No es un cine accesible para todos, tanto por su escasa difusión en salas de cine cuando se estrenaron, como por la exigencia de la propuesta de Béla Tarr. Sátántangó son 425 minutos de película basados en una economía de planos (solo 156 en todo el metraje) que convierten al cineasta en un maestro del plano secuencia, de la composición de cada cuadro, del movimiento interno dentro de cada fotograma. Su cine, en blanco y negro y de un tempo lento e hipnótico, es insobornable. No se deja llevar por modas ni presiones. Solo hay que ver la primera escena de Sátántangó, un larguísimo plano secuencia de ocho minutos, sin cortes, en el que la cámara del autor sigue a unas vacas que le sirven para barrer por completo la granja donde desarrollará su película.
Tarr no ha vuelto ha dirigir desde que firmó, en 2011, El caballo de Turín. Aseguró que ya había contado todo lo que tenía que contar en forma de largometrajes de ficción y se centró en su labor docente y en trabajos documentales y cortometrajes. Cuando estrenó esta película en Cannes, las alabanzas fueron casi unánimes, pero periodistas como Carlos Boyero cargaron contra él. El crítico escribió que "los kilos de aburrimiento que ofrece su cine se salen de la balanza”.
Han pasado 12 años sin una nueva película de Béla Tarr, pero el mundo del cine no se ha olvidado de él, y la Academia de Cine Europeo le ha reconocido con el premio honorífico. En su comunicado anunciando el premio, la Academia le calificaba como un “director legendario” y destaca por encima de todas sus características una: “su personalidad con una fuerte voz política”. El propio Tarr contradice esa opinión desde una entrevista por videollamada: "Yo no diría que es una voz política”.
Después lo piensa mejor y explica y matiza su respuesta. “A veces cuando ves cómo los políticos están haciendo daño al pueblo, a la dignidad humana y la dignidad en general, tienes la sensación de que tienes que decir algo. Que tienes que actuar. No creo que nuestro trabajo como cineastas tenga que ser político pero es que incluso aunque no quieras serlo, lo eres. No importa si estás mostrando solo la esquina de una calle, eso es una acción política en sí misma porque muestras una determinada forma de verlo”, dice.
Tarr no se esfuerza en ser simpático. Si no le gusta una pregunta esgrime que “no sabe” o la piensa y finalmente no contesta. No tiene ninguna necesidad. Sobre el premio, lo único que manifiesta es que sigue sintiéndose como un “gran desconocido” y que no se considera un maestro. “Excepto para mis alumnos, para ellos creo que puedo serlo”. Preguntado por esas nuevas generaciones que llegan al cine europeo prefiere “no juzgar porque sería estúpido”. “Cada persona es diferente. No puedo tratarles a todos como iguales. Algunos habrán tenido una vida dura y otros no. Tenemos diferentes bagajes sociales y una historia diferente. Una cultura diferente, una religión diferente. Son demasiadas cosas que me hacen no poder medirles y compararles”, zanja.
Tampoco tiene “opinión” sobre las plataformas. “Estas cosas aparecen y desaparecen y no es un asunto que me interese. Yo solo quiero ver las películas auténticas. Las emociones de verdad. Ese algo auténtico que me toca y me agarra. No me interesan las plataformas. No son para mí”. Eso sí, no cree que el cine vaya a desaparecer, aunque quizás sí que cambie su consideración en la gente y esta situación de peligro haga que muchos cineastas evolucionen a un cine menos atado a convencionalismos.
“Cuando apareció la fotografía, los pintores perdieron una gran función, porque habían ganado mucho dinero retratando a las hijas de los banqueros y de los ricos, y con la llegada de la foto esa función desapareció. En ese momento se fueron a las galerías y surgió el arte libre, el impresionismo y luego el expresionismo. Fue una gran liberación para los verdaderos artistas. Y esa es realmente la función que tendrán las salas de cine, porque irás allí como un evento, como a las galerías. Será una especie de evento donde de verdad podrás ver el cine real”, sentencia.
Lo que también tiene claro es que no va a volver a rodar un largo de ficción. “No, estoy haciendo cosas diferentes”, apunta tajante. Ahora busca "la gesamtkunstwerk" (obra de arte total), creando algo que es “en parte una película, en parte teatro, otras cosas…”. “No lo sé, yo sigo trabajando y pensando. No soy un vago. Hago lo que puedo pero no quiero hacer más largometrajes”. El motivo para no rodar más largos es que ya ha hecho lo que ha querido. "Ya está. Hecho. Está completo. Desde antes de El caballo de Turin todo el mundo sabía que iba a ser mi última película. Cuando la presenté en París antes de comenzar el rodaje lo dejé claro, una más y cierro la tienda”.
Confirma lo que se comenta de él, es un “perfeccionista”. “Todo el mundo sabe que lo soy. No abandono algo si no siento que es lo que quería hacer. Siento mis películas como si fuera un padre que tiene muchos hijos. Alguno tiene la nariz más grande, otro el cuerpo pequeño, quizás las orejas enormes… pero son todos míos. Como padre estoy orgulloso de todas mis películas y todas me gustan”, desliza mostrando su lado más tierno.
Dentro de su alumnado se encontraba Pilar Palomero, la directora de Las niñas y La maternal, y al nombrársela a Béla Tarr se le ilumina la cara. Es un padre orgulloso de sus películas, pero también de sus alumnos. “¿La conoces? Fue alumna mía en Sarajevo. Me gusta mucho”, dice y como si fuera una cita anuncia que en enero visitará Barcelona donde le dedicarán una retrospectiva que ayudará a dar a conocer a un cineasta que aunque no haga más películas, se ha mantenido como un autor capaz de hacer un cine ajeno a cualquier moda o presión en tiempos de franquicias y secuelas.