Después de cuatro días de toque de queda, encerrado en su casa, el 15 de septiembre se presentó a su lugar de trabajo, pero los militares, que entonces ya habían asumido la jefatura del Servicio, lo trasladaron al Instituto Médico Legal (IML) –la morgue– para apoyar en la toma de huellas de los primeros asesinados por el régimen. “Había cientos y cientos de cuerpos por todas partes de personas que murieron la primera semana del golpe y se necesitaban más funcionarios”, recuerda.
“Herrera era una persona muy querida dentro del Registro Civil, tenía buenos amigos y, además, era un reconocido izquierdista, miembro simpatizante de la Unidad Popular [de Salvador Allende], así que el riesgo que corría era aún mayor si alguien llegaba a delatarlo en estos primeros días de la dictadura”, dice el periodista Freddy Stock, que acaba de publicar 5 minutos. La vida eterna de Víctor Jara, que recoge la historia del exfuncionario.
Si de promedio los trabajadores de la morgue recibían menos de 10 cadáveres al día, solo entre el 11 y el 30 de septiembre llegaron 588 cuerpos. De ellos, 397 eran muertos por herida de bala, según recoge la investigación Burocracia de la muerte, de Archivos Chile. “Llegaban los camiones militares y descargaban los cuerpos como sacos de papas. Los funcionarios los colocaban delicadamente en unas camillas, los ordenaban uno al lado de otro y nosotros pasábamos a tomarles la huella”, cuenta Herrera. “Fue un trabajo horrible. En esos tres días que estuve ahí viví en infierno”.
“¡Tenemos a un compañero aquí!”, avisó a Héctor Herrera un colega del trabajo su segundo día en la morgue. “Es Víctor Jara”, añadió, antes de mostrarle el cadáver. “Estaba semioscuro y el cuerpo tenía mucha tierra que se mezclaba con la sangre de las heridas”, recuerda Herrera.
Estampó su huella en la ficha –“tenía unas manos grandes, muy bien empuñadas”, dice– y de su marca obtuvo el número de protocolo 2547. Pidió a su colega guardar el secreto hasta comprobar los datos y, en caso de confirmarlos, avisar a la familia para retirar el cuerpo y evitar que fuese enterrado en una fosa común. “Me planteé que, a través de Víctor Jara, en cierta forma, iba a enterrar a todas esas personas; a mí nadie me podría decir después '¿Y tú, no hiciste nada?' Sentía una mezcla muy rara de sentimientos, mucho dolor”, rememora. Saber que Víctor Jara estaba ahí “representaba un shock muy grande” para quienes lo admiraban y respetaban, apunta Stock.
A la hora del café del 17 de septiembre, Herrera acudió a una amiga para que corroborara los datos. Ella se los confirmó: “Es él. No hay ninguna duda”, le dijo sin mencionar el nombre del músico. Entonces, supo que se llamaba Víctor Lidio Jara Martínez.
Héctor buscó en el registro y descubrió que estaba casado con una inglesa llamada Joan Turner. Memorizó su nombre y dirección y al día siguiente, 18 de septiembre, festivo nacional, llegó a su casa con el primer bus de la mañana. Cruzó toda la ciudad hasta pisar el barrio alto y encontrar la casa de los Jara Turner. La mujer tenía dos niñas. “Se notaba que no había dormido. Me puse muy nervioso y le mostré mi acreditación del Registro Civil y mi carné de identidad”, dice Herrera. “¿Y tú, conoces a mi papá?”, le preguntó la menor de las hijas al verle. Una amiga, que también estaba en casa, apartó a las pequeñas de la conversación: “Ahí le di la peor noticia”. Ella tomó sus manos y en sus palmas lloró, recuerda: “No sé por cuánto tiempo, pero fue uno de los momentos más largos que he vivido”.
Juntos fueron a la morgue. En pleno festivo, eran pocos los funcionarios trabajando. Héctor recordaba que el día anterior había visto una docena de cuerpos desnudos y rapados a los que le prohibieron tomar las huellas. Eran extranjeros. Esa tarde le pasó por la cabeza que Joan podía terminar igual, por eso no quería dejarla sola. En la sala de autopsias, entre muchos cuerpos, encontraron el de Jara. “De rodillas y con sus propias lágrimas le limpió su rostro, en un gesto de amor y de despedida delante de mí”, rememora Herrera.
Sin saber el día con exactitud, registraron el fallecimiento el 14 de septiembre (fecha que también se escribió en su tumba). Sin embargo, luego se consideró que había ocurrido más tarde porque los cuerpos fueron encontrados junto al muro exterior del Cementerio Metropolitano el día 16, día que finalmente se fijó para conmemorar oficialmente su asesinato.
El periplo de los trámites burocráticos siguió con la compra de un ataúd y un nicho en el Cementerio General, donde debían trasladarse los cuerpos, según establecía una nueva orden militar. Cuando estuvo todo listo, Héctor fue a buscar el cuerpo del cantautor y, entonces, por primera vez y única, lo vio desnudo: “Fui testigo del número increíble de balas por todas partes. Tenía una ráfaga de hoyitos y una gran herida al lado del estómago, como una gran quemada”. La primera autopsia reveló que recibió 44 disparos.
“Te lo entrego enterito”, le dijo el funcionario a Herrera cuando recogió el cuerpo. “No abrieron el cuerpo para hacerle la autopsia”, dice. Según el testimonio de uno de los asesores jurídicos del Instituto Médico Legal recogido en el reportaje Dentro del Instituto Médico Legal (II): Autopsias sucintas, de Archivo Chile, “si por el examen externo del cadáver se podía deducir la causa de muerte, el examen se detenía en el reconocimiento externo, porque no había suficiente personal para cubrir la demanda de autopsias”.
Con la ayuda de un sepulturero, Herrera y Turner colocaron el ataúd en el nicho, “en la tercera o cuarta fila”, de una zona ubicada al final del cementerio. Estaban solos los dos. “En ese momento me quebré y cuando Joan me vio, me dijo: ‘No nos vamos a acordar de Víctor por eso, lo vamos a recordar cantando’”. Desde ese día no se vieron más hasta muchos años después en Francia.
“Gracias a Héctor Herrera, Víctor Jara no es hoy un detenido desaparecido”, dice Freddy Stock.
Herrera, que hoy tiene 73 años, partió al exilio cuando supo que los militares andaban buscando a la persona que había enterrado a Víctor Jara, el único sepultado el festivo del 18 de septiembre. “Guardé todo eso en una caja muy escondida en mi memoria y no la saqué hasta mucho tiempo después”, dice Herrera. Fue cuando Joan –que entonces ya era Joan Jara– lo buscó en Francia para pedirle su testimonio ante la justicia. Héctor Herrera declaró ante el juez en 2009. Joan siempre guardó su mayor secreto: haber salvado a Víctor Jara de convertirse en un caso más de desaparición durante la dictadura.