Esto no es una reseña literaria. Aún menos una crítica literaria. Se me quedó grabada a fuego lento la cabreada ironía de Valle-Inclán sobre los que él llamaba “viejos e ignorantes doctores de Salamanca”. Esto decía el creador de Max Estrella: “Incapaces de comprender que la vida y el arte son una eterna renovación, tienen por herejía todo aquello que no hayan consagrado tres siglos de rutina”. La reseña y la crítica literaria no son lo mío. Lo mío es leer un libro y luego, con lo que recuerdo o subrayo, escribir historias. Y la que escribo aquí es sobre un libro que deslumbra a ratos y en otros momentos te noquea porque el mundo que cuenta huele a podredumbre de desagüe.
Se dice en la solapa y en el prólogo que se trata de una historia contada en clave de ciencia ficción. Aprendí las leyes de ese género con las novelitas de quiosco que en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo escribió mi paisano Pascual Enguídanos, que se ponía George H. White en sus novelas porque ?con el nombre auténtico, como sus colegas de aquellos años? nadie se hubiera creído que los platillos volantes y no sé cuántos espacios siderales existían realmente en un tiempo que era como el Villar del Río que sacaba Berlanga en Bienvenido Mr. Marshall. Luego vendrían los clásicos. Entre sus nombres siempre me quedé con Philip K. Dick. Tal vez porque rompía el hilo de la narración y porque según me contaban escribía en estado de alucinación. Yo qué sé. Las drogas y eso. Dicen que de una de sus historias salió Blade Runner. Algo de eso hay en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Solo algo. Pero a mí la que me gusta de verdad es Fluyan mis lágrimas, dijo el policía. Lo digo porque tiene bastante que ver con la novela de Matías Escalera: “Eso es lo que anhelo: un vacío infinito. Sin voces humanas, sin olores humanos, sin mandíbulas humanas masticando chicle de plástico en nueve colores iridiscentes”. El mundo que no nos gusta a mucha gente. Que lo despreciamos. Pero también un mundo donde hay un hueco por el que se cuelan tantas esperanzas. Un vacío cósmico, como en las novelitas de George H. White, que busca alivio lejos de este tiempo, que se inventa otro con la cifra 2056, justo un siglo después del nacimiento del autor. La ciencia ficción se queda corta a la hora de las fechas. En 1988 ya ponía a volar los autos Philip K. Dick y miren si muchas de las previsiones de 1984 son ahora una realidad hasta entonces impensada. Mira que decir Feijóo que era ésa la fecha en que Orwell escribió su libro adivinatorio. Lo suyo ?digo de Feijóo? no era navegar en naves espaciales, sino a bordo de un narcotraficante amigo suyo. De ahí, seguramente el lapsus que provocó más carcajadas que los gags de Charlot y los Hermanos Marx juntos. Porque la ciencia ficción, llámese especulativa, anunciatoria, o como queramos llamarla, es en realidad una manera de acercarnos a un futuro que es más pasado y presente que futuro. Bien que lo dice, en el breve y aclaratorio prólogo, Alberto García Teresa: “Y con este caminar recorreremos juntos estas páginas que nos llevan, en un trayecto de ida y vuelta en el tiempo, hasta el cuestionamiento radical de nuestros días. Para que el fin sea otro fin. Para que el presente pueda ser la grieta por donde brote la utopía”.
Ahora la palabra más utilizada no es utopía. Es distopía. Como si todo fuera el apocalipsis. La falta de esperanza. Para qué hacer nada si todo está destinado a la derrota. La novela de Matías Escalera no va de distopías. El fin del mundo no nos cogerá llorando lágrimas de cocodrilo. Daremos guerra antes de que los que siempre ganan tengan la victoria asegurada. A veces ganan los buenos. Estoy harto de que las guerras las ganen los de siempre. ¿Que recurro al maniqueísmo de buenos y malos? Y a mí qué. ¿Que todos tenemos el lado bueno y el lado malo, como dicen los de la equidistancia que pasaba en la guerra que montaron en España los fascistas después del golpe de Estado en 1936? Pues vaya novedad. ¡Ay, esos de la Tercera España! ¿Qué habremos hecho para merecerlos? En fin, que aunque incurra en un impopular maniqueísmo, lo tengo claro: los golpistas eran los malos y quienes defendían la legitimidad republicana eran los buenos. El mundo en que vivimos no le gusta a Matías Escalera. Demasiado triunfo de los canallas. Demasiadas frustraciones cuando las revueltas han acabado como el rosario de la aurora: “Tanto las catástrofes como las revoluciones se quedan siempre a medio hacer y decepcionan a todos, tanto a los que las han temido, como a los que las han provocado”. Y aquí un párrafo que es para subrayar: “Nadie ha aprendido jamás nada de la guerra; las guerras aniquilan, conmueven e ilusionan a sus protagonistas, pero solo mientras se dan; una vez pasadas, tras la destrucción, la miseria y el sufrimiento provocados, y tras la enorme y repetida decepción de los asesinos y de sus víctimas, todos, al poco, las olvidan y todo vuelve a empezar de nuevo, hasta la próxima carnicería”. Cuando escribo esto, bulle en plenitud la desproporcionada guerra de Israel y Palestina. ¿Quién se acuerda de la que enfrenta a Rusia y Ucrania? ¿O de tantas otras que siguen asolando medio planeta, aunque la mayoría las convirtamos en invisibles porque al capital no le interesan y es el capital quien domina la escritura? El capital: qué antiguo soy. No tengo remedio. Tampoco me importa.
No es el capital el que domina la escritura de Matías Escalera.
“Todo en este libro se resuelve en términos de confrontación y de contraste”, escribía el propio autor en El tiempo cerrado. Alumbramiento y transición, publicado en 2014. En términos de conflicto. Si no, no hay escritura. Si no, lo que hay es una indecente complicidad con el discurso amable del poder. Y en su último libro, en este del que escribo, hay, sobre todo eso, la distancia entre el oficio de escribir y la impostura. Porque Un sollozo del fin del mundo es una novela total. No le falta nada de lo que urge a la gran literatura. Ensayo. Poesía. Relato periodístico. Activismo político. Un excelente retablo donde la memoria es casi la absoluta protagonista. La mujer abuela que transmite tiempo y conocimiento, que remueve el interior de quien hereda esa memoria. Y es, más que ciencia ficción, ficción a secas. Esa ficción que no miente, que tanta falta nos hace. Lo escribí en alguna ocasión: hay quien utiliza la ficción para hincharse a contar mentiras. Quien miente con la excusa de que en la ficción todo cabe no tiene ni idea de lo que es la escritura decente. Porque hay que añadir aquí otra cualidad fundamental. Cómo contar una historia. No vale solo la historia, vale, y a veces sobre todo, la dignidad de la escritura. Ahí una de las dificultades del autor a la hora de escribir esta novela: “Cómo contar si no es con la ayuda de voces que se sumen a la mía, a menudo, inciertas y desconocidas para mí…”. Cómo contar una historia que no traicione a la propia escritura. Que no traicione los sitios de donde venimos, ni a quienes estuvieron antes que nosotros en esos sitios o en otros diferentes. Echar mano de otras voces, de otras escrituras. De una tradición que no sea una engañifa. De esa novela política que tanto repelús provoca en el mercado literario. Poner a la entrada de ese mercado el cartel hotelero de “no molestar”. Y frente a ese panorama desolador…
“… ante la ausencia de política, se instaló un poder tecnocrático opaco y difuso, no electo, no sujeto a control ninguno, o solo de un modo muy figurado y superficial; y, cuando, con la desaparición de la política, llegó la precarización y la final extinción del trabajo”: parece un ensayo político de la más rabiosa actualidad y es una novela. Y la poética. Podríamos decir: a la manera de… y surge sin titubeos un nombre: Cormac McCarthy. La dureza de lo narrado como si la lírica no fuera una rémora. El derrumbe de un mundo que, a pesar de las mil interpretaciones sobre Adorno y el Holocausto, sí que admite la escritura y en esa escritura también la que se abre a un cierto lirismo que acrecienta lo de la confrontación y los contrastes a que antes hacía referencia. Y al final, como no podía ser de otra manera, el enfrentamiento definitivo. Eso de las clases. Que si la lucha que las enfrenta ya no existe. Que si ahora todo es un mestizaje felizmente promiscuo de unos, de otros y de los de más allá. Que eso de ricos y pobres… Miren esto: “Se nos devolvió a la condición de esclavos, se nos arrebató la posibilidad misma de vender nuestra propia fuerza de trabajo, pues ya no era nuestra… Volvimos a la condición de mercancía, en nuestra entera totalidad, no solo nuestra fuerza de trabajo era mercancía, nosotros mismos éramos la mercancía de nuevo; como había previsto Marx, éramos igual que una vaca o un buey”. Repito: no es un ensayo político. Solo es una novela. Solo una novela.
Insisto: no estamos frente a una distopía, como ahora se estila. Ahora se escriben novelas pensando en las series de televisión. Y lo que mola son las distopías. Poco a poco van surgiendo (detesto los gerundios, como el maestro Onetti al que imitan quienes quieren imitar tontamente a William Faulkner) los hilos de luz que nos saquen de esa oscuridad que cantaba Bob Dylan en Not Dark Yet, la canción que sale en Un sollozo del fin del mundo. Atajar esa oscuridad antes de que nos alcance definitivamente. Y escribe líneas hermosas Matías Escalera hacia el final de la historia: “Por eso debemos desprendernos de esa pulsión tan destructiva de poseer lo otro; es ese sentido de la propiedad lo que nos lleva a arruinar lo absolutamente hermoso y lo que más deseamos y amamos”. Puentes tendidos al entendimiento de lo común contra la barbarie, contra el anuncio insistentemente interesado del apocalipsis. El pasado y el presente se juntan para construirnos en lo que somos. A saber qué es eso del futuro. El rábano delante del morro del burro para que se olvide, la pobre bestia, de lo costoso que es el camino que está recorriendo. Por eso, la conclusión bellísima en casi la última página: “¿No es acaso el presente un sueño despierto del futuro?”.
No suelo leer libros gordos. Es como si ahora la literatura se vendiera al peso. Si un libro como los míos, que tienen 120 páginas, y otro de 800 cuestan 20 euros, no hay color y tengo todas las de caer derrotado en la lona literaria del mercado. Pero bueno, siempre recordar Los adioses me sirve de consuelo. A pesar de su gordura ?ya lo dije al principio? no me he saltado ninguna de las 397 páginas de Un sollozo del fin del mundo. También ha influido, seguramente, esa invitación a la lectura en general que nos hace el inmenso poeta Enrique Falcón en su libro Las últimas semanas: “Quien está leyendo, quien ahora está escuchando un poema, dedos y oídos que son tocados por palabras, lo hace atravesado por las peripecias y circunstancias que, en el corazón de los mil actos, conforman su vida. Esa vida está conectada, densamente vinculada, a las condiciones de mundo en que ese lector, esa lectora, vive, sufre y trabaja. Lee un informe de mundo, densamente informe, escrito para quienes lo habitan y están habilitados para quizá transformarlo”. Una escritura decente exige siempre ?o eso me gustaría? una lectura igualmente decente. Ahí he intentado encontrarme con el libro de Matías Escalera sobre el que acabo, no de hacer una reseña o una crítica literaria, sino de contar una historia.