilema de tener que escoger entre vivir pobremente para centrarse en la creación 'pura' —y en sus encargos como revisor y editor de textos, que fueron otra fuente de sinsabores— o mejorar su situación económica a través de la escritura “mercenaria”. “Me lanzaría con avidez casi indecente sobre cualquier trabajo fijo”, escribiría, fantaseando con “trabajar de farmacéutico, o de contable, o de peón de albañil”. Sus problemas de salud mental y física le alejaron de esa senda.
Por motivos diversos, Lovecraft sería poco prolífico durante la mayor parte de su vida creativa. No necesitaría más para ser uno de los autores más influyentes de la literatura fantástica de todos los tiempos. Las circunstancias no le ayudarían, incluido el crac económico de 1929 y su impacto en el circuito profesional de la narrativa de género. Con todo, también sufrió las consecuencias de algunas decisiones y hábitos personales. Dedicaba grandes esfuerzos a escribir largos diarios de viaje. Y empleaba una ingente cantidad en tiempo a escribir cartas. Cuando se propuso reducir este flujo al final de su vida, deslizó a sus interlocutores que dudaba sobre cómo hacerlo por miedo a caer en la descortesía. Quizá, en realidad, necesitaba fuertemente ese canal de comunicación con la realidad que afirmaba odiar.
La antología de Calvo nos permite leer sobre el efecto perdurable que causó en Lovecraft una carta de rechazo que le dirigió la editorial Putnam. Esa negativa apuntaba razones literarias que él podía compartir, en lugar de centrarse en argumentos más o menos mercantiles sobre extensiones inadecuadas o rarezas estilísticas que dificultaban la comercialización exitosa de sus historias. Al criticársele el talante “sobreexplicativo” de algunos de sus relatos, el responsable de La sombra sobre Innsmouth llegó a una conclusión: su excesivo contacto con el mundo de la narrativa comercial había infestado su visión artística con “trucos baratos”.
De alguna manera, esta valoración le permitía una cierta autodisculpa. Quizá sus relatos no valían, pero en parte eso se debía a que su arte había sido contaminado por la rueda editorial de la literatura pulp. Lovecraft era durísimo en sus críticas, a menudo certeras, a ese mundo. Denostaba el apego a los lugares comunes que marcaban la producción de tantos prosistas apresurados y ceñidos a fórmulas preestablecidas. Aunque el autor de La llamada de Cthulhu no prestaba una especial atención a la construcción de personajes, despreciaba que se empleasen figuras acartonadas de motivaciones resumibles y predecibles (“monigotes que la clase media americana ha sido educada y persuadida para considerar y aceptar como personas”, afirmó). Y también lamentaba el descuido de tantos profesionales de la prosa a algo que le parecía absolutamente fundamental: el cultivo de una atmósfera narrativa.
Desde el rechazo de Putnam, la mirada lovecraftiana a la industria de la literatura comercial fue todavía más agria. Ese “submundo o mundo de caricaturas e imitaciones a la escritura seria” se convertiría en un enemigo de la creación literaria auténtica, honesta, sincera. “Entre la basura popular y la literatura de verdad solo hay una guerra a muerte”, escribiría al anteriormente mencionado Talman.
El desdén hacia sus editores se entrelazaría a menudo con el desdén hacia su público. Lovecraft tiene algo de fan, muy centrado en la lectura de literatura fantástica y admirador de un grupo reducidísimo de creadores, aunque loase ditirámbicamente a sus amigos y protegidos, algunos de los cuales seguirían sus huellas y cuidarían su legado. Criticaba duramente el estilo redactor y parte de la obra de Algernon Blackwood, a pesar de ser uno de los autores que más admiraba a raíz de Los sauces. Era un fan apasionado y duro que, a la vez, despreciaba a quienes podían ser sus lectores. Se refirió a una “plebe de lectores ordinarios de revistas”, de “lectores granujas y guaperas”. Y lamentó la voluntad de repetir experiencias que parecía —y parece— mover al fandom, deseoso de una cierta familiaridad: “El público reconoce los elementos que le han agradado antes y se siente satisfecho con el mero hecho de recibirlos una vez mas”. A partir de un cierto momento, el imitado sería él.