Pero algo sí ha menguado con el paso del tiempo. Es algo que ni su manifiesta inquietud compositiva ni su profesionalidad como entertainer han podido mantener intacta: la voz. La voz se gasta, la garganta se cuartea y llega una edad en la que algunos cantantes pierden el control sobre su principal instrumento. Costello es de esos y anoche en el Palau de la Música fue evidente desde los primeros compases del concierto. Lo que se intuyó en el arranque con When I was cruel No. 2, donde las bases pregrabadas y el guiño de Nieve al Dancing Queen de Abba salvaron los trastos, quedó confirmado en la segunda canción. Aquella interpretación de Talking in the dark fue tirando a desastrosa.
Hace muchos años, cuando J de Los Planetas estaba ya inmerso en su etapa de psicodelia flamenca, me dijo algo así: “Cuando era más joven, tenía voz pero no me interesaba cantar bien. Ahora que querría, ya no tengo”. Es exactamente eso. Llega un día en el que, si no tienes una garganta privilegiada, quieres pero ya no puedes. En tu cabeza, la voz va a salir decidida a dibujar unas melodías esbeltas e intrépidas, pero abres la boca y sale un alarido gallináceo. Las cuerdas vocales han perdido su elasticidad, la garganta se ha cuarteado. La voz de Costello aún suena inconfundible, sí, pero es menos expresiva que antaño porque no obedece las órdenes del cerebro. Y cuanto más la fuerza, porque él sigue obcecado en rozar esas notas ya inalcanzables, más estrepitosa puede ser la interpretación.
Así, a trompicones vocales, fue avanzando la tercera actuación de su gira española. Con modos de crooner desahuciado, con un cancionero infinito pero prácticamente calcado al de sus recitales en Granada y Madrid. Y también, con ese as en la manga que siempre son las intervenciones habladas en las que explica el origen de muchas de las historias que traslada al pentagrama. Shot with his own gun fue una de las primeras canciones que compuso allá por 1980 tras reunir suficiente dinero para comprarse un piano. Accidents will happen la completó en un hotel entre Texas y México después de un viaje en taxi. La letra de Tart, en cambio, surgió mucho más cerca: en Sevilla.
Días atrás, a su paso por Italia, Costello invitó a la cantante siciliana Carmen Consoli a interpretar con él Centro di gravità permanente, de Franco Battiatto. Lo dicho: este hombre sigue exprimiendo su oficio hasta la última gota, aprovechando cualquier casualidad para compartir escena o estudio con artistas a los que admira. En España no fue así, pero introdujo canciones con guiños locales como esa Waiting for the end of the world en la que aparece “un autostopista legendario” que quiere ir “a España o un sitio así”. Y también explicó porqué no habla una palabra de castellano ni catalán. Es por culpa de su padre, que generó en él una extraña aversión a aprender idiomas. “Mi padre sabía español, pero un día, en Almería, un hombre le preguntó dónde había aprendido a hablarlo tan bien. Y sin ningún tipo de rubor respondió: en la cama”.
Sus anécdotas de cuentacanciones salpimentaban la velada, pero las inflexiones vocales que prenden la canción grabada y la transforman en puro presente, esas que te recorren irremisiblemente el espinazo, aparecían solo de vez en cuando. Y sin esos pellizcos, el concierto avanzaba sin más. El penúltimo alarido de Alison sí proporcionó uno de esos pellizcos. O, no sé, eso creí percibir.
Si acudieron 1.500 personas al Palau de la Música, habrá otras tantas formas de explicar el concierto de anoche. Habrá, de hecho, 1.500 conciertos distintos. El que yo vi cambio de aspecto en Toledo. Fue una de las dos canciones grabadas con Burt Bacharach que incluyó el concierto. Antes de interpretarla, Costello hizo un largo parlamento donde definió trabajar con el excelso compositor estadounidense como “aterrador” por su obsesión perfeccionista. Y antes de finalizarla improvisó varios versos en los que mencionó la ciudad de Barcelona. Pero lo importante es lo que ocurrió entre estos dos momentos. Por algún motivo, su voz brotó atemperada, segura, agraciada. Tal vez fue magia. O, más bien, que el sastre Bacharach compone trajes perfectos que siempre sientan estupendos; trajes diseñados para que la voz siempre luzca espléndida. Por primera vez en más de una hora, la interpretación del otro Elvis resultó convincente y emocionante.
Había llegado el momento de conquistar las cimas más altas de la noche. Serían Almost blue (especialmente nocturna), I still have that other girl (nuevamente soberbia en el apartado vocal y con Steve Nieve bordando su papel al piano) y She, la versión de Charles Aznavour. Al final de esta última, Costello se alejó del micrófono y cerró la faena a cappella con tal destreza que hasta se le escapó un gesto de sorpresa. Se encogió de hombros como quien pregunta: ¿esto lo he hecho yo? Y aun así, el momento más inolvidable de ese bloque de clara remontada fue la jamaicana Watching the detectives. Con Nieve soplando la melódica sobre una base rítmica pregrabada, el dúo armó un poderoso número de dub en el que Costello interactuó con su propia voz enlatada. Por escrito suena a disparate, sí, pero en vivo resultó palpitante y turbadora.
Hacía 30 años que Elvis no pisaba el Palau de la Música. Fue en marzo de 1993, con el disco que acababa de grabar con el Brodsky Quartet. Para rememorar aquella otra gesta compositiva recuperó la última canción de The Juliet letters. Sin arreglos de cuerda, obviamente, y adaptada al piano por Nieve, The birds will be singing fue el verdadero regalo a Barcelona. Solo la había interpretado tres noches en los últimos 20 años. La última, durante el colosal reto que asumió el pasado invierno en Nueva York y que consistió en tocar más de 200 canciones distintas durante diez noches. Sí, así entiende Costello su oficio.
El concierto tocaba a su fin, pero había que cumplir con el ritual de los bises. Costello preguntó con el dedo índice si alguien quería una más. Sonó Shipbuilding y los movimientos de su mano izquierda subrayaron mejor que su voz la intención antibelicista de la letra. Sonó Cinco minutos con vos, con versos en castellano y bases pregrabadas, pero en una toma medio desballestada al final de la cual más de uno se debió preguntar: ¿qué ha sido esto? Y sonó (What’s so funny ‘bout) Peace, love and understanding con un añadido sutil pero decisivo. Nieve cantó la segunda estrofa y se sumó al estribillo. Y, la verdad, ver y escuchar a estos dos tipos, que se conocen desde 1977, insistir juntos en preguntarse qué tiene de gracioso buscar el amor, la paz y la comprensión inyectó un plus de expresividad a una composición tan desgastada por el uso y el paso del tiempo.
Técnicamente, ninguna de esas tres canciones fueron bises porque ni Costello ni Nieve llegaron nunca a abandonar el escenario. Pero lo eran. El concierto estaba más que finiquitado, pero mientras recibían los aplausos de despedida, Costello susurró algo al oído de Nieve, le dio una palmada en la espalda y lo mandó al piano. Barcelona tendría una canción más. Fue The whirlwind, esa que habla de una mujer que quiere empezar una nueva vida en un pueblo donde nadie la conozca. “Esa mujer era yo”, añadió. Tal vez en 2047, en algún escenario, a sus ya 83 años, cuente algo más sobre esa historia. Mientras tanto, ayer le sirvió para poner la guinda a un recital en curva ascendente. Mientras el público ovacionaba la interpretación de un título tan poco central en su carrera, Elvis se quitó el sombrero y saludó como el torero que acaba de dar el pase definitivo.
Fueron unos segundos de palpable satisfacción. El triunfo final estaba llegando con el arma más insospechada. La excitación cosquilleaba las venas de Costello. Aquello sí era pre-sen-te. Entonces, sin mirar siquiera a Nieve en busca su complicidad, corrió a por la guitarra eléctrica y se lanzó a tocar I want you como quien necesita desesperadamente confesar algo. Ese I want you escogido en milésimas de segundo, inédito en esta gira, y con un Costello de ojos entornados, visiblemente sumergido en la canción, utilizando la guitarra eléctrica como el timón que conduciría su voz en la dirección adecuada, sorteando escollos y turbulencias de su cansada garganta, pudo haberse alargado una hora más. Con estrofas inventadas, en un registro cada vez más susurrante pero aún audible, con el auditorio totalmente absorto. I want you, I want you, I want you...
Y así es como un concierto que empezó de aquella manera acabó por todo lo alto. No todo es tener oficio. Hay que ejercerlo. Hay que exprimirlo.