Esta vez los psicópatas y los perdedores que tanto le interesan habitan el mundo oscuro, vivísimo y convulso de la Lima del Virreinato del siglo XVII. Un mundo que ha resultado tan atractivo e inagotable para el autor que se ha pasado casi diez años investigando para este proyecto mientras lo simultaneaba con otros libros y, sobre todo, con la escritura de guiones a la que se lanzó durante la pandemia y que le ha vinculado a la industria audiovisual mexicana desde entonces.
Brillante orador y hábil escritor capaz de darle vuelo a cualquier tipo de encargo, el autor de Abril rojo (Alfaguara, 2006) y Pudor (Alfaguara, 2004) lleva viviendo en Barcelona desde principios de los 2000 y pasó parte de su infancia y adolescencia en México, adonde se había exiliado su familia a causa de la implicación política de su padre, Rafael Roncagliolo, que acabaría siendo ministro de Exteriores durante el gobierno de Ollanta Humala. Sobre su relación con su padre, con Perú, con la literatura, con la religión y con el pasado nos habla en esta entrevista en la que con la grabadora apagada y entre risas dará las gracias porque esta periodista no le haya preguntado acerca de Vargas Llosa y su “pichula”, algo sobre lo que, al parecer, le interrogan a menudo.
¿Qué fue lo que le atrajo del siglo XVII como para lanzarse a escribir acerca de ese mundo?
Las brujas. En mi literatura suelo explorar la figura del monstruo, ya sean terroristas, abusadores o torturadores. Me interesa la humanidad de los monstruos, cómo llegan a serlo y reflexionar acerca de si no será la sociedad quien los acaba creando para que funcionen como el chivo expiatorio de sus propias crisis. En el siglo XVII y en el Virreinato de Perú el concepto de bruja estaba recogido en el código penal. Por ejemplo, en un manual de inquisidores sobre el martirio de las brujas se apunta a que si un hombre no tiene una erección es culpa de la bruja; o, si engendra un hijo en una mujer, mientras lo posee el demonio, no es hijo suyo, sino del demonio.
Esa visión mágica, gótica y oscura de la vida, que interpretaba con literalidad la mitología de los textos sagrados, ¿para ellos era realismo puro?
Para el ser humano del siglo XVII lo mágico formaba parte de la vida. La razón todavía no se había inventado ni tenían necesidad de que los fenómenos tuviesen una explicación racional. Para ellos, todas las cosas las mandaba Dios o las mandaba el demonio. Y punto. La única duda era cuál de los dos había sido.
Uno de los personajes fundamentales de su novela es Rosa, la mística, que luego sería conocida como Santa Rosa de Lima. ¿Por qué ella fue canonizada mientras otras fueron quemadas por hacer y decir lo mismo?
Contra Rosa se abren varios procesos judiciales, uno para decidir si es bruja y otro para decidir si es santa. Y, finalmente, es canonizada. Pero a muchas de las que hacían lo mismo que ella las quemaban. En su caso jugó algo de geopolítica, convenía tener una santa en el Virreinato, suerte, carisma…
¿El masoquismo es carisma?
La verdad es que Rosa es un misterio tanto para Alonso, que es el protagonista y narrador de la novela, como para mí. ¿Esta mujer es una bruja, una santa, una psicótica o una mujer ambiciosa que consiguió tener más influencia y poder que ninguna otra de su tiempo? Piensa que cuando a Rosa un hombre le dijo que tenía las manos bonitas las metió en cal viva para destruirlas. Se puso un cinturón de castidad con púas por dentro. Amarraba su pelo a clavos para no dormirse y ofrecerle ese sacrificio a Dios.
Y además tuvo el apoyo político de los dominicos.
Eso fue crucial y demuestra su habilidad política. Piensa que las beatas que hacían milagros en el siglo XVII eran como estrellas del rock hasta el punto de que cuando ella muere, la multitud se abalanza sobre el cadáver para arrancarle un ojo o una uña y hacer reliquias. Cuando ella se pone el hábito de los dominicos, vuelve muy popular a la congregación, y ellos se dan cuenta de que si defienden su causa, la santa de América llevará el hábito de los dominicos por los siglos y los siglos. Quizás lo hizo porque era muy lista y ambiciosa, o quizás no. Quizás tenía visiones místicas porque era una psicótica. O quizá pactaba con el diablo. La de Rosa es una mente tan lejana para nosotros que es imposible entenderla. Me gusta ese misterio y me gusta que sea el lector quien tenga que decidir en lo que creer.
¿Y usted en qué cree?
Teniendo en cuenta que en mi gremio son todos una panda de ateos, yo soy de los más religiosos… No voy a misa los domingos ni creo que Dios sea un señor con barba que odia a los homosexuales, pero ahora he estado en Turquía y he ido a una mezquita y he rezado, he ido a ritos andinos también muchas veces y en los viajes entro en los ritos ortodoxos. O sea, me interesa el misterio. La religión es lidiar con las cosas que no entendemos, lidiar con el mal o con la muerte. Yo soy de una familia muy extraña, de católicos de izquierdas, muy cercanos a los teólogos de la liberación. Así que para nosotros la religión no fue nunca algo conservador, sino al contrario. Supongo que tengo un arroz con mango mental bastante más confuso que el que tiene la gente normal.
Es paradójico que estemos tan alejados de la concepción teológica de los habitantes del siglo XVII pero, a pesar del secularismo y el ateísmo de Europa, cada vez hay más gente que cree en los horóscopos, en las imposiciones de manos, en los fantasmas, en el reiki…
Es que no lo podemos entender todo. Y eso es angustiante. ¿Por qué te mueres? ¿Por qué la gente hace el mal? No sabes ni cómo funciona la licuadora, vamos a saber esas cosas…
En su discurso de aceptación del Premio Alfaguara dijo que le interesa escribir sobre perdedores y sobre psicópatas. ¿Ha conocido a muchos?
¿Psicópatas? Unos cuantos. Yo soy el jurado del premio literario de las cárceles peruanas y a nuestros escritores no les dejan salir a recibir el premio, así que hay que ir ahí a entregarlo.
Pero eso son psicópatas con carné, yo me refería a todos esos psicópatas de la vida cotidiana…
[Risas] Sí, sí, sin duda, conozco a unos cuantos. O sea, creo que un psicópata es el otro extremo de un perdedor, en el sentido de que un perdedor lo es por respetar todas las normas y no satisfacer ninguno de sus apetitos. Los psicópatas, sin embargo, por satisfacer sus apetitos, no respetan las normas de convivencia. Los artistas son bastante psicópatas en general y yo vivo rodeado de ellos. Yo creo que hay un impulso narcisista en todo artista que se acerca mucho al de un psicópata. Otra cosa es cómo lo gestionas.
Su padre, que falleció recientemente, fue Ministro de Exteriores y embajador de Perú en España. ¿Se siente hijo del privilegio?
No, porque me fui de Perú. Y me fui, entre otras cosas, para no ser el hijo de un padre demasiado grande. De todos modos, cuando yo me fui del país tampoco éramos exactamente privilegiados. Nunca nos faltó nada, pero todos esos cargos los tuvo mucho después de que yo me hubiese ido. Cuando crecí mi padre estaba perseguido y luego en los 90 estaba desempleado, aunque siempre fue un tipo notorio.
Y cuando él fue embajador en España, ¿recuperaron un contacto más estrecho?
Fue el único tiempo en que él y sus nietos vivieron en el mismo país. Yo vivo en Barcelona, pero en esa época veníamos mucho a Madrid y me convertí en una especie de primera dama de la embajada. [Risas] Hacía las mesas, juntaba a la gente, le decía a quién se podía sentar, con quién. Nací para eso en realidad [Risas]. Es curioso. Hablábamos de política para no hablar de nada emocional. Nos llamábamos mucho por teléfono, sobre todo al final, para hablar de Israel y Palestina, de Rusia, de Turquía… Nos hacíamos estos informes y esta era la manera de querernos.
¿Hablaban también de política peruana?
Claro, claro. Pero hace mucho que sentí que ya llevaba mucho tiempo fuera del país y no me correspondía hablar en público de eso. Pero todavía a veces me pasa que en ciertos sitios hay que contar cosas y no hay nadie más que pueda hacerlo. Así que básicamente yo me planto ahí y digo todo lo que me habría dicho mi padre. Y funciona.
¿Y qué está pasando en Perú?
Está pasando que es un país que no cree en la democracia. No hay partidos políticos, y apenas el 8% de la población aprueba la democracia. Eso es menos que uno de cada diez personas. Después de 30 años de liberalismo, llegó la pandemia y resultó que era un país sin hospitales donde no había oxígeno, literalmente. Ni siquiera si tenías dinero. Así que la población dejó de creer. No en el liberalismo, sino en lo que se había llamado democracia durante décadas. Nadie se atreve a ser un dictador porque saben que va a acabar preso. Así que es un país con una clase política más preocupada por resolver sus procesos penales y con una población muy descreída que duda de que podamos ser algo mejor. Eso es lo más grave.
Durante las protestas hubo asesinatos de indígenas en masa…
Y nadie asumió ninguna responsabilidad. Pero, ¿sabes qué fue lo más grave? La cantidad de apoyo social que tenía esa represión, porque el fantasma de Sendero Luminoso hace que buena parte de la población vea senderistas por todos lados. Y es muy difícil tener una democracia con una población en la que una parte importante cree que si alguien protesta, hay que disparar.