Llegaba de París, donde vivía exiliado. El FBI lo perseguía en su propia tierra, no ya por ser “negro”, sino por su posición política legítima. Siempre de parte de los de abajo, nunca de los privilegios, Wright llegó a España dispuesto a mezclarse con prostitutas, artistas y mendigos. De su visita escribió un libro testimonial titulado España pagana (Big Sur), un trabajo donde se nos presenta la España que cruzaban los trenes de aquel entonces; maletón y saliva negra en la punta de la lengua; alpargata con olor a pies y a heridas abiertas a la gangrena; esas cosas.
El color a leche sucia de aquellos tiempos cubre la lectura de sus páginas. Llegando a la parte que se desarrolla en Granada, el escritor norteamericano nos presenta las cuevas del Sacromonte, donde los gitanos cantan y bailan al ritmo de los jurdeles. Es aquí donde Richard Wright se muestra ácido e hiriente con el flamenco como atracción turística. Su crítica contrasta con la belleza sensual con la que expresa los movimientos de las bailaoras.
El capítulo dedicado al flamenco y a las cuevas granaínas da que pensar. El caletre se pone en marcha tras su lectura y uno llega a confirmar lo que ya sabía, es decir, que el flamenco, al igual que los toros o la bandera rojigualda fueron atributos de un franquismo que el mismo sistema convirtió en categorías, instrumentalizándolas a su favor.
Cuando esto sucede, ya se sabe, no hay vuelta atrás. Es difícil o imposible que los toros, o la bandera rojigualda, representen algo más allá de lo rancio y carpetovetónico de aquella España miserable. Porque el franquismo está presente tanto en la bandera como en el capote.
Pero con el flamenco no sucede lo mismo y eso se lo debemos a la Santísima Trinidad del Arte Flamenco, es decir, a Camarón, a Paco de Lucía, y a Antonio Gades. Los tres consiguieron lo más difícil; consiguieron despojar el flamenco de ataduras rancias, liberarlo del franquismo y convertirlo en lo que es ahora; una música demasiado bella para ser prostituida por la herencia franquista.