El vocablo ‘ficción’ está emparentado, etimológicamente, con el verbo ‘fingir’. Los humanos somos expertos en fingir que nos creemos la realidad. A la mayoría, incluso, se nos olvida el fingimiento –de puro interiorizado– y miramos convencidos a los lados antes de cruzar la calle por si alguna palabra (por ejemplo "coche" o "tranvía") nos atropella.
Hacemos como si el tranvía existiera. En la tradición filosófica, varios pensadores han defendido el carácter ficcional de lo que llamamos realidad. El más inequívoco se llamaba Hans Vaihinger, un kantiano cuya obra cumbre se titula –lo juro– Filosofía del como si. Es decir, del hacer como si la realidad fuese real. Es un librito muy breve –escrito hacia 1876– y lo edita Tecnos. Generalmente va acompañado de otro opúsculo, este de Friedrich Nietzsche, titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Tras el ampuloso título se esconde una de las obras más fascinantes del pensamiento occidental.
Allí Nietzsche defiende que la realidad es un edificio de conceptos; un edificio del que el ser humano es el arquitecto, aunque lo hayamos olvidado. Recupera así el pensador del poblado bigote la idea clásica y romántica del poeta. El poeta no solo, y ni siquiera necesariamente, escribe versos; si no que es un artista, un creador de realidad, un creador de mundos.
La realidad tiene pues un carácter poético y las metáforas –esas que a menudo ni percibimos, de puro presentes– son esenciales para construir el poema de lo real. Nietzsche lo explica mejor: “Sólo en virtud de este olvido del primitivo mundo de metáforas, sólo en virtud del endurecimiento y de la petrificación de la impetuosa corriente de imágenes surgidas de su fantasía, sólo en virtud de su creencia inamovible de que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí; en suma, sólo en virtud del hecho de que el hombre se olvida de que es un sujeto, y un sujeto que actúa como creador y como artista, vive con cierta tranquilidad, seguridad y coherencia”.
Una aproximación más sistemática a esta misma idea es la que propusieron en 1980 los filósofos George Lakoff y Mark Johnson en su obra Metáforas de la vida cotidiana, un clásico en las aulas universitarias –y en la comunicación política– editado en España por Cátedra.
Es fácil intuir a más de un lector indignado porque hayamos puesto en duda la existencia de los tranvías. En verdad no lo hemos hecho. Solo decimos que la única realidad que conocemos es la de las palabras y, en sentido más amplio, la del lenguaje o, mejor, la de ‘los lenguajes’.
Enfádese usted si quiere con Galileo, quien en 1618 –en El ensayador– escribe aquello de que “el libro del Universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas”. La obra está descatalogada, búsquela en su librería de viejo más cercana.
Galileo deslizaba una idea que venía seduciendo a los filósofos desde tiempos de Platón: oculto bajo lo que comúnmente llamamos realidad –que no es más que ficción– se extiende un código que es lo realmente real. En jerga filosófica kantiana: la cosa en sí o el nóumeno (por oposición al fenómeno, lo que percibimos). Platón, salvando las distancias, lo había llamado previamente mundo de las ideas, y ese sería el mundo realmente real (y no el mundo aparentemente real, en el que nos movemos). En curioso que, en Filosofía clásica, se llama realistas a los que solo creen en las ideas…
Una excelente versión del platónico mito de la caverna es la película El Show de Truman, de la que en 2023 se cumplen 25 años. Si no la ha visto usted, deje de leer aquí y pase directamente al siguiente párrafo. Quizá recuerde el momento en que la barca de Truman topa con el horizonte. Él sube las escaleras y atraviesa el velo de la realidad ficticia. Su mundo, hasta ese momento, no era más que una realidad virtual guionizada por otros.
Le pongo otro ejemplo. Usted está leyendo este texto en una página web o en una app de móvil. Pero esto que usted ve con una apariencia concreta (un tipo de letra, un tamaño, un color y un diseño determinados) en realidad no es como parece. Usted ve sólo el fenómeno. El nóumeno, lo real que subyace a las cosas, es así:
Los desarrolladores informáticos usan lenguajes –Java, PHP, Python, Ruby, C#, etcétera– que se extienden por debajo o por detrás de la apariencia que ofrecen los objetos digitales. Lo mismo sucede con nuestra realidad cotidiana: no es como parece... Por eso los filósofos se chotean del término "realidad virtual", porque lo que cotidianamente llamamos realidad ya es virtual. El ser humano viene de serie, argumentan algunos pensadores, con unas gafas de realidad virtual: la facultad de acuñar y usar metáforas conceptuales no nos muestran la cosa en sí, pero son la única herramienta que nos permite percibir el mundo.
A estas alturas más de un lector seguirá pensando que esto no es más que cháchara y continuará defendiendo aquello de “obras son amores y no buenas razones”. A ese lector hay que recordarle que bastan unas palabras para hacer cosas (como dijo el otro). Cuando un sacerdote pronuncia el “yo os declaro marido y mujer”, o cuando un juez dice “el acusado es culpable”, esas palabras están cambiando, a veces para siempre, esa realidad ficcional en la que vivimos. Ese tipo de expresiones performativas –es decir, que alteran el mundo– son las que detalló John L. Austin en su obra clásica Cómo hacer cosas con palabras (editorial Paidós).
Lo que es dicho, además, decide una versión posible de quien habla. Decir es una forma de decidirse y, por lo tanto, de hacer. Lo sabe la novia que, en el altar, dice “sí, quiero”. Lo sabe quien traza su nombre –una palabra, al fin y al cabo– al pie de un crédito hipotecario a 30 años. Los seres humanos nos vamos diciendo, decidiendo y definiendo mediante las palabras.
Nuestra experiencia de vida tiene, igualmente, una estructura narrativa: planteamiento, nudo y desenlace. De hecho, el imaginario occidental se asienta sobre dos grandes pilares narrativos. Uno, el relato cantado por las musas de la vida de Ulises; otro, el testimonio de la vida de Jesús, el Verbo hecho carne (ahí es nada). En el caso del Evangelio de Juan, la afirmación es categórica: ?? ???? ?? ? ????? ("En el principio fue la palabra, el logos"). En la versión para creyentes, Dios sería el ‘código fuente’ de la realidad.
Las narraciones tienen poder; por eso es irresponsable ningunearlas, como hacen los malos científicos y los amantes de lo útil. Desconfíe usted de los militantes de la no-lectura, de los fanáticos que abjuran de los libros. Digan lo que digan, seguimos necesitando cultivar en niños y jóvenes la habilidad de leer Los hermanos Karamazov, porque seguimos necesitando la imaginación. Digan lo que digan, sin palabras no existiría lo audiovisual, porque las imágenes no son más que un producto de las palabras. En eso consiste la imaginación: es la facultad humana de crear imágenes a partir de palabras. Sin las palabras, las imágenes son impensables e incomprensibles. Podemos ver sin ojos, pero no sin palabras.
Compadezcamos pues a esos sujetos demasiado perezosos para leer. A su pesar, ellos también forman parte de los relatos que nos rodean. Porque nuestra realidad de andar por casa (la ficción comúnmente aceptada) es en buena medida una tensa coexistencia –una lucha, vaya– entre relatos, entre narraciones. En su obrita de 1979 titulada La condición postmoderna –editada en español por Cátedra–, el filósofo Jean-François Lyotard describe cómo algunas narraciones intentan anular a otras por la vía de considerarse anteriores o englobadoras, es decir ‘metarrelatos’.
Igual que los perros se erizan y agravan el ladrido para parecer más grandes, algunas narraciones intentan engullir a otras más pequeñas. La posmodernidad no sería otra cosa que la revancha de esas otras narraciones más pequeñas, que desafían a los grandes relatos totalizadores y, a menudo, totalitarios.
En esa lucha entre discursos, lo que significan las palabras es importante, pero no decisivo. Es un juego (del lenguaje) con las cartas marcadas. Lo sabía Humpty Dumpty, el huevo parlante de A través del espejo (Alianza Editorial): “Cuando utilizo una palabra –dijo Humpty Dumpty en tono despectivo– significa lo que yo decido que signifique, ni más ni menos". “La cuestión es –dijo Alicia– si puedes hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. “La cuestión es –respondió Humpty Dumpty– quién es el amo, eso es todo".
La cuestión es quién manda, eso es todo. Los mundos de la política, de la publicidad, la religión y la comunicación –entendida en sentido amplio– están poblados de aprendices de brujo que, a las órdenes de sus amos, juegan a mezclar palabras en una alquimia arriesgada. Esos alquimistas verbales son sofisticados –a veces no tanto– creadores de realidades ficticias o de ficciones reales. Tan reales que, bien hechas, contribuyen a mejorar el mundo y dan razón de ser a la política. Pero cuando esos alquimistas cargan demasiado la pócima y les estalla, a menudo acabamos pagando todos en forma de guerras, dictaduras o debacles económicas.
Al fin y al cabo la política, esa guerra con sordina, no es otra cosa que una lucha por los significantes y los significados. Vocablos como “libertad”, “España”, “mujer”, “familia”, "beneficio" o "crecimiento" son herramientas que, según cómo se empleen, pueden convertirse en armas y aplastarnos con la misma facilidad que la palabra “tranvía”. Sin comprender la lucha entre relatos, y el carácter beligerante y performativo de las palabras, es imposible entender el actual proceso de desenmascaramiento del "amo" de Humpty Dumpty.
Hoy, por fin, el amo de las palabras está siendo desenmascarado. Lo está desenmascarando el feminismo mediante la deconstrucción del edificio de conceptos patriarcal. En esa deconstrucción, ladrillo a ladrillo, palabra a palabra, ha jugado un papel determinante una de las obras cumbre de la filosofía del siglo XX: El género en disputa, de Judith Butler (en español, en Paidós), un libro que desafía y reescribe la realidad ficcional de nuestros cuerpos. Porque las palabras importan y en ellas buscamos la salvación del cuerpo y del alma.
Un mapa es un mapa es un mapa
El infierno se parece mucho a un lugar donde nadie nos entiende. Adán y Eva pagaron su caída con un castigo que no era sino un encriptamiento de lo real: un código (moral). Lo mismo narra el mito de la Torre de Babel: el castigo por la soberbia humana es una multiplicación de códigos. Pero el empeño humano se mantiene: queremos recuperar la clave perdida, el código que nos permitirá leer el libro del universo.
Las matemáticas, el alfabeto, la música, el genoma, la tabla periódica, la declaración universal de los Derechos Humanos, el código binario, el esperanto, los traductores automáticos, el dinero o la Biblia son monumentales intentos de esa aspiración humana. Todos ellos conforman nuestra realidad ficcional. Son mapas, modelos más o menos fieles, de esa cosa en sí que jamás conoceremos.
Es importante que sean meras aproximaciones, porque si fuesen completamente fieles a la cosa en sí, ya no serían útiles. Pasaría como en el relato borgiano Del rigor de la ciencia, publicado en El Hacedor (Alianza Editorial), en el que los cartógrafos de un imperio levantan un mapa inútil porque tiene el tamaño del propio imperio y coincide “puntualmente con él”. Nos haría falta un mapa del mapa para entender el mapa…
En la Diada de Sant Jordi, en el Día del Libro, conviene recordar el singular poder de las palabras y el carácter poético del mundo. Esta apología léxica –una apología tan entusiasta que ni siquiera un poco ficcional dolor de menisco ha logrado ensombrecerla– concluye con un comienzo: el del poema de Borges titulado El Golem. El primer verso encierra un guiño al realista Platón, claro:
“Si (como afirma el griego en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de 'rosa' está la rosa / y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'”.
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