Vamos a disfrutar del cancionero más completo, versátil y sublime que ha dado el pop tropical. Un espectáculo arrollador en lo musical y milimétrico en lo visual. Primeras calidades, segundas o terceras, en función de la localidad que cada cual pudo costearse. El concierto arranca trepidante con Rosalía, la canción que abre todos sus conciertos desde hace más de un año, y en cuanto la termina presenta la siguiente con una breve intervención. “¿Qué ha dicho?”, pregunta una mujer del sector 226, el más alejado del escenario. Su amiga se encoge de hombros con cara de ‘qué más da’. Será La travesía y después La llave de mi corazón. “Moving in, moving on, merengue, bachata y son”.
Desde el lateral izquierdo, en lo alto del recinto, a la altura prácticamente del escenario, el sonido mejora. Suena Vale la pena. No puedes ver las proyecciones de las pantallas, pero sí puedes ver la valla que separa al público de pista en función del precio que pagó por la entrada. También puedes ver al dominicano retirarse a descansar cuando el guitarrista puntea el prólogo de Como yo. La gracia de la canción no es esa guitarra, sino esas trompetas que le insuflan tremenda vitalidad caribeña. Y mientras él se sienta 30 segundos en la trastienda del escenario y el público se entrega al baile desenfrenado, piensas que no debe existir mejor oficio en el mundo que el de trompetista de Juan Luis Guerra.
El medley salsero toma el relevo al bolero-son Kitipun y en ese preciso instante se levantan del asiento las pocas personas que aún no estaban de pie. Atención: se ha abierto un claro entre la multitud que abarrota la pista. ¿Una pelea? No. Una pareja baila tanta soltura y dominio de los cuerpos que el público de alrededor les regala su espacio para contemplar mejor tamaño espectáculo.
En El Niágara en bicicleta, todos los presentes saben qué deben hacer: gritar “oh-oh-oh” en el estribillo. No es un “oh-oh-oh” meramente decorativo. Es un “oh-oh-oh” imprescindible para que la canción pedalee. Hay que cantarlo.
En Para ti, la primera canción de temática abiertamente cristiana de la noche, se origina una escena de tintes bíblicos. Un espectador se levanta de su butaca, alza la muleta y se pone a bailar. Parece una revisión de la parábola de Lázaro en clave merengue. ¿Milagro? Primeras salvas de confeti divino desde el frontal del escenario.
El medley de bachatas, dulces como jugos de frutas tropicales, es tan expeditivo y apresurado como siempre. Imposible saborear cada una de ellas. Es más bien un zumo multifrutas. Una lástima, porque es en este género donde el dominicano alcanza sus cotas más excelsas como compositor, melodista, estribillista y arreglista. No debe existir mejor trabajo en el mundo que pasar a limpio las partituras que imagina Juan Luis Guerra.
Solo una bachata se gana el derecho de sonar casi al completo. Es Burbujas de amor. Cómo resistirse a escuchar a 16.000 personas (entradas agotadas) ofreciendo un cunnilingus a grito pelado. “Quisiera ser un pez para tocar mi nariz en tu pecera / Y hacer burbujas de amor por donde quiera / Pasar la noche entera mojado en ti...”. He aquí el Juan Luis más travieso, cifrado y sexual. Bachata rosa, verde y roja. Una genialidad poética que lleva más de tres décadas colándose en alcobas y salas de baile de medio mundo. Podría haberse tumbado a vivir de rentas tras el disco Bachata rosa (1990) y nada habría que recriminarle. Eso sí, en este punto del concierto, el hombre se retira del escenario y cede el testigo a sus músicos y coristas para que defiendan dos canciones sin él.
La recta final del concierto es un ir soltando los ases de la baraja de uno de los mejores compositores del siglo XX. (¿A la altura de su admirado Paul McCartney? Más, aún. Juan Luis Guerra mide 1’92 y Macca, solo 1’80). Es una secuencia de clásicos estratosféricos. Visa para un sueño provoca que el público del sector 208 invada el pasillo para bailar con más espacio, desoyendo las órdenes de los vigilantes que llevan más de una hora insistiendo a todo bicho bailante que se mantenga en su localidad y no obstaculice las zonas de paso. “El costo de la vida” explica con nitidez cegadora el colapso social que vivimos. En efecto, a nadie le importa que revientes; “ni a la Mitsubishi ni a la Chevrolet”. Lograr que la gente baile una canción con este contenido tiene un mérito sobrehumano. Pero cómo resistirse al traqueteo de la tambora y el güiro. No, no debe existir mejor oficio en el mundo que el de percusionista de Juan Luis Guerra.
Tras ese chaparrón de merengue dominicano y soukous congolés, el cantante saca el paraguas. Es el turno de Ojalá que llueva café. “Hoy llueve en casa, mamá”, reza una pancarta en primera fila. Pero algo falla. Por lo menos, en la discoteca anexa al sector 208. El güiro suena desacompasado y la canción se desmorona. Tal vez sea la acústica del recinto. Imposible saber si Juan Luis percibe algún desajuste desde el escenario. Se presiona el pinganillo con el dedo índice de la mano izquierda. Pero eso lleva haciéndolo toda la noche.
El concierto acaba a todo trapo con El farolito, un perico ripiao a 166 bpms (no en vano es uno de los géneros musicales más acelerados del planeta), y Las avispas, ese merengue cristiano en el que Jesucristo promete mandar un enjambre de himenópteros para atacará a quien intente desviar al cantante de la senda adecuada. Pero, oh sorpresa, cuando la orquesta abandona el escenario, el tradicional grito del público reclamando un bis se transforma en un mar de móviles con el flash activado. El ritual del bis está ya tan asumido que nadie reclama algo que sabe que recibirá. Aun así, las pantallas proyectan la palabra “Otra” y, entonces sí, el público acepta el encargo y se anima a gritar: “¡Otra! ¡Otra!”.
El dominicano reaparece con distinta chaqueta y sombrero. Lo único que no cambia es el dedo índice presionando el pinganillo de la oreja izquierda. Los bises son otro trío ganador. A pedir su mano es esa adaptación en clave merengue de una canción del cantante congolés Lea Lignazi. La arquitectura ágil pero robusta de esta composición es otro hito. La interpretación, un cicloncito tropical. Los coristas se emplean a fondo con unos cantos de raíz congolesa que refuerzan los versos y los elevan más allá del techo del recinto. No, tampoco debe existir mejor oficio en el mundo que el de corista de giras de Juan Luis Guerra.
Llega Bachata rosa, tal vez la composición que evidencia con más delicadeza la influencia del exquisito dúo estadounidense de soul de ojos azules Daryl Hall & John Oates. El Sant Jordi se derrite como un terrón de azúcar. En el sector 211 un hombre abraza por detrás a su pareja mientras esta canturrea la letra con los ojos cerrados y abanica a su bebé, dormido ya en el cochecito. Ni siquiera se despertará con la traca final, La bilirrubina, esa canción que llegó de la República Dominicana para colarse a través de las orquestas en las fiestas mayores de todos los pueblos de España. Música popular en su máxima expresión, aunque hoy unos disfruten la versión sencilla y otros, la premium: ‘La VIP-lirrubina’.
Todos los pasillos del recinto se han convertido ya en una despendolada pista de baile. Las avispas de seguridad se han dado por vencidas. Las pantallas reproducen mecánicamente los trucos que se ven desde hace más de un año en los conciertos de la gira de presentación del disco en vivo Entre el mar y las palmeras: la silueta de Juan Luis multiplicada y ondeando los brazos para que el público haga lo mismo, el minimix electrónico para rematar una clase de batuka... El concierto, por si no ha quedado claro, ha sido una reproducción ampliada de ese disco en directo publicado hace ya dos veranos. Próximas paradas: jueves en Fuengirola (Málaga) y sábado en Santa Cruz de la Palma (Canarias).
Lo suyo sería despedir esta crónica con una frase tipo: no debe existir mejor oficio en el mundo que el de cronista de Juan Luis Guerra. Sería engañarse. Los conciertos del dominicano están tan milimetrados que apenas existe espacio para la sorpresa o el imprevisto. El recital de esta noche ha sido prácticamente calcado al de hace un año en esta misma ciudad. Se prenden las luces del recinto y en la pantalla se proyectan a modo de créditos nombres y fotografías de todas las personas que integran el espectáculo. Un ejército del ritmo, preciso y arrollador, engrasado y exultante, entregado a una gran causa: ese cancionero exquisito e imbatible. Afortunados nosotros, que últimamente podemos disfrutarlo cada verano. No siempre fue así y no lo será por mucho tiempo. Juan Luis Guerra tiene 66 años. Y aunque a nadie le gusta ver a un artista con el piloto automático, en este caso solo cabe exclamar: ¡bendito piloto automático el suyo!