Ian Winwood sabe a qué se refiere cuando habla de rock, drogas y alcohol. No solo porque se dedica al periodismo musical desde hace tres décadas y ha firmado en cabeceras como The Guardian, Kerrang, NME y Rolling Stone (además de libros sobre Metallica o el punk estadounidense), sino porque él mismo ha catado dosis ingentes de alcohol y drogas. Solo un detalle para ilustrar los más que estrechos vínculos entre la industria musical y los estupefacientes: durante una temporada el camello de Winwood fue un tipo que había trabajado como road manager para Primal Scream. En Bodies, Winwood habla de su propia y dramática experiencia y la conecta con la de decenas de grupos que pasaron su particular calvario en el show business y vivieron para contárselo.
El libro de Winwood es mucho más que un anecdotario de situaciones límite vividas por artistas como Metallica, Biffy Clyro, Green Day, Lostprophets y Frank Turner. Bodies funciona más bien como un espejo frente a una industria musical que durante décadas se ha comportado como una gran familia disfuncional y profundamente irresponsable, un entorno laboral que ha asumido como normales unas dinámicas que resultarían totalmente inaceptables en cualquier otro sector profesional. “Frank Turner dice que lleva toda la vida trabajando en un entorno en el que es mucho más fácil conseguir alcohol que fruta. Si te acabas todo el alcohol, alguien te traerá más, pero si pides una tostada con queso o una taza de café, la cosa se complica”, resume el periodista vía telefónica.
La reflexión de su amigo y rockero británico obliga a preguntarse por qué es tan fácil conseguir alcohol y drogas cuando eres músico o te mueves en el mundo de la música. Y esta es la conclusión más consistente a la que ha llegado él: “Las drogas y el alcohol se convirtieron en una necesidad para subsistir en este negocio casi desde sus orígenes. Jerry Lee Lewis, Chuck Berry y Carl Perkins viajaban en coches de ciudad en ciudad y tomaban speed para aguantar. Esta dinámica nunca ha desaparecido. Si yo fuese ligeramente conspiranoico podría pensar que para que el negocio siga reportando beneficios a la industria, ya va bien que se perpetúe este desenfreno rocanrolero. Así, los músicos no dedicarán su tiempo libre a consultar los libros de cuentas ni a descubrir porqué cobran un porcentaje tan pequeño de los beneficios. Con esto no quiero decir que quieran que los músicos mueran. Nadie desea eso, pero ya hemos visto muchas veces que a los que mueren se les encuentra sustituto fácilmente”.
Mediante decenas de entrevistas a músicos que se han sentido en la cuerda floja emocional y profesionales de la salud mental, Winwood perfila un entorno laboral enfermizo. Uno en el que se te ofrece alcohol de manera automática aunque no lo pidas (en cada camerino hay en abundancia), en el que siempre merodea alguien capaz de conseguirte droga en solo 15 minutos y en el que las crisis nerviosas y los colapsos emocionales entran dentro de la normalidad. Naturalizar comportamientos enfermizos y desenlaces dramáticos es la especialidad de esta industria. Así se explica que el índice de suicidios y muertes por sobredosis sea tan alto. Un estudio de 2012 señaló que la mortalidad entre músicos era “1,7 veces superior a la de la población general de Reino Unido y Estados Unidos”.
En 2018 Scott Hutchinson, cantante del grupo Frightened Rabbit, se suicidó tras varios años de inestabilidad emocional y adicción al alcohol. Su hermano, el batería Grant Hutchinson, afirma en el libro que la industria musical “no es un entorno seguro para las personas vulnerables”. Pero claro, a menudo, los músicos y las mentes creativas son justamente eso. “El rock’n’roll nació como una música de forajidos y, por lo tanto, atraía a personalidades con comportamientos salvajes en cuya música incluso podías percibir esa forma de ser”, contextualiza Winwood. Otro asunto es qué mecanismos ha desarrollado la industria musical para ayudar a los músicos con problemas de adicciones. Y alertas en este sentido ha habido muchas a lo largo del tiempo. Como recuerda Winwood, de todos cantantes de grupos de Seattle que a principios de los años 90 obtuvieron un disco de platino, solo sobrevive uno: Eddie Vedder de Pearl Jam.
En los últimos años, el debate sobre la salud mental ha ido ganando protagonismo en todos los ámbitos. Incluso en la industria musical. Una de las voces de Bodies es la psicóloga Charlie Howard, que trabaja a sueldo de empresas de la industria musical para hacer seguimiento de la salud mental de las bandas. No es para menos, ya que cada vez es más habitual que los artistas cancelen giras debido al agotamiento. Sin embargo, ella misma ha comprobado cómo la propia industria musical naturaliza los hábitos más extremos. Atención a la confesión que le hacía un paciente músico: “Estar en un grupo es una locura. He destrozado habitaciones de hotel y nadie me ha dicho que eso no está bien”.
La salud mental empieza a estar tan presente en la industria musical que no hay festival con congreso para profesionales que no incluya su preceptiva charla sobre esta materia. El propio Ian Winwood presentaba Bodies días atrás en la última edición del BIME de Bilbao. En efecto, un estudio que denuncia lo inhumana que es la industria musical con sus artistas integrado en el programa de actividades de un encuentro mundial de la industria musical.
Leyendo algunos pasajes de Bodies, sobre todo los que informan sobre recientes iniciativas de la industria musical para sondear la salud de los artistas, surge la duda de si lo que realmente necesitan estos músicos es un psicólogo o un sindicato. Solo hay que escuchar la reflexión de Will Gould, líder del grupo Creeper. “En la industria musical las drogas y el alcohol están siempre disponibles. Están en todas partes, todo el tiempo. Puedes conseguir lo que quieras. Es como tener un billete mágico para pedir todo lo que quieras, pero si quieres un salario digno, bueno, eso es diferente”. Dicho de forma brusca: en la industria musical es muchísimo más fácil obtener cocaína que salarios decentes.
“Es incorrecto pensar que todo el mundo en el entorno musical se droga. De hecho, la mayoría no lo hace”, aclara Winwood. Sin embargo, el autor precisa que “ni siquiera es necesario que te drogues o te alcoholices para acabar totalmente colapsado”. La propia dinámica del negocio fomenta esa tendencia al colapso, esa mezcla de agotamiento y síndrome de Estocolmo, cuyos resultados pueden ser letales. El primer mandamiento del show business es que el espectáculo siempre debe continuar y que rendirse a media batalla puede arruinar tu carrera. En los trabajos creativos, el paso de la explotación a la autoexplotación es casi inmediato. “Tal vez los músicos podrían hacer algo más para evitar estas situaciones, pero las reglas del juego están escritas contra ellos. Cuando los grupos firman su primer contrato se enfrentan a unos entramados con unas estructuras muy sofisticadas y expertas en ganar el máximo dinero”, justifica el autor.
“Keith Moon arruinó su vida”, recuerda Winwood, refiriéndose al malogrado batería de The Who, “pero al menos él ganó una cantidad de dinero más que decente”, recuerda para comparar la situación en los años 70 con la actual. La industria musical tiene una gran habilidad para exprimir a los músicos. Siempre la tuvo, pero con el paso de los años ha encontrado nuevas fórmulas. Y ese es problema más crucial al que se enfrentan los músicos en el siglo XXI”, señala. “Ahora les están recortando un porcentaje de las ventas del merchandising de las giras. Todo son artimañas de esta cadena de producción en la que los artistas son piezas fácilmente reemplazables. No sé hasta cuándo seguirá siendo así, pero no paran de aparecer nuevos grupos a todas horas”, advierte.
Pasan los años y la situación se antoja cada vez más irreversible. Sigue sin ser buena idea quejarse por las condiciones a menudo agotadoras en que se desarrollan las carreras de las bandas, viajando de ciudad en ciudad durante meses en bucles infinitos de excitación y aburrimiento. “Los músicos llevan años soñando con la posibilidad de acceder a esa situación y si se quejan de algo o en su cabeza escuchan una leve voz que les sugiere que esto no debería funcionar así, se sienten desagradecidos. Sienten que no deben quejarse de algo por lo que tanto han luchado y que tanto deseaban”, ilustra Winwood. “Suelen ser bandas de adolescentes o veinteañeros a los que se les explica que las cosas han funcionado así durante décadas. ¿Cómo se va a enfrentar a eso un chaval de 19 años? Si no lo ve claro, encontrará una botella de Jack Daniels en el camerino. A eso me refiero también cuando digo que las reglas del negocio ya están escritas”.
Bodies es un libro importante y necesario porque rompe también con años de inercia periodística en los que la relación entre la música y las adicciones ha sido descrita con tremenda superficialidad; cuando no, irresponsabilidad. Ian Winwood no se esconde. “Nosotros hemos construido esos mitos. Yo mismo me he sentido atraído por ese lado oscuro. No he repasado artículos que escribí hace 20 años, y espero no haberlos redactado de una forma glorificadora, pero sí he escrito mucho sobre el tema y lo he hecho desde la fascinación”.
El autor inglés incluso detecta patrones de comportamiento nocivos en el gremio. “Como periodistas musicales, nuestro trabajo es vender a nuestros lectores ese sueño excitante. Algunos lectores son gente joven que desearía formar grupos y quiere creer que esta vida es excitante. Eso ya no es tanto periodismo como relaciones públicas. Pero si algo he aprendido en estos años es lo mucho que se ha reducido la línea que separa periodismo y propaganda. Cuando salió el último disco de Green Day, toda la gente de la revista Kerrang! opinaba que era horrible. Sin embargo, le pusieron un 4 sobre 5 porque el grupo es demasiado importante y no querían que se enfadara. La vil mentira es un recurso habitual. Con esto quiero decir que todo en este negocio te empuja a afirmar que en el mundo de la música todo es deseable. Y esa actitud es problemática”, asume.
Como periodista musical a sueldo de las revistas y periódicos más influyentes de Inglaterra, Winwood compartió gira y camerino con decenas de bandas en el momento de mayor popularidad de sus carreras, pero aquí se ha entretenido en contactar con aquellos cuyas vidas quedaron trituradas por la maquinaria del show business y escuchar sus reflexiones. Tras leer Bodies resultará difícil seguir normalizando situaciones de explotación y autodestrucción que solo han servido para perpetuar esa relación desigual y tóxica entre industria musical y músicos. “Hay que insistir en que salud y riqueza son aspectos inseparables”, insiste Winwood. “Y con riqueza me refiero simplemente a no ser pobre. Porque cuanto más pobre seas, peor va a ser tu salud. La física y la mental”.