En este escenario de resonancias apocalípticas, académicos y analistas políticos vuelven la mirada hacia la filósofa judeo-alemana nacionalizada estadounidense Hanna Arendt (1906-1975), una de las pensadoras más influyentes del siglo XX y autora de obras monumentales como ‘Los orígenes del totalitarismo’ (Alianza Editorial) o ‘La condición humana’ (Paidós) en busca de claves para entender la situación en la que hoy nos encontramos. El texto de Arendt más citado en los estudios sobre el trumpismo es ‘Verdad y política’, un ensayo publicado en 1967 en la revista The New Yorker, en el que reflexiona sobre la relación tortuosa que ha mantenido a lo largo de los siglos el poder con la verdad en sus distintas manifestaciones: la verdad filosófica, la científica y, muy en particular, la de los hechos, la factual.
A modo de pieza complementaria, se ha rescatado también ‘La mentira en política’, un agudo ensayo que Arendt publicó en 1971 a raíz de la revelación de los Papeles del Pentágono y que luego fue incluido en el libro ‘Crisis de la República’ junto a otros artículos de la autora. ‘La mentira en política’ recoge en buena medida las consideraciones expresadas en ‘Verdad y política’, si bien aplicadas a un episodio concreto de la historia reciente como lo fue la implicación de Estados Unidos en Vietnam. Más de un analista considera que ambos ensayos forman un ‘kit’ imprescindible para comprender la complejidad de nuestro tiempo.
Arendt sostiene que, en los tiempos modernos, caracterizados por una apertura sin precedentes a las ideas e innovaciones, se han superado las viejas rencillas entre el poder y las verdades filosóficas y científicas, que en otras épocas podían conducir a la muerte a quien revelara que la tierra giraba alrededor del sol o al que ‘pervirtiera’ a la juventud con enseñanzas sobre el sentido de la existencia. Por el contrario, la confrontación del poder con la verdad factual se ha recrudecido. “Mientras que probablemente ningún tiempo pasado toleró tantas opiniones diversas en materias religiosas y filosóficas, la verdad factual, si se opone al provecho o el placer de un grupo determinado, se recibe hoy con mayor hostilidad que nunca”, señala.
La filósofa expresa su preocupación por la capacidad de supervivencia de la verdad factual. “Desde el punto de vista de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por esto es odiada por los tiranos, que temen correctamente la competencia de una fuerza coercitiva que no pueden monopolizar. Una opinión indeseada puede ser debatida o rechazada, pero unos hechos indeseados poseen una obstinación exasperante a la que nada se puede contraponer, excepto la mentira pura”, argumenta. Cita el caso de la Unión Soviética, donde León Trotski fue suprimido de los libros oficiales de historia pese a su incuestionable protagonismo en la revolución bolchevique.
Pero no solo las tiranías recelan de las verdades factuales. También en países formalmente democráticos estas son objeto de ataques. Señala Arendt: “Lo que parece incluso más inquietante es que, al tiempo que las verdades factuales indeseadas son toleradas en países libres, a menudo son transformadas, consciente o inconscientemente, en opiniones, como si el hecho del apoyo alemán a Hitler o el colapso de Francia ante el ejército alemán en 1940 o las políticas del Vaticano en la Segunda Guerra Mundial no fueran un asunto de registro histórico, sino un asunto de opinión”. Se refería a los intentos que hacían en la posguerra Alemania, Francia y el Vaticano para reescribir o matizar su actuación en el conflicto, aunque sus palabras podrían extrapolarse a lo ocurrido en el Congreso de los Diputados español durante la última moción de censura, cuando el candidato de Vox, Ramón Tamames, sostuvo que la guerra civil había empezado con la insurrección en Asturias en 1934. O a la afirmación del PP de que un Gobierno surgido de elecciones democráticas es ilegítimo.
Según Arendt, de todas las verdades, la factual es por su naturaleza la más vulnerable cuando entra en la esfera del debate público. Tiene un componente fortuito, puesto que el hecho en que se basa (por ejemplo, la invasión alemana de Bélgica) podría haber ocurrido de otra manera o, incluso, podría no haber sucedido. Además, se construye con testigos, registros, documentos, imágenes, monumentos, todos los cuales podrían ser sospechosos de falsedades o imprecisiones. En caso de disputa, argumenta la filósofa, no cabe invocar una instancia superior, por lo que el posible acuerdo se logra usualmente por el método de la mayoría, del mismo modo en que se dirimen las disputas en el terreno de las opiniones.
La verdad factual no es auto-evidente, como lo puede ser la afirmación matemática de que dos más dos son cuatro; por ello sus enemigos ven más fácil combatirla, y la forma de hacerlo es mediante la mentira flagrante o arrastrándola al terreno de las opiniones, que es una de las estrategias de la mentira. “Como el mentiroso es libre para decorar sus ‘hechos’ con el fin de adaptarse al beneficio y el placer, o incluso las meras expectativas, de su audiencia, tiene más posibilidades de ser persuasivo que el relator de la verdad”, aduce Arendt. Cuando el mentiroso fracasa en su intento de imponer su falsedad, simplemente deja de presentar esta como una verdad revelada y pasa a plantearla como una “opinión” con la finalidad de mantener vivo su embate.
La filósofa reconoce las complejidades que rodean el establecimiento de una verdad factual, pero advierte de que ello no puede “servir de justificación para borrar las líneas divisorias entre hecho, opinión e interpretación o como excusa al historiador para manipular datos a su antojo”. “Incluso si admitimos que cada generación tiene el derecho de reorganizar los hechos de acuerdo con su propia perspectiva, no admitimos su derecho a tocar la materia factual”, añade. Cita al respecto una anécdota sobre George Clemenceau, exprimer ministro de la Tercera República francesa, a quien un representante de la República de Weimar preguntó poco antes de su muerte, en una distendida charla, qué pensaba que dirían los historiadores del futuro sobre la culpabilidad del estallido de la Primera Guerra Mundial. “Eso no lo sé”, respondió el anciano exmandatario. “Pero tengo la certeza de que no dirán que Bélgica invadió a Alemania”.
Arendt concede que difícilmente se podría eliminar de los anales que el 4 de agosto de 1914 tropas alemanas cruzaron la frontera de Bélgica. Para lograrlo, dice, se necesitaría un extraordinario monopolio de poder con capacidad para imponer su mensaje a la mayor parte del mundo civilizado. Pero no lo considera absolutamente imposible. La filósofa describe el surgimiento de una “moderna manipulación de hechos” y un “negocio de la mentira” que pueden transmitir con mayor eficacia sus mensajes gracias al desarrollo frenético de los medios de comunicación masiva. “Incluso en el mundo libre, donde el gobierno no ha monopolizado el poder como para decidir y decir qué es un hecho y qué no, gigantescas organizaciones de interés han generalizado una especie de marco de raison d’état”, sostiene. A partir de estas reflexiones formula una pregunta perturbadora en la que muchos quieren ver una profecía de lo ha pasado a llamarse posverdad o realidad alternativa: “Si las mentiras políticas modernas son tan grandes que requieren un reordenamiento completo de todo el tejido factual (...), ¿qué impide que esas nuevas historias, imágenes y no-hechos se conviertan en un sustituto adecuado para la realidad y la factualidad?”.
El mensaje final de ‘Verdad y política’ es, pese a todo, esperanzador para los países democráticos, bajo el supuesto de que la justicia esté protegida ante el poder político y social, los periodistas actúen con independencia como rastreadores de hechos y las universidades, primordialmente sus ciencias históricas y humanidades, sean activas en la búsqueda, custodia e interpretación de la verdad factual. Pese a que subsisten las amenazas, señala Arandt, “la probabilidad de que prevalezca la verdad ha, por supuesto, mejorado por la mera existencia de dichos espacios (…) Y no puede negarse que, al menos en países gobernados constitucionalmente, el ámbito político ha reconocido, incluso en la eventualidad de conflicto, que hay una parcela en la existencia de los hombres y las instituciones sobre la cual carece de poder”. A fin de cuentas, eso fue lo que sucedió con Trump: gracias la fortaleza de la democracia de Estados Unidos, los medios de comunicación progresistas sometieron al mandatario a un control sin precedentes y contribuyeron a su derrota en las siguientes elecciones, después, eso sí, de que dejara al país fracturado como nunca en su historia reciente por sus devaneos con las realidades alternativas.
Arendt escribió ‘Verdad y política’ en el contexto de la Guerra Fría, preocupada por las amenazas para la supervivencia de la verdad en ambos bloques confrontados. La guerra propagandística ejercía una fuerte presión sobre los intelectuales y los periodistas, y exigía una alta dosis de valentía ir a contracorriente o, en palabras de la autora, ser un ‘relator de la verdad’. Pero la obra fue también en cierta medida una respuesta a quienes, principalmente desde círculos judíos, vertieron contra ella duras críticas unos años antes por su libro ‘Eichmann en Jerusalén’, en el que sostuvo que el líder nazi no era un monstruo, como lo había presentado el fiscal en el juicio que lo llevó a la horca, sino un burócrata aplicado que intentaba cumplir a cabalidad con su trabajo, al tiempo que describía a los miembros de los Jüdenrat (gobiernos judíos en los guetos) como colaboradores activos del nazismo. La reflexión de Arendt sobre Eichmann, que dio pie al concepto de la ‘banalidad el mal’, es uno de los hallazgos más interesantes en la literatura del Holocausto, pero no fue entendida en su momento, menos aun al haberse ensañado la autora contra los dirigentes de los Jüdenrat, que ocuparon esos cargos en unas condiciones extremas de coerción.
Curiosamente, la defensora de la verdad factual tenía en pésima consideración los exámenes de veracidad a los que sometía The New Yorker a sus colaboradores. En una carta a su amiga la novelista Mary McCarthy, le decía: “El embrollo en el que te metió el departamento de fact-cheking es terrible, este impostado cientificismo no es ninguna ayuda y yo creo que aquellos que cooperan simplemente no entienden de que va todo esto. Esta es una de las diversas maneras en que los aspirantes a escritores persiguen al escritor. Y como esto va agradablemente combinado con el mantenimiento del puesto y la justificación del puesto, esta forma de tortura se ha convertido en institución”.
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