Pero todas estas cosas no son más que anécdotas si las comparamos con lo que había dentro: un puñao de canciones de esas que se pegan a los huesos para siempre. Cuando escuché por vez primera ¡Ay! Pelao y Ojos de almendra, quise ser un contador de historias como Ruibal o por lo menos parecerme a él. Al Sabina también le pasó lo mismo.
Yo era un chaval sin rumbo que peinaba tupé, bailaba rocanrol, y lucía la cara cubierta por los granos del pecado; andaba de aquí para allá, escapando de la mili y aún no me atrevía a soñar que un buen día acabaría contando estas cosas por los Interneles. Pero tenía claro que lo que más me gustaba, además de las chicas con pecas, era contar historias de esas que nacen en los márgenes, historias donde los personajes son dueños de ir de charco en charco, de apedrear los trenes y de fumar por la nariz; hombres y mujeres de carne y sangre que transitan los caminos sin horarios y que saben, aunque no lo respiren, que el perfume de la libertad huele mejor que la vida.
Por estas cosas Javier Ruibal se convirtió en un maestro para mí; un maestro al que empecé a seguir la pista, disco a disco. Después de Cuerpo Celeste vinieron La piel de Sara y Pensión Triana grabado en directo y que suena cañón. Y un buen día, en Madrid, me encontré con el amigo Paco Almazán que me dijo que estaba montando una revista y me pidió un cuento. Fue cuando tuve la osadía de hacer una historia donde el amor duele y dos amigos se enredan con la misma mujer. Esos dos amigos no eran otros que el Muelas y el Pelao, personajes de Ruibal que se apalancan en la esquina a cantar por Los Chunguitos. Al final, la revista no salió y el cuento anda por ahí. Pero lo más importante para mí fue que Paco Almazán acababa de llegar del Puerto de Santa María de presentar Las damas primero, disco de Javier Ruibal del que me regaló una copia. Almazán tenía esos detalles conmigo.
Podría seguir tirando del hilo de la memoria, pero no he venido aquí a hablar de mí, sino de Javier Ruibal y de su último trabajo que se titula como él mismo. Se trata de un libro disco cargado de canciones y de relatos cada cual más vacilón. Destaco la incursión en la física cuántica que se convierte en física romántica y se titula Pasiones moleculares, donde se explica cómo una partícula pueden estar en dos sitios a la vez con el ejemplo de un tipo que se queda atrapado en un ascensor entre dos pisos. No tiene desperdicio.
Porque donde la mayoría sentimos ardor de estómago, Javier Ruibal siente música. Más que con las manos y con la voz, el tío canta y toca con las tripas; siempre traído al compás arábigo andalusí y picado por la sal gaditana. Ahí reside la gracia y la diferencia con todos los que nos dedicamos al oficio más antiguo del mundo y que no es otro que el de contar historias.