No se trata de tachar de mentirosas estas adaptaciones porque supuestamente estarían alejándose de la verdad del texto, sino de reconocer, en sus transformaciones, síntomas de un nuevo inconsciente ideológico, radicalmente histórico (diríamos con Juan Carlos Rodríguez) que escribe una obra nueva. Porque, a diferencia de lo que le ocurre a Pinocho, a la ideología no le crece la nariz. La ideología no miente y, cuando creemos que lo está haciendo, en realidad nos habla, de manera encubierta, con sus silencios y titubeos, de las relaciones sociales y de producción que, aunque opacadas o desplazadas, la constituyen.
De todas las versiones, la de Garrone y Benigni, y tal vez porque se trata de una producción italiana, es la que más fielmente reproduce el relato de Collodi. Cuando una obra se institucionaliza, se convierte en símbolo nacional y en consecuencia pasa a considerarse prácticamente como parte del patrimonio cultural de un país, se le confiere un respeto casi sagrado que cierra posibles nuevas lecturas y acercamientos. Esta versión en lugar de ofrecernos su propia interpretación del texto ha optado transportarnos –y, sin duda, lo logra de manera brillante– al universo oscuro y violento, sembrado por la muerte, del cuento de Collodi.
La adaptación de Zemeckis y Hanks, de la factoría Disney, en tanto que película claramente dirigida a un público infantil, endulza el relato, alejándolo del original. No hay espacio para la violencia ni para la muerte en este metraje. Su Pinocho es bueno, incluso demasiado bueno. No hay rastro de maldad en sus actos, ni siquiera en sus inocentes travesuras, que son más bien fruto de torpes accidentes ante la dificultad de controlar el cuerpo de madera ahora con vida, y no tanto acciones premeditadas para hacer el mal. De tan bueno, este Pinocho es ingenuo. Los demás se aprovechan de su ingenuidad para llevarle por el mal camino. Pero no es tentación, simplemente engaño. Si Pinocho se desvía de lo correcto no es porque se haya despertado en él el goce del mal, sino porque se ha dejado manipular. Así es como entra a formar parte del espectáculo de marionetas del titiritero Comefuego, no para divertirse o por vanidad ante lo eventual de llegar a ser famoso, como ocurre en el relato original, sino porque, de llegar a serlo, su padre estaría orgulloso de él.
Pinocho toma decisiones erróneas que le conducen a padecer situaciones adversas, pero siempre hay una buena causa que lo impulsa. Su secuestro por parte de Comefuego es una de ellas. Este Pinocho que no miente nunca solamente hará uso de la mentira para hacer crecer su nariz hasta alcanzar la llave de la jaula en la que está encerrado y que cuelga de la pared situada al otro extremo de la habitación. Miente conscientemente para hacer el bien y liberarse del titiritero que le quiere explotar. Incluso, en la Isla del Placer, donde no existen los límites y los niños se divierten destrozando la escuela, saqueando tiendas, insultando y diciendo palabrotas, o bebiendo cerveza, Pinocho se mantiene en un discreto segundo plano, horrorizado ante el caos que esos niños malos entienden por diversión. Pinocho solo piensa en su padre, en reencontrarse con él, mientras se empieza a transformar en asno, como el resto de los niños, antes de ser llevados a las minas de sal donde serán condenados a trabajos forzados.
Distinto es el Pinocho que nos trae la stop motion de Guillermo del Toro. De entrada, la película está ambientada en la Italia fascista. Un Geppetto borracho y melancólico construye la marioneta con el tronco del árbol en el que se encuentra enterrado su hijo Carlo, muerto tras ser bombardeada la iglesia en la que Geppetto estaba tallando un Cristo durante la Primera Guerra Mundial. El desplazamiento temporal va a ser clave en la reconfiguración del sentido de la obra. Como en el relato original, Pinocho es desobediente, mentiroso y caprichoso y, aunque tampoco podría considerarse malo, solo piensa en jugar y divertirse. Su falta de disciplina le conduce al teatro de marionetas para cuyo titiritero Pinocho terminará trabajando –y se embarcará con él en una gira por Italia con su espectáculo– para saldar la deuda que ha contraído Geppetto con el titiritero, a causa de una trastada de Pinocho. Geppetto, enfadado, le dice a Pinocho que se ha convertido en una carga para él y Pinocho, tras sufrir el agravio de ser constantemente comparado con el ejemplar Carlo, le responde que él no es Carlo, ni quiere ser como Carlo.
El Pinocho de Del Toro abandona a su padre no para perseguir la diversión y el placer sin límites, como ocurre en el cuento original, sino para reafirmar su individualidad autónoma y diferenciada y para reparar la relación con su padre. Su gira le lleva a actuar ante el mismo Mussolini pero, tras boicotearlo desde dentro como forma de rebeldía ante el titiritero explotador (la desobediencia es una forma de enfrentarse a la autoridad), terminan reclutándolo en la facción juvenil fascista. Pinocho es inmortal y puede convertirse en el soldado perfecto, en un héroe de la patria del que cualquier padre estaría orgulloso. Solo necesita aprender a obedecer.
En el relato original de Pinocho, como en la versión de Garrone y Benigni, la desobediente y traviesa marioneta nace con el mal en su interior y necesita someterse a una serie de correctivos que la disciplinen. La escuela y la familia funcionan como dispositivos que enseñan a Pinocho a acatar –por su propio bien– la autoridad. Solo entonces la marioneta de madera se convertirá en un niño de verdad. El Pinocho de Zemeckis y Hanks invierte por completo la estructura y advierte de la peligrosidad de la sociedad, capaz de corromper a un niño bueno e inocente como es su Pinocho. El individuo, vulnerable, tiene que ser protegido por la institución escolar y familiar y refugiarse en ellas para hacer de los valores que le ofrecen una coraza con la que protegerse del mundo despiadado y cruel que le corrompe. La amenaza es externa, no es inherente al sujeto, como ocurre en el relato original. Con este desplazamiento del lugar de procedencia del mal, se puede leer el síntoma de la ideología pequeñoburguesa, muy presente en el universo Disney. Un mundo hostil empuja al sujeto a sobreponerse a toda adversidad reafirmando su individualidad plena a cada paso que da, olvidando de dónde procede y quién es realmente, pero solo se resolverá imaginariamente el conflicto cuando reencuentre los puntos de fijación en el orden social y se repliegue en la certeza y la seguridad que representan la familia y el hogar.
En las dos películas anteriores, la obediencia y la disciplina salvan al sujeto del mal (sea este externo o interno), integrándole en el orden simbólico y social, en el mundo de las normas, cuando aprende a respetar el nombre –y el no– del padre. Esta es la lección. La diferencia radical se encuentra en el Pinocho de Guillermo del Toro. En ella se produce un desplazamiento en las nociones de obediencia y disciplina. Su función positiva y necesaria para la inserción del sujeto en la sociedad, adquiere ahora un valor negativo: su expresión máxima la encarna el fascismo, que destruye la subjetividad de los individuos al someternos a un orden militar que homogeniza a los sujetos en nombre de la patria. Pero la función del fascismo –muestra el filme– no es muy distinta de la que ejerce el padre en tanto que significante autoritario que atraviesa al sujeto para disciplinar su conducta e integrarlo en el orden simbólico. Esto parece aprenderlo Geppetto al final de la película. La lección que se extrae es radicalmente distinta: a diferencia de las otras versiones, donde es Pinocho quien aprende a portarse bien, en la versión de Del Toro el aprendizaje –y la transformación– se da en Geppetto, quien le reconoce al final a la marioneta: “Intenté convertirte en alguien que no eras. Te quiero tal y como eres”. La obediencia y la disciplina se descubren como dispositivos que aniquilan la subjetividad de los individuos, impidiendo su realización como sujetos plenos, autónomos y libres. Este desplazamiento en la connotación de las nociones de obediencia y disciplina, responde a una ideología burguesa que, en su fase neoliberal, no concibe más sujeto que aquel que, liberado de todo dispositivo, puede constituir su propia individualidad desanclada de todo punto de fijación que, en la ideología pequeñoburguesa, aporta seguridad y certezas.
Pero hay algo más. La significación que adquiere, en cada una de las versiones, uno de los personajes centrales de la obra, como es Pepito Grillo, nos da una importante clave de lectura. En el Pinocho de Zemeckis y Hanks, el grillo parlante representa, como en el cuento original, la conciencia de Pinocho: define los límites, señala las consecuencias de los actos y enseña el sentido de la responsabilidad. La conciencia es el recuerdo de la norma y, en cierta manera, la imagen de la autoridad integrada e interiorizada por y en el sujeto. El grillo le muestra a Pinocho el camino correcto que le conduce a lo que debe ser. Su identidad está previamente dada, simplemente tiene que actuar correctamente para encontrarla. En la versión de Del Toro, el grillo parlante no representa la conciencia sino el corazón de Pinocho. No es el deber ni la responsabilidad, sino la emoción y la sensibilidad, y acaso también las pulsiones inconscientes, lo que determina su subjetividad. Estas no deben reprimirse para que emerja el sujeto responsable y disciplinado, plenamente integrado en el orden simbólico, que la sociedad necesita. Al contrario, es en el corazón donde se halla su verdadero ser. En el desplazamiento de la conciencia al corazón se lee la concepción que esta nueva versión tiene de la noción de sujeto. Si la conciencia nos devuelve al universo del deber de la ideología pequeñoburguesa, el corazón es una metáfora de la libertad del individuo, que no debe obedecer a nadie más que a sí mismo para elegir el camino correcto, que no es otro que su camino, libremente decidido por él.
En estas tres lecturas o relecturas que se han hecho más o menos en los mismos años de Pinocho, se localizan tres desplazamientos –del mal interior al exterior, en el significado de la obediencia y la disciplina, y el paso de la conciencia al corazón (o del deber ser al ser)– donde se pueden leer los síntomas de un inconsciente ideológico habitado por contradicciones, por distintas maneras de concebir el mundo y de ser en él. Cada época reescribe las obras clásicas a su manera, pero no lo hace en un único lenguaje, porque existen proyectos ideológicos en pugna que se viven inconscientemente y que se manifiestan en nuestros textos y gestos cotidianos. Y hasta que no haya otra alternativa, otro mundo posible que postule otras formas de ser en el mundo, en libertad y sin explotación, en estos dos síntomas que despliega el inconsciente ideológico de la formación social capitalista que habitamos se desvelan los estrechos límites de nuestro mundo: elegir entre conciencia y corazón, entre unas instituciones que nos protegen al tiempo que nos disciplinan o liberarse de todo dispositivo para entonar un cántico al individuo pleno y autónomo neoliberal. Así habla la ideología a través de estas reescrituras de Pinocho, y a la ideología –ya lo hemos dicho– nunca le crece la nariz.