De forma póstuma, en el pasado Festival de Venecia se había proyectado la última película de Friedkin, The Caine Mutiny Court-Martial, y la cercanía con El exorcista: Creyente acentuaba una suerte de injusticia que siempre ha sobrevolado esta desigual franquicia. Friedkin, como ilustra su trabajo con un personaje del empuje mediático de Gabriele Amorth, nunca había perdido interés por los exorcismos. De hecho a mediados de los 80 había estado a punto de dirigir El exorcista III, pero no pudo ser. Aun así la impronta de Friedkin es inagotable, y eso era algo que se percibía a lo largo y ancho de El exorcista del papa.
Si pensamos en exorcismos cinematográficos, pensamos en El exorcista. La influencia del clásico del 73 es total: desde la exposición en pantalla de los rituales hasta los síntomas de la persona poseída, pasando por una escenografía concreta a la hora de recrear el enfrentamiento demoníaco. El exorcista del papa no buscaba disimular esa influencia, sino comunicarla con la pirotecnia frívola de la serie B, y El exorcista: Creyente tampoco la disimula a su vez. Es la prueba de que, exactamente medio siglo después del estreno de El exorcista, seguimos pensando en la posesión del mismo modo. Seguimos atrapados en el cuerpo de Regan.
Lo curioso de El exorcista es que como saga, por muy totémica que fuera la primera entrega, no ha dado mayor importancia a esta potencia iconográfica. Quizá por circunstancias históricas: la segunda parte de El exorcista, Hereje, llegó en 1977, cuando las secuelas y las franquicias no estaban a la orden del día. En aquella época el blockbuster estaba empezando a asentarse en dura pugna con el espíritu contestatario del Nuevo Hollywood, y se daba el caso de que el precedente más cercano como continuación de un éxito fuera El Padrino: Parte II.
Con lo que Hereje no se ajustaba, para nada, a las lógicas que entendemos propias de una secuela. No repetían ni Friedkin ni William Peter Blatty (escritor de la novela original así como guionista del primer Exorcista), dirigía un tipo tan reputado en los 70 como John Boorman (Deliverance, A quemarropa), y el argumento se antojaba un apéndice del filme original, repasando las consecuencias traumáticas de la posesión en Regan (de nuevo Linda Blair) mientras se perdía en disquisiciones sobre los vínculos entre ciencia y religión. Fue una película universalmente odiada, que por supuesto hoy es objeto de reivindicaciones.
Hacia 1990 el cine de franquicias estaba más que consolidado, pero como Blatty se las apañó para que le dejaran dirigir El exorcista III partiendo de la secuela literaria que él mismo había publicado (por título Legión), el resultado también se apartó de cualquier previsibilidad. Así ocurre que El exorcista III se parece más a un antepasado de Seven que a una película de posesiones; de hecho solo tiene un pequeño exorcismo al final, y porque el estudio obligó a Blatty a incorporarlo. Las disonancias se mantuvieron cuando desde Warner Bros. y la productora Morgan Creek se alumbró la idea de producir una precuela de El exorcista.
Esta se centraría en el periplo africano del padre Merrin (originalmente Max von Sydow), y alguien pensó que era buena idea contratar a Paul Schrader. Schrader ajustó la película a sus convicciones autorales, de modo que su versión de El exorcista: El comienzo se parecía más a un drama teológico que a una película de terror, preocupado por la crisis de fe de un joven Merrin que ahora encarnaba Stellan Skarsgård. Los productores quedaron horrorizados y despidieron a Schrader, contratando seguidamente a Renny Harlin para unos amplios reshoots que, mediando el gore y los sustos, hicieran de la película algo más comercial.
El exorcista: El comienzo fue un fracaso de crítica y público, tan ruidosamente defenestrado que Warner probó a estrenar en 2005 la versión de Schrader, retitulada El exorcista: El comienzo: La versión prohibida. Tuvo mejores críticas, pero tampoco mucho mejores, y todo quedó en un episodio rocambolesco que sin embargo no es aislado dentro de la trayectoria de Warner: antes había pasado algo similar con Superman II en tanto a la sustitución de Richard Donner por Richard Lester, y después volvería a ocurrir con Liga de la Justicia entre Zack Snyder, Joss Whedon, y el regreso triunfal de Snyder entregando luego la película que quería.
La cuestión es que El exorcista, como saga, ha tratado siempre de huir de lo esperable, aunando directores potentes con productores que pierden el control del proyecto mientras que, por fuerza mayor, se apartaba de la homogeneidad en la que suelen caer las marcas de terror comercial. En 2016 dio pie a una serie de Fox que alcanzó las dos temporadas, y ahí fue cuando una criatura tan escurridiza como El exorcista empezó a ser susceptible de incrustarse, finalmente y sin disonancias, en el circuito industrial.
Es como cabe entender El exorcista: Creyente. Como domesticación. Blumhouse, estudio especializado en cine de terror que nunca se va de presupuesto, produce esta entrega, y dirige un realizador de atractivo comercial probado como David Gordon Green. La película ya proyecta alumbrar una trilogía a semejanza de lo que Green hizo con La noche de Halloween, y el único percance con el que se ha topado en el camino ha sido Taylor Swift. La cantante programó el estreno del documental sobre su gira The Eras Tour para el mismo 13 de octubre en que Blumhouse contemplaba estrenar Creyente. Jason Blum, su líder, supo que no podía competir contra ella y adelantó la fecha. Le daba más miedo Taylor Swift que el diablo.
Ahora bien, Green no es un cineasta exactamente impersonal. Su carrera ha sido diversa: empezó en el drama indie y, antes de triunfar con La noche de Halloween en 2018, se había convertido en uno de los estandartes de la Nueva Comedia Americana con Superfumados. De este movimiento cinematográfico ha retenido la amistad del cómico Danny McBride, con quien coescribió las tres últimas entregas de Halloween: La noche de Halloween, Halloween Kills y Halloween: El final. Es una trilogía que ha funcionado lo bastante bien como para que Blumhouse le anime a hacerse cargo de El exorcista, y que en sí misma evidencia unas preocupaciones discursivas presentes en Creyente (donde también ha trabajado McBride).
Green nunca ha llegado a apartarse de la comedia, ni tampoco ha querido parecer algo más que un fan del género. Por eso el ciclo de Halloween, muy precario en términos narrativos y de puesta en escena, es uno dado a la pulsión nostálgica, al encaje cosmético en cierta realidad sociopolítica —el vínculo de Halloween Kills con el asalto al Capitolio— y al jugueteo con las expectativas: la pura y dura troleada en base a la cual hay que interpretar Halloween: El final. Hablamos de una imaginación no demasiado fértil, pero sí de un ingenio reseñable a la hora de trastocar imaginarios, que tiene especial incidencia en Creyente.
Creyente, a consecuencia del cálculo industrial y de la memoria sentimental de Green —como pasó con Halloween, se ha obstinado en que Creyente sea una secuela directa del primer Exorcista, haciendo como que las otras continuaciones no existen—, vuelve dócilmente a los escenarios del clásico de Friedkin. Todo se centra nuevamente en una niña poseída —aunque ahora por partida doble—, suenan las Tubular Bells de Mike Oldfield, y se fuerza el regreso de algún rostro conocido de la película original: caso de Ellen Burstyn como Chris MacNeil, madre de Regan que aquí reaparece como exorcista aficionada.
La iconografía de El exorcista, que tal afluencia ha tenido en la tradición de terror, toma cuerpo en Creyente con respeto reverencial, acaso religioso. Green sabe darle una vuelta más o menos novedosa durante el prólogo y el primer acto de la película, cuando indaga en el trauma del padre protagonista (Leslie Odom Jr.) y su hija, y coreografía las etapas que conducen a la posesión y al progresivo descubrimiento de que con el diablo hemos topado. En estos compases hay un uso eficaz del jumpscare, de las visiones grotescas y de la construcción de escenarios —el bosque donde las niñas se pierden durante tres días antes de reaparecer con un nuevo “acompañante”—, pero esto se desinfla hacia el ecuador del filme.
Porque empiezan las concesiones nostálgicas y la recreación de los pasajes más célebres de la película de Friedkin… solo que con una ligera revulsión en el fondo. Los devaneos argumentales de Creyente apuntan a que Green no se termina de tomar en serio el encargo, y eso tiene su lado bueno y su lado malo. Lo bueno es que Creyente aparta la saga de su habitual ímpetu solemnemente católico, devaluando la religión para combinar distintos cultos a la hora de enfrentarse al maligno y separar la liturgia de la institución eclesiástica. Vamos a misa no para comunicarnos con Dios sino con el prójimo, asegura Green.
Por otra parte, esta desacralización también conduce a que el drama no sea lo bastante convincente, ni permita sobreponerse a los guiños meta o los clichés a la hora de disfrutar de la película. Green no tiene la preocupación teológica de Blatty o Schrader, ni siquiera el interés antropológico de Friedkin. Por eso es tan irónico que la película se titule Creyente.