La escena inicial de El club del odio —que ya se puede ver en Filmin— es toda una declaración de intenciones y pone todas las cartas sobre la mesa. También las visuales, con ese plano secuencia sin cortes que mantiene férreo hasta el final. El debut de Beth de Araújo en la dirección, apadrinado por el productor Jason Blum (Paranormal Activity, Insidious) —que huele el talento en el género desde kilómetros a la redonda—, es un plano secuencia que comienza como una inocente quedada entre amigas para convertirse en un cuento tan terrorífico como real, el de las mujeres de extrema derecha que normalmente el cine no muestra. Esta quedada entre pasteles y té se convierte en un ejemplo de los argumentos escalofriantes, racistas, homófobos y supremacistas de un sector que ve cómo sus discursos de odio adquieren legitimidad en el Congreso de los Estados Unidos con la llegada de los partidos de extrema derecha.
“Somos femeninas, no feministas”, “la han ascendido por ser latina y yo blanca”… una batería de lemas ofensivos que estas mujeres lanzan convencidas de que su país sería mejor si no hubiera inmigrantes. Supremacismo blanco que acaba convertido en delito de odio. Una película que nace del impulso de la directora cuando vio el vídeo de Amy Cooper, una mujer blanca que denunció a la policía a un hombre negro por amenazarla. Era mentira, pero el vídeo se hizo viral. Era mayo de 2020, con la pandemia en pleno apogeo y mucho tiempo para escribir. De Araújo tuvo claro que quería crear un filme en el que la protagonista y el punto de vista fuera el de “una supremacista blanca”.
Lo que también estaba poniendo en palabras era sus propios miedos como persona racionalizada, con una madre de origen asiático y un padre brasileño. “Ese año los crímenes de odio hacia los asiáticos en EEUU estaban en alza. Habían subido como un 300%, la gente decía que era por la COVID. Mi madre es de origen chino y mi padre es de Brasil. Ella hace unas caminatas muy largas todos los días y hasta cambiamos los sitios por donde caminaba y las horas a las que lo hacía para que mi padre pudiera acompañarla y que no estuviera sola”, cuenta la directora.
“Era un miedo real porque eran cosas que estaban sucediendo incluso en zonas más liberales como San Francisco, Nueva York o Los Ángeles. Me dio miedo porque podía morirse alguien a quien amaba. Además, cuando vi el vídeo de Amy Cooper me recordó a viarias mujeres con las que había coincidido en mi vida. Probablemente ninguna fuera tan extrema como el personaje que he escrito, Emily, pero algunos quizás no son tan diferentes al de Marjorie, esa joven que es adoctrinada en la jornada en la que sucede la película, y quería retratar a ese tipo de mujeres”, añade.
Todas las frases que dicen estas mujeres reaccionarias se escuchan en los medios y en las calles, pero su directora y guionista nunca quiso “que pareciera un clip de Fox News metido en la película”, sino simplemente “ser fiel a lo que diría ese personaje”. “Creo que cada una de esas mujeres representa una faceta diferente y diferentes formas en las que esas personas se involucran en estos grupos extremistas. Quería que lo que dijeran sonara auténtico, cosas que realmente dirían y comportamientos que tendrían”.
El club del odio adopta una decisión narrativa arriesgada. El punto de vista es el de las villanas. El espectador las acompaña en cada barbaridad dicha, en cada delito cometido, y es testigo en primer plano. Para Beth de Araújo esto puede ser hasta útil, porque “las personas de color tienen que entender cómo piensa esta gente para mantenerse a salvo”. “Para mí, en realidad no fue un desafío. Era más molesto que otra cosa. También tomé esa decisión porque creo que el victimismo es bastante aburrido, pero no había otra manera de contar lo que le ocurre a las dos hermanas de la película, son víctimas, pero pensé que si se hubiera contado desde su perspectiva no hubiera sido lo suficientemente esclarecedor o atractivo”.
A pesar de todo, el final del filme deja una ventana al optimismo, a la supervivencia. La extrema derecha no puede ganar. La directora del filme no cree que sea un final “optimista o pesimista”, sino un final que tenía que “retratar la realidad y la realidad es que no pueden matarnos a todos”. “Lo han intentado e intentado a lo largo de la historia e incluso han tenido éxito a veces. Pero, mira el mundo, seguimos superándolo y al final lo que queda es una persona que tiene que lidiar con un trauma por su cuenta para poder sobrevivir. No hay testigos del trauma interno con el que luego van a lidiar el resto de sus vidas. Lo único que cambió desde el primer borrador del guion hasta lo que se ve en la película es, precisamente, el final, porque originalmente no sentía que fuera honesto y realista”, explica sobre ese plano con el que el espectador coge aire y respira.
Otra elección compleja es que sean las mujeres de extrema derecha y no los hombres, un punto de vista que normalmente no se elige y que para la directora viene motivado porque “los que suelen ejercer la violencia física son los hombres”. Precisamente por eso le interesaba hablar sobre cómo una mujer puede ser “parte de un sistema que la tiene subyugada”. Personajes que le parecen fascinantes porque no puede entenderlos, pero precisamente “intentar comprenderlo” es una de las motivaciones de este filme aunque no tenga “respuestas fáciles”.
Beth de Araújo sorprende por la seguridad con la que habla y lo claro que tenía su película desde antes incluso de iniciarla. Siempre supo que sería rodada en plano secuencia, y el virtuoso ejercicio se efectuó sin cortes cuatro veces, una vez cada día, ya que la acción tenía que terminar con la puesta de sol. Fueron ajustando los tiempos de comienzo para tener mejor luz y el montaje final es la mezcla de dos días, aunque casi todo pertenece a la última jornada de rodaje. Con esta decisión quería provocar un sentimiento claro: “Los crímenes de odio y el racismo son ineludibles”.