Hay ejemplos previos de operaciones así. A principios de los 90 había llegado a las oficinas de Disney un prometedor libreto llamado Big Baby, y a algún avispado ejecutivo se le ocurrió que con hacer unos cuantos ajustes podría convertirse en la secuela de un gran éxito reciente, Cariño, he encogido a los niños. Así nació Cariño, he agrandado al niño. Estos ajustes pasaron por colocar a los protagonistas de la película previa en la nueva historia, y aunque esto pudiera tener efectos extraños —la desaparición de otros personajes o la disminución de su importancia—, fue posible cierta armonía. No es lo que ha ocurrido con Ocho apellidos marroquís, aunque igualmente haya habido cambios notables en el guion.
La diferencia entre Mediaset y la Disney de los 90 no alude tanto a una falta de sonrojo —la primera ha presumido del grotesco arreglo desde los mismos comunicados de prensa, proclamando que “un gran poder conlleva una gran responsabilidad” en cuanto a la repentina adscripción a una marca tan famosa—, como a un particular entorno industrial. Las mutaciones que ha atravesado la comedia española en los últimos años, enhebrando un clima de homogeneidad y explotación indiscriminada, han predispuesto el terreno para todo lo que ofrece Ocho apellidos marroquís. Que, ni que decir tiene, es una película horrenda.
Los mismos pósteres, con la misma tipografía para los títulos. Los mismos intérpretes: Julián López, Santiago Segura, Dani Rovira, Leo Harlem. El mismo grupo de directores: Nacho G. Velilla, Paco Caballero, Segura otra vez, y en esta ocasión Álvaro Fernández Armero dirigiendo Ocho apellidos marroquís. Ante tal aglomeración de rasgos comunes y, lo que es más importante, el sólido rendimiento en taquilla de todas las películas que los contienen, es inevitable deducir que la comedia española está atravesando una fase concreta —quizá un movimiento, incluso una generación— y, a falta de un bautizo a la altura, intentar aclarar su genealogía.
El citado Julián López protagoniza Ocho apellidos marroquís 13 años después de No controles. Esta comedia nació de un ímpetu de Borja Cobeaga y Diego San José por emular en clave española la Nueva Comedia Americana estadounidense: los códigos de Virgen a los 40 o Supersalidos apelaban a chistes sexuales y escatológicos, pero siempre partiendo de personajes trabajados y una preocupación emocional. El Juancarlitros que López encarnaba en No controles hacía suyo un patetismo entrañable que Cobeaga y San José combinaban con una caspa típicamente española, e hicieron confluir estos ingredientes con otra moda exógena de cara a su siguiente proyecto, el más exitoso de su carrera y de la historia de España.
Ocho apellidos vascos estaba más definida, de hecho, por propuestas europeas que se reían benévolamente de las diferencias culturales de sus territorios, al estilo de la francesa Bienvenidos al norte de 2008. La película protagonizada por Dani Rovira y Clara Lago se alejaba entonces de la Nueva Comedia Americana en pos de coordenadas más fácilmente asimilables por la industria nacional: resultaba significativo que quien dirigiera el guion de Cobeaga y San José fuera Emilio Martínez-Lázaro, que a principios de los 2000 había firmado El otro lado de la cama y su secuela abogando por un talante más cómodo, “más nuestro”.
Lo que ocurrió además con Ocho apellidos vascos es que en 2014 compartió carteleras con Torrente 5: Operación Eurovegas: última entrega de una saga rompetaquillas que había mantenido al 'españolito cuñao' —por muy extrema que fuera la creación de Santiago Segura— como presencia estrella de nuestro cine. El 'españolito cuñao' es una figura muy socorrida: su escritura permite hacer chistes de diverso pelaje sin nunca comprometerse con una postura definida —gracias a eso Segura pudo hacer cinco películas de Torrente asegurando que eran sátiras—, y el reconocimiento que pueda inspirar en el público, ya sea cómplice o simplemente catártico, permite una carcajada así como global.
Ocho apellidos vascos no pertenecía a estas coordenadas, pero su taquilla inmensa le ofreció un nuevo modelo de producción al 'españolito cuñao' y, también, nuevos terrenos donde este personaje podía manifestar su hilarante ignorancia. Había desempolvado tal filón que hubo secuela solo un año después, Ocho apellidos catalanes, marcada por una producción de insoportable celeridad que acaso buscaba anticiparse a la explosión que se veía venir en la industria. El mismo año de Ocho apellidos catalanes Atresmedia lanzó su propia Ocho apellidos con Perdiendo el norte, en torno al viaje a Alemania de dos jóvenes españoles.
Perdiendo el norte tuvo secuela trasladándose a China en 2019, año en que la misma Atresmedia estrenaba Los Japón con Rovira y María León: protagonista, de hecho, de una serie que también había recogido velozmente el influjo Ocho apellidos, Allí abajo. En el lustro transcurrido desde el film de Martínez-Lázaro, la comedia española había abrazado un frenesí productivo que volvía a estar liderado por Santiago Segura —distanciándose estratégicamente de Torrente para seguir haciendo lo mismo con Padre no hay más que uno y derivados— y representaba una cantera de argumentos y equipos intercambiables.
En este frenesí llaman la atención dos aspectos. Por un lado, el desinterés con que se distinguen las películas, acaso auspiciado por una taquilla que se da por supuesta: es igual qué vea el público, porque siempre será una película similar. Esto nos lleva al segundo aspecto: la competencia soterrada entre Atresmedia y Mediaset. Este año, mientras se rodaba Casi familia, la primera estrenó Vacaciones de verano y la segunda Vaya vacaciones. Era fácil que alguien se metiera a ver una pensando que iba a ver otra. Tal es el modelo. Y Ocho apellidos marroquís podría ser tanto una secuela de Ocho apellidos como de Perdiendo el norte. De hecho Julián López, nuestro Juancarlitros, ya salía en Perdiendo el norte.
Mediaset lo empezó todo produciendo Ocho apellidos vascos, pero es lícito decir que Atresmedia ha tomado la delantera: Perdiendo el norte, Allí abajo y Los Japón le pertenecen. Una posible forma de abordar Ocho apellidos marroquís es enmarcarla en una estrategia de Mediaset para recuperar el liderazgo de una competición donde se había quedado atrás. De repente el conglomerado se encontró con Casi familia entre manos y, suscribiendo el atolondrado ánimo exploitation de la actual comedia española, hizo lo que tenía que hacer.
No obstante, y más allá de tejemanejes corporativos, es poco lo que diferencia a Ocho apellidos marroquís del grueso de esta producción. El desencadenante está configurado para que los chistes del 'españolito cuñado' rindan desde el primer momento: en este caso una familia de ricachones cántabros que ha de viajar a Marruecos en pos de la herencia del padre muerto. Julián López es profesor de golf y un antiguo yerno que se resiste a abandonar el clan, Michelle Jenner es su exnovia, y Elena Irureta es su madre y la viuda. Una vez en su destino, descubren que el finado tenía una hija marroquí de la que nadie había oído hablar.
Lo ocurrido con esta familia, a la que se nos presenta profusamente portando pulseras con la bandera de España, es previsible hasta decir basta. Entrar en contacto con la cultura marroquí y sus miembros favorecerá un cambio a mejor en su visión del mundo, animándoles a dejar atrás su racismo mediante (como no podía ser de otro modo) una rutilante exhibición de racismo bondadoso a cargo del guion y de su política de representación. Más allá de los problemas del planteamiento —los propios de solucionar la xenofobia con la retórica del “vaya, son personas como nosotros”—, Ocho apellidos marroquís mezcla la exotización con la condescendencia, aunando presumibles chistes sobre marroquís que no saben lo que son las hipotecas con una subtrama en torno a la inmigración enormemente insensible.
La visión de Ocho apellidos marroquís es la propia de un turismo multicultural y paternalista, alérgico a las complejidades políticas y diplomáticas del país vecino. Hasta aquí lo esperable en cualquier ficción de 'españolito cuñao', pero la película es calamitosa desde otros terrenos. No es que dentro de esta Nueva Comedia Española alguien le esté dando una mínima importancia a la puesta en escena —más allá de la preocupación por una uniformidad en la fotografía que remita a la TDT—, pero incluso teniendo esto en cuenta sorprende la incapacidad para resolver diálogos y el nulo timing cómico de la dirección, capaz de echar a perder el entusiasmo de Irureta (la única cara del reparto que parece estar pasándoselo bien).
El guion, al margen de la autocomplacencia con la que se ríe de figuras patrias con las que parece tener más en común de lo que cree, también falla en la mera gestión de arcos narrativos. Ni siquiera la previsibilidad, la asunción de que el público sabe cómo terminarán desde el minuto uno, facilita un acercamiento solvente a los personajes, con un lioso baile de motivaciones. Ocho apellidos marroquís es mala hasta para sus miserables estándares, pero eso no es lo peor: lo peor es que aún nos queda por sufrir muchas películas parecidas.