Si antes esta arquitectura era escenario suburbial en películas como Alphaville, La naranja mecánica o Gomorra, de un tiempo a esta parte, es escaparate de campañas como la de Loewe frente al edificio de la Unesco en París de Marcel Breuer y Pier Luigi Nervi (1958) o la de Longchamp a las puertas de la mítica terminal 5 del aeropuerto JFK de Eero Saarinen (Nueva York, 1962), mientras que artistas como C.Tangana o Bad Gyal graban sus videoclips en obras como la Casa Carvajal del mismo Javier Carvajal (Somosaguas, 1966) o en el Barrio Gaudí (Reus,1968) ideado por Ricardo Bofill. Y no es que recuperar, redimir y reivindicar el brutalismo no sea lícito o como mínimo una obligación de los organismos encargados de la preservación del patrimonio arquitectónico, sino que más allá de lo instagrameable, a menudo, mirar de lejos, huir de la nostalgia retro, de las simplificaciones y, sobre todo, de las etiquetas estilísticas, muestra cosas que de cerca ni siquiera se sospechan.
Sin embargo, la arquitectura, a menudo, no es lo que se suele decir de ella. Contrariamente a lo que se piensa, el término brutalista no hace referencia a la contundencia, la rotundidad o, en ocasiones a la extravagancia formal característica de muchas de estas edificaciones. Tampoco se concreta en una arquitectura de lo esencial: sin revestimientos, sin nada superfluo, sin ornamento ni delito, sino por el contrario, sus estructuras se presentan gestuales y ostentosas, por momentos complejas y aparatosas. Como mucho el brutalismo se refiere al predominio en la mayoría de las obras del “hormigón crudo” (béton brut en palabras de Le Corbusier).
Fue el crítico Reyner Banham quien en 1966 acuñaría la etiqueta de “arquitectura brutalista” en las páginas de su ensayo The New Brutalism: Ethic or Aesthetic? En sus páginas Banham sostiene que, más allá de sus rasgos estéticos, la arquitectura brutalista responde a unos principios éticos que, de algún modo, podrían considerarse la culminación del ideario del Movimiento Moderno iniciado a principios de siglo XX. Sirviéndose de la resistencia, la versatilidad y el bajo coste del hormigón, muchos de los representantes de lo que hoy se encuentra bajo el cliché del brutalismo participaron en la reconstrucción de una Europa todavía convaleciente a causa de las heridas materiales causadas por la Segunda Guerra Mundial.
Encargados, en muchas ocasiones, como imágenes gubernamentales o culturales, en estas arquitecturas de notable carga utópica, el hormigón levantó urbes de la nada desde Brasilia a Chandigarh, convirtiéndose así en un emblema de todo nuevo proyecto político de posguerra, desde la socialdemocracia europea a los estados emancipados del colonialismo.
Estos ejemplos pueden ser vistos retrospectivamente como la expresión de la aspiración del Movimiento Moderno por el progreso y la transformación social, más aún cuando en las décadas de 1960 y 1970, a un lado y al otro del Telón de Acero se erigió un auténtico legado de monumentos y edificios públicos bajo tutela federal o estatal que supuso el clímax de la arquitectura brutalista.
Con todo, el brutalismo convertido en lenguaje define un sello homogeneizador asociado a una determinada imagen visual que no le hace justicia ya que existe una diversidad pasmosa de edificios surgidos en un mismo momento y en contextos bien diferentes que podrían quedar al abrigo de esta cuña estilística. Como ejemplos que establecen relaciones heterogéneas con el brutalismo encontramos buena parte de la obra de Le Corbusier, pionera en el uso del hormigón armado; los ciclópeos edificios-estructura de los arquitectos brasileños Affonso Reidy, Vilanova Artigas o Lina Bo Bardi; las megaestructuras del movimiento metabolista nipón encarnado en las propuesta urbanas de Kenzo Tange, Kisho Kurokawa y Fumihiko Maki; el estructuralismo holandés encarnado en los edificios docentes de Herman Hertzberger y Jaap Bakema; las iglesias de expresionistas de Gottfried Böhm en Alemania; las New Towns y los proyectos de vivienda social británicos del matrimonio Smithson y James Stirling y en España, los proyectos experimentales sobre la versatilidad del hormigón estructural de los arquitectos españoles Miguel Fisac, Fernando Higueras, Sáenz de Oíza, Ignacio Álvarez de Castelao o Fernando Moreno Barberá.
Paradójicamente, pese a que el brutalismo ha pasado a ser más apreciado que nunca por el gran público, copar tablones de Pinterest o likes en Instagram no ha salvado de la piqueta a muchas de sus arquitecturas. Una gran cantidad de estas obras han acusado el paso del tiempo, la rigidez de sus sistemas constructivos, así como la dificultad de adaptación a nuevos usos y la dura austeridad de sus materiales, condenándolos, en algunos casos, al derribo.
La lista es larga: en 2021 la bola de demolición se llevó por delante la sede de los laboratorios Burroughs (Carolina del Norte, 1969) de Paul Rudolph, uno de los exponentes más meritorios del episodio brutalista en Estados Unidos. La misma suerte corrió el conjunto de vivienda social Robin Hood Garden (Londres, 1972), obra de Alison y Peter Smithson. La cosa no queda ahí, la lista de desgracias es interminable y dolorosa: sin ir más lejos en nuestro país tropezamos con La Pagoda de Miguel Fisac, sede de laboratorios Jorba (Madrid, 1965), demolidos en julio de 1999; la célebre galería de arte Joan Prats (Barcelona, 1976), proyectada por Josep Lluís Sert y destruida en 2015 o el tristísimo caso de la casa Guzmán (Algete, 1972), diseño de Alejandro de la Sota y arrasada en 2016 sin que prácticamente nadie se percatara de ello. "Nuevamente, la arquitectura contemporánea sufre de la falta de cultura, de la falta de sensibilidad, la falta de protección y el fallo en cadena de la profesión, fruto de la desidia que se ampara en lo que es legal", apuntaron en 2017 desde la Fundación Alejandro de la Sota. El heredero de Enrique Guzmán, el propietario de la casa, la demolió para hacer una nueva. "Es el concepto de lo mío es mío y hago con ello lo que quiero. En Arquitectura, a diferencia de otras Artes esto es lo normal. Nadie se imagina que un heredero pueda destruir un cuadro o una escultura, quemar el manuscrito de un escritor. Nadie lo puede imaginar y tendría enfrente, además del peso de la ley, el escándalo de la sociedad. En la Arquitectura, sin embargo, es posible y ocurre en demasiadas ocasiones", añadieron.
Si bien el expolio de este patrimonio no es baladí, los casos bajo amenaza tampoco son exiguos: la Embajada de Kuwait de Kenzo Tange y el edificio de cápsulas Nagakin de Kisho Kurokawa (Tokio,1970), la torre de apartamentos de Tao Gofers (Sídney,1980), el centro cívico diseño de John Bonnington (Sunderland, 1970), el Instituto de Educación Secundaria Náutico Pesquero de Pasajes (1968) de Luis Laorga y José López Zanon, el Hotel Claridge (Alarcón, 1969) de Roberto Puig, el Palacio de Congresos y Exposiciones de la Costa del Sol (Torremolinos, 1970) de Rafael de La-Hoz y la pequeña zapatería de Paco Alonso en el número 55 de la calle Jorge Juan (Madrid, 1989), todos ellos, corren el riesgo de quedar reducidos escombros.
En su defensa, ante la lentitud y la lacerante pasividad de las administraciones incapaces de velar por la preservación de un patrimonio que solidifica la riqueza y la diversidad cultural de nuestros entornos construidos, han salido algunas asociaciones internacionales. DOCOMOMO tiene una filial para la península ibérica con un censo de más de 2.500 edificios vinculados a la modernidad del siglo XX. O el proyecto #SOSBrutalism, iniciativa dirigida por el Museo Alemán de Arquitectura y la Fundación Wüstenrot que ha creado una base de datos creciente con más de 2.000 edificios brutalistas en el mundo asumen ?para intentar revocar los planes de demolición? una tarea de difusión y conservación que debería recaer sobre las políticas públicas. Las palabras pueden resucitar, los edificios no.