Lo que ha sucedido con Évole no es algo nuevo. Le pasó a Imanol Uribe, a Julio Médem, a Borja Cobeaga, a Diego San José y hasta a Aitor Gabilondo adaptando Patria. Escuchar a un terrorista no gusta porque incomoda, porque hace que uno vea que tiene voz, que la misma persona que aprieta un gatillo tiene argumentos (aunque no se compartan). Porque el terrorista que organiza un atentado tiene mujer e hijos y seguramente les arrope por las noches pero preferimos pensar que no.
Lo que sigue sorprendiendo es que la polémica, la petición de cancelación, las pintadas y los insultos, lleguen antes de ni siquiera ver la película en cuestión. En este caso, el de No me llame Ternera, se trata de una entrevista de Jordi Évole al exlíder de ETA Josu Urrutikoetxea, más conocido como Josu Ternera, que llega con la etiqueta de ‘blanquear el terrorismo’. Al filme le ha tocado la papeleta de iniciar el Festival de Cine de San Sebastián, porque aunque inaugure Hayao Miyazaki, todos saben que a niveles prácticos y mediáticos ha sido el periodista el que ha absorbido toda la atención.
Una vez visto el trabajo de Producciones del Barrio, hay que zanjar la polémica lo antes posible. No me llame Ternera no 'blanquea' al terrorista, sino que es un ejercicio de periodismo que, en forma de entrevista, pone al terrorista frente a sus propias contradicciones. Évole, al que se nota más tenso que nunca, más incómodo que de costumbre, es capaz de lanzarle a la cara sus propias palabras para que sea incapaz de defender lo indefendible. Urrutikoetxea aparece como alguien capaz de censurar de forma tajante los atentados islamistas pero seguir justificando algunos de los de ETA. “¿Qué diferencia hay entre matar por Dios y matar por la patria?”, le espeta Évole, y el terrorista da rodeos, titubea. Defiende lo indefendible.
La postura moral del documental queda clara desde el instante inicial. Lo primero que aparece en pantalla son unas cartelas que contextualizan y ofrecen los datos incontestables del terrorismo. 852 muertes. 2.661 heridos. El 90% de ellos en democracia. También las 73 muertes de la guerra sucia del Estado contra ellos. Tras la cartela, aparece él, Francisco Ruiz, la víctima de uno de los dos atentados en los que Josu Ternera asegura haber participado de forma activa (nunca apretando el gatillo, según él). El otro ya se conocía, el de Carrero Blanco.
El atentado en el que Ruiz resultó gravemente herido, el del asesinato del alcalde de Galdakao Víctor Legorburu, nunca se había considerado ejecutado por Ternera. Ruiz fue escolta del alcalde y resultó acribillado y marcado de por vida aquel 9 de febrero de 1976 (y por tanto entra dentro de la Ley de Amnistía de un año después, dejando al etarra fuera de cualquier responsabilidad penal). Suya es la primera palabra y suya es la última del documental. La entrevista está en medio de su aparición. La víctima es quien abre y quien cierra, y además quien incluso se posiciona ante lo visto.
A través de la entrevista a Ternera, Évole recorre la historia de la banda terrorista y de España. Los atentados durante la dictadura, el paso a la democracia, los años de plomo… Y poco a poco va poniendo a Ternera en círculos de donde no puede escapar. Es el exlíder terrorista el que pide que no haya categorías de víctimas acusando al Estado español de hacerlo, pero es él mismo quien, para justificar el atentado de las casas cuartel, dice que no es lo mismo que muera un guardia civil que su hijo. Évole no tarda en saltar: “¿No había dicho que no debíamos hacer categorías de víctimas?
Cuando se toca el atentado de Hipercor, las muertes más indiscriminadas, y el asesinato de Yoyes es cuando a Urrutikoetxea se le cae la máscara, porque no puede defenderlos, pero trata de justificarlos. El documental remarca también la importancia que tuvo en todo el proceso de paz, y él en todo momento es capaz de lamentar las muertes, de decir que no deberían haberse producido y hasta de pedir perdón.
Sin embargo, cuando él mismo es consciente de que está cediendo ante su adversario, comienza una recogida de cable. Es ahí donde queda más en evidencia. Cuando dice que se equivocaron con el atentado de Hipercor siempre llega un temible ‘pero…’. “Pero se avisó y no se evacuó”. Siempre hay una coartada. Aunque sea dialéctica.
Es imposible no pensar al ver No me llame Ternera en la excelente película Negociador, de Borja Cobeaga, donde en forma de comedia heladora reconstruía el encuentro entre Ternera y Eguiguren para lograr el acuerdo de paz. Lo que Cobeaga mostraba era un duelo verbal. Un duelo donde la palabra era la que desvelaba el sinsentido de todo. La máscara de Josu Urrutikoetxea en el filme tiene algo de dialéctica. Se pasa una hora sin decir la palabra atentado, para usar ‘acción’; y hasta el título del filme se basa en una pelea por un nombre en el que prefiere no reconocerse.
Lo que se ve es una huida hacia adelante. La de alguien que sabe que se equivocaron radicalmente, pero que si lo reconociera, sería admitir un fracaso no de la banda, sino de toda su vida. Queda claro en una de las últimas preguntas de Évole cuando le dice si todo esto ha tenido sentido. Parece una pregunta más, pero encierra todo. Si Urrutikoetxea contesta que no, significaría que toda su vida no la ha tenido. Y así lo dice en su última cabriola con el lenguaje. No me llame Ternera es una entrevista afilada, tensa, y que demuestra que, como dijo José Luis Rebordinos, dar la palabra no significa dar la razón.