Aquí comienza la historia de Judith y de su familia. El inicio de su huida, que arrancó con la llamada de un policía admirador. El soplo les advertía de la intención de retirarles los pasaportes. Así que, esa misma noche, a pesar de hallarse en la cama con fiebre, Alfred Kerr se vistió y huyó a Zurich. El resto de la familia le siguió los pasos un día antes de la victoria electoral de Hitler. Atrás quedaron Berlín y los peluches de Judith, abandonados a merced de los nazis. Pues, tal y como la lista negra había pronosticado, la Gestapo se presentó en la casa de los Kerr, justo a la mañana siguiente de que la barbarie ganara las elecciones.
Judith Kerr es un referente indispensable para varias generaciones de niños y niñas no solo británicos, sino del resto del mundo. En España es conocida gracias a su obra más emblemática: Cuando Hitler robó el conejo rosa, pero su producción abarca varias novelas y, sobre todo, libros ilustrados. Una jugosa carrera que estuvo a punto de no suceder.
La autora siempre reconoció que su existencia fue fruto de la buena suerte. Gracias a aquel chivatazo, Alfred Kerr logró salvar la vida. Por mucho que el crítico bromeara, ya a salvo, en Suiza, de que la cantidad de su recompensa fuera demasiado baja, habían esquivado el desastre por una decisión tomada en el momento adecuado. Un día después, habría sido demasiado tarde.
A partir de entonces, la familia luchó por sobrevivir. Mientras los nazis quemaban los libros del padre, los Kerr se refugiaban en Suiza, para más tarde pasar a Francia y después al Reino Unido. Fue allí donde sufrieron los estragos de la pobreza y las bombas del blitz. Pero, curiosamente, Judith siempre recordó su infancia como una aventura.
Ya anciana, en cada una de las entrevistas concedidas cómodamente en su casa, reconocía que, gracias al trasiego de países y de escuelas, había aprendido francés e inglés. Hasta había sobrevivido a un bombardeo en el hotel de Bloomsbury en el que vivían —donde un armario aguantó el techo que se les vino encima—. Una suerte, sin duda.
A pesar de tanta vicisitud, Judith insistía en que no se lo habría perdido por nada del mundo. Pues muchos no pudieron ni contarlo. Al contrario que otras niñas de su época, como Ana Frank, Judith fue afortunada. Admitía que, de pequeña, al igual que sucede ahora, soñaba con ser famosa. Ya entonces escribía y pintaba. Es posible que la influencia de un padre tan mediático —tan ilustre, insistimos, que incluso aparece en libros como Sombras sobre el Hudson del premio Nobel Isaac B. Singer— le diera una pista de la estela a seguir. Cuando desde la radio alemana iban recogerle a casa con coche y guardaespaldas, Judith veía la figura de su padre como algo sobrehumano. Lo que entonces ignoraba era que en Berlín, en los años treinta, esa parafernalia se desplegaba para que no te mataran.
Una vez en Londres, la familia se estableció definitivamente y pudo ver el final de la guerra y el triunfo de los aliados. Judith, ya adulta, trabajó en un taller textil mientras que acudía a la Escuela de Artes y Oficios por las noches. Poco después llegó otro de sus giros de suerte: un día, en la cantina de la BBC donde fue a comer por casualidad, conoció a un joven guionista —el afamado Nigel Kneale— que se convirtió, poco más tarde, en su marido. "A veces me pregunto cómo habría sido mi vida si él hubiera estado resfriado el día que fui a la BBC" decía. El destino se hubiera bifurcado.
Pero afortunadamente para Judith, la historia fue por el lado correcto. Aunque se tomó su tiempo. La autora ha llegado a ser a ser muy popular en el mundo literario a pesar de sus inicios tardíos. Tenía 45 años cuando publicó su primer cuento ilustrado, El tigre que vino a tomar el té, el punto de partida de una carrera prodigiosa.
La obra narra la historia de un tigre que llega de visita y arrasa con todo. Se come lo que hay en la despensa y se bebe hasta el agua de las tuberías. Cuando el padre llega a casa, propone que vayan a un restaurante. Pero al día siguiente, los hijos y la madre van a hacer la compra por si el tigre vuelve a aparecer. Algo que, por fortuna, nunca sucede.
Años después de la publicación de este y de otros libros, como la saga de El gato Mog, Judith contó su infancia en Cuando Hitler robó el conejo rosa. Le sucedería En la batalla de Inglaterra, su adolescencia bajo los bombardeos de Londres —publicado, en su momento, por Alfaguara en España, pero descatalogado actualmente— y, por último, A small person far away, que nunca llegó a nuestro país y cierra la trilogía con un momento tan duro como necesario: la vida adulta y el regreso a Berlín.
Décadas más tarde, Kerr encontraría un archivo con cartas de su padre. Descubriría que, ya desde el exilio, Alfred Kerr escribía sin descanso a sus amigos para obtener dinero. Pero ni Judith ni su hermano—el jurista Michael Kerr— fueron conscientes de ello. Sus padres consiguieron ocultarles su angustia.
La visita de regreso de Judith a Berlín fue dura. Costaba divisar la misma estación desde la que ellos partieron hacia una buena vida —la actual Friedrichstrasse— mientras que otros muchos lo hicieron hacia los campos de exterminio. Y no solo eso. Para Kerr fue muy complicado enfrentarse como adulta a la comprensión del drama de sus padres. Los intentos de suicidio de su madre —que planeaba efectuar junto a sus hijos durante la guerra, según una de las cartas familiares—, la desesperación y la defenestración de Alfred Kerr, su triste muerte, y lo que sufre cualquier refugiado al no pertenecer a ningún sitio.
Judith siempre contaba que no había sido consciente de aquel tormento mientras era pequeña y todos huían. Pues los niños no entienden de geopolítica. Es posible que esa capacidad de refugiarse en la realidad infantil fuera su salvavidas. Los niños fabrican su propio mundo lógico. Un terreno asociado, por norma general, a la fantasía.
Tal vez por eso se consagró en vida y obra a complacer a la infancia. Cuando su hijo Matthew Kneale —de adulto, también un famoso escritor— vio el musical de Sonrisas y lágrimas, creyó entender por lo que había pasado su madre. Judith Kerr decidió que era el momento de contar lo que había ocurrido en realidad. Así que compuso la primera novela de su famosa trilogía. Puede que en un intento de explicar algo de por sí inexplicable.
Pero Judith sabía, y siempre remarcaba, que los niños solo son eso: niños. Pequeños seres que van de un lado para otro sin que nadie les aclare nada. Ya sean refugiados o víctimas de la injusticia. Incluso cuando les cortan los suministros o los bombardean sin descanso.
Puede que por hacer frente a esa falta de razones, Ana Frank deseara ser escritora. Mientras los días se sucedían en su escondite de Prinsengracht 263, en Amsterdam, soñaba con ver publicado su diario. Hasta comenzó a prepararlo para cuando llegara el día de salir y respirar. Pero no pudo ser.
Judith, en cambio, terminó su vida en la misma casa del suroeste de Londres en la que vivió durante cincuenta años. Con la estabilidad de hallarse en el mismo estudio de siempre, acompañada por los libros de su padre, de su marido y de su hijo. De los suyos propios. Una genealogía literaria que no hubiera sido posible sin los golpes de suerte.
Es posible que la historia de Judith sea la cara de la moneda. La que nos recuerda que cuando se mata a un niño, no solo se cercena una vida. Se destruye todo lo que podría llegar a ser. La muerte se traduce en relatos que no se transmiten, tradiciones que no persisten, creatividad que ya no prospera. Matar debería ser muy complicado. Pero es dolorosamente fácil.
Judith Kerr es el claro ejemplo de lo que estuvo a punto de no ser. Lo que Ana Frank no fue nunca. Kerr misma lo sabía: "He tenido una vida muy feliz, pero casi no llega a suceder". Y aclaraba: "Nunca podré olvidar lo afortunada que he sido".