Agasajada por los premios más importantes de la literatura en español en los últimos años (el Cervantes en 2018, el Internacional de Poesía Federico García Lorca en 2016, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2015), Ida Vitale pertenece cronológicamente a la generación del 45, una época de esplendor económico y cultural en el cono sur donde se incluye a Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño y Mario Benedetti. Sin embargo, pronto se distanció de los postulados estéticos de sus coetáneos –es decir, de rasgos como la confesionalidad, los temas urbanos, la política y el exteriorismo, que es como se conoce a la poesía narrativa y anecdótica que se fija en la vida real– para mirar hacia la naturaleza y trazar una poética minuciosa, precisa y esencialista que hace de las limitaciones del lenguaje su ilimitado campo de juego. Una búsqueda poética que sintetiza muy bien en su poema Ecuación, de 2017, cuando dice: “Ármase un poema en la boca del lobo/ y la palabra muerde”.
Hija de maestros de clase media, Vilariño fue alumna de José Bergamín, que fue su profesor en la Facultad de Humanidades y Ciencias en Montevideo a finales de los años cuarenta y también conoció a Juan Ramón Jiménez, del que sigue siendo devota: “De Juan Ramón me impresionó que le dieran un libro para que lo firmara y se dedicara a corregir los poemas. Decía que un poema hay que escribirlo y guardarlo hasta que a uno se le olvide. Yo lo he seguido en la medida de lo posible”, dijo en una entrevista con El País en 2015.
Ida Vitale tal vez militase en la palabra pura de Juan Ramón, pero nunca lo hizo en un partido político; sin embargo, cuando en 1974 la policía entró en su casa buscando a su hija Amparo —fruto del matrimonio con el crítico Ángel Rama, del que se había separado—, la poeta tomó el camino del exilio huyendo del terror de la dictadura cívico-militar. Ya con 50 años y junto a su segundo marido, el también escritor Enrique Fierro, se instaló en México. Allí entabló amistad con Octavio Paz, quien la integró en el comité asesor de la revista Vuelta, y vivió una especie de segunda juventud como intelectual, traductora, docente y periodista, de la que da testimonio en Shakespeare Palace, el libro de memorias que publicó Lumen en 2019.
La poeta siempre se ha mostrado especialmente agradecida a la generosa acogida que le propició este país, donde vivió 11 años, aunque eso no significa que el exilio haya sido fácil para ella, como reconoce en su poema Aclimatación: “Primero te retraes,/te agostas,/ pierdes alma en lo seco, / en lo que no comprendes,/ intentas llegar al agua de la vida, / alumbrar una membrana/ mínima,/ una hoja pequeña. / No soñar flores”.
Tras la restauración de la democracia, ella y Ángel Fierro regresaron brevemente al país sudamericano antes de mudarse a Austin (Texas), donde él fue invitado como profesor y que acabaría siendo su residencia durante tres décadas. Allí vivieron hasta 2016, cuando fallece Fierro y la poeta decide regresar definitivamente a Montevideo.
De ese periodo en Estados Unidos recuerda el profesor de la Universidad de Chicago Mauricio Tenorio Trillo un episodio recogido en Ida Vitale, palabras que me cantan, el libro homenaje a la poeta publicado por la Universidad de Alcalá con motivo del premio Cervantes: “Una noche cenamos Ida, Enrique, Adam Zagajewski y yo en Chicago. La cena transcurre en ironía y desparpajo. Adam me dice: Ida se parece mucho a Szymborska. Me emociono, me entran ganas de largar algo sesudo. Pensaba entonces y sigo pensando en poesía como conocimiento y de ahí Szymborska y Vitale, y por eso en la cena quiero traer a cuento a Szymborska, a su 'isla, la de la certeza, donde crece el árbol de la correcta conjetura' (…) Algo así quiero decir pero Ida interrumpe –¿cuándo no? – y suelta eso de que: 'Adam, a determinada edad todas nos parecemos a Szymborska'".
También la profesora María José Bruña, especialista en su obra, responsable de la antología Todo de pronto es nada y editora de Vértigo y desvelo. Dimensiones de la creación de Ida Vitale (Universidad de Salamanca), la ha acompañado en ocasiones y recuerda que “lo que más disfruta Ida cuando viene a España son las invitaciones lejos de los espacios institucionales como paraninfos o aulas magnas. Se deleita como una niña en el campo, rodeada por encinas, robles, olivos, jilgueros y gorriones. Cuando recibió el Reina Sofía de la Universidad de Salamanca lo que más le entusiasmó fue la visita a un pequeño pueblo enclavado en un paraje natural, Juzbado, con un roble centenario y un río, donde leyó para una multitud que llenaba la plaza, además de los perros y los gatos que se acercaban”. Bruña recuerda además una cita del libro de Ida Vitale De plantas y animales (Paidós, 2003) para destacar que uno de los rasgos fundamentales de su poética es su capacidad infinita de asombro: “Un niño extrae a la larga más y mejores modos de diversión de una lupa que de un triciclo. De su atención detenida, de su naciente curiosidad nacen muchas cosas: para empezar, su propia intimidad. Yo diría que en ella renace la civilización”.
A lo que añade que “siempre es interesante comprobar cómo una autora que escribe una poesía hasta cierto punto hermética y nada complaciente, parte siempre de la pura materia, es decir, de los objetos y de los seres vivos, sean plantas o animales”.
Ida Vitale ha cumplido cien años y alguna vez ha dicho que a lo largo de su vida nunca se le ha muerto una planta. Atenta en su poética con todo lo sintiente y viviente, cuando le anunciaron que había ganado el Cervantes contó que la habían pillado regando las plantas de su piso en el barrio Malvín, a pocos metros del Río de La Plata.
Frente a los jóvenes cadáveres de la literatura como Sylvia Plath (30), Keats (25), Rimbaud (37), o los de otras poetas uruguayas que ahora empiezan a leerse apasionadamente en clave feminista como Idea Vilariño (89) y Marosa di Giorgio (72), que Ida Vitale haya cumplido un siglo y siga regando plantas, elipsis y poemas es una noticia feliz para sus lectores y para los que todavía no lo son (pero deberían serlo), aunque se dé la paradoja de que el fetichismo del cien se deba (solamente) a una cosmogonía instalada en un sistema decimal definido por nuestras dos manos, las mismas que levantamos para rendirnos o para decir el asombro, en el que nos seguirá entrenando la poética de Ida Vitale de aquí a los próximos cien años.
Vídeos de Néstor Sanguinetti.