Era complicado que en una carrera que ha entregado peliculones como Los descendientes o Nebraska, se siga rayando la excelencia. Pero Payne sigue a lo suyo y ahora lo ha vuelto a lograr con Los que se quedan, una cinta que está entre lo mejor de su filmografía y que debería estar (y estará) en todas las categorías importantes de los próximos Premios Oscar. Un filme que muchos han descrito como un clásico navideño cuando es mucho más que eso, cuando la Navidad es lo de menos, o solo un marco temporal perfecto para desarrollar una historia donde vuelve a confirmarse como el director que mejor sabe trasladar un sentimiento humanista y de ternura.
La historia de este profesor cascarrabias, que se queda al frente de los alumnos que no tienen con quien pasar la Navidad en un colegio de élite en los años 70 en EEUU; se une a la de un alumno cuya madre se ha ido con su nueva pareja de viaje y la cocinera negra que ha perdido a su hijo en Vietnam. La relación entre todos los personajes, llena de amor, de fina ironía y de detalles brillantes es lo que va creciendo hasta llegar a un clímax que emociona hasta la lágrima. A Payne le basta una escena (ese descubrimiento de que dos personajes toman la misma medicina) para crear un vínculo sin necesidad de subrayar. Esos detalles (“entre nous”) tan propios de Alexander Payne y tan geniales que hacen que uno se sienta parte de ese grupo.
Hay, como siempre, mucho más que una película bonita en Los que se quedan. Siempre ocurre en el cine de Payne. Los descendientes hablaba de especulación urbanística y de patrimonio bajo su historia personal; y Los que se quedan habla de privilegio, de diferencia de clases y de un país marcado siempre por las guerras. Guerras que dejan madres sin hijos y mujeres sin maridos. Una generación de mujeres marcada por las decisiones de un país que las deja atrás.
Los que se quedan es, también, un homenaje al cine de los 70, con Hal Ashby a la cabeza (y ahí está la canción de Cat Stevens para subrayarlo). Y sin embargo se convierte en un canto contra la nostalgia. El filme habla de cómo hay que entender el pasado, nuestra historia (no es casualidad que el personaje protagonista enseñe historia de la Antigua Roma y diga frases en latín), para poder avanzar. Ellos dejan atrás el pasado y avanzan. Se ayudan a mirar al futuro porque es la única forma.
Como siempre en su cine hay en el centro unas interpretaciones sobresalientes que sustentan todo. Payne es un director de puesta en escena transparente que se apoya en sus actores. Su descubrimiento de Dominic Tessa (increíble que sea su primer papel) es para ponerse de rodillas. Uno de esos actores con físico fuera de cánones cuyo carisma es indescriptible. La apuesta por Da’Vine Joy Randolph va camino de reportarle el Oscar a la Mejor actriz de reparto y Paul Giamatti debería ganar el de Mejor actor protagonista por ese personaje que se escuda en la rigidez y las normas pero que poco a poco va mostrando su bondad.
Paul Giamatti y Alexander Payne ya habían trabajado juntos. Fue en 2004, en Entre copas, la cinta que colocó al actor en el foco de Hollywood y que le dio a Payne un Oscar al mejor guion adaptado. Giamatti, a pesar de ser uno de los favoritos, fue ignorado en las nominaciones de aquella edición, algo que no parece que le vaya a pasar este año, donde vuelve a estar en todas las predicciones para un premio de la Academia de Hollywood que todavía se le resiste.
Desde aquella colaboración han pasado casi 20 años, y Giamatti cuenta que Payne le ha dirigido en este largometraje "de manera diferente”.
“No creo que sea necesariamente porque él ha cambiado, sino que esta era una película distinta, con cosas del cine de los 70. Cuando hicimos Entre copas todo fue mucho más flexible. Había varias cámaras, todos tenían micrófonos, y esto fue todo lo contrario. Era mucho más formal porque estaba haciendo una película de los 70, y tenía un verdadero enfoque en el ritmo para mantenerla en movimiento de otra manera. Pero aun así sentía que era la misma persona. Su enfoque sigue siendo muy relajado y muy divertido. Respecto a mí, yo creo que ahora me siento más con el control de ciertas cosas. Supongo que soy mejor actor, y definitivamente me relajo más”, explica el intérprete, que este año ha estado también en la segunda temporada de 30 monedas, la serie de Álex de la Iglesia.
Para Giamatti el largometraje “mira al pasado” de una forma estética, pero no porque sea “un viaje nostálgico ni fetichiza ese pasado”. “Hay pantalones de campana, corbatas grandes y camisas con cuellos enormes, pero no subraya todo eso. A mí no me interesa la nostalgia. Puedo sentir esa nostalgia por aquellas películas, pero queríamos hacer una que resonara en el presente. Luego resultó que está ambientada en los años 70, pero no se detiene en ello ni lo sentimentaliza. Siempre socava eso de alguna forma, así que creo que no es una obra nostálgica y yo no me siento para nada nostálgico”, zanja.
Con humor dice que prefiere que le pongan una estatua de cera a una “estatuilla de oro”, refiriéndose a ese Oscar para el que le colocan como uno de los favoritos. También reconoce que hubo momentos donde pensó que no le compensaba.
“Creo que todos los actores tenemos un momento en el que piensas que estás harto de esto. Puede ser porque te sientas subestimado, porque no te lleguen proyectos que consideres atractivos o simplemente porque no te llegue ninguno. Hace mucho tiempo tuve uno de esos momentos en donde sentí que no quería hacer esto. Que no quería seguir porque iba a ser demasiado difícil, pero creo que nos pasa a todos los actores”, apunta antes de concluir la anécdota dándose cuenta de que ser actor es “lo único” que sabe hacer. Siempre apareció un proyecto que le hizo seguir, que le hizo no abandonar y que le llevó a este proyecto que quedará como uno de sus mejores papeles.