Lo que Hughes más anhelaba en su vida, cuenta en el prólogo de su libro George (Errata Naturae, 2024), “más allá de salud, felicidad y dinero” eran “plantas, animales y una casa propia”.
Cuando el camión de la mudanza llegó con sus cosas desde Londres supo que ya nunca más tendría que volver a mudarse. Su padre, el escritor Ted Hughes, la había arrastrado, junto a su hermano Nick, por diferentes ciudades de Inglaterra e Irlanda, trece colegios y múltiples casas y pensiones desde que murió su madre, la también escritora Sylvia Plath. Ni los amigos ni las posesiones sobrevivían a ese trasiego.
Siempre pensó que tener una mascota sería una señal de estabilidad. De cómo ha llegado a convivir con quince búhos, tres perros, cinco chinchillas y una serpiente pitón hay algunas pistas en estas memorias de lo ocurrido en cinco meses del año 2007 (publicadas en castellano con traducción de Regina López Muñoz) que dan cuenta de la aparición de la urraca George en su vida. La encontró en el suelo de su jardín, recién nacida y herida.
El libro se basa en el diario que cada día la escritora –que es además pintora, poeta y autora de literatura infantil– fue escribiendo desde la aparición de la urraca. “Nunca había cuidado de un pájaro y no sabía que fueran tan inteligentes, al menos George”, dice en una entrevista con elDiario.es con motivo de su visita a Madrid para la presentación de la obra. “Todo el mundo pone su vida en un libro pero yo quería poner al pájaro en el centro y, luego, hablar algo de mi vida”, explica.
Si no ha publicado este libro hasta 17 años después, es en parte porque cuando una editorial se interesó por primera vez en él, su hermano Nick se suicidó, como también había hecho su madre. “Y entonces ya no pude hacer nada. Pasé un año sin hacer nada y cuando volví a ocuparme de mis asuntos, después de haberme ocupado de los asuntos de mi hermano, mi vida era tal caos que me tomó un buen tiempo volver al libro”, explica.
Hasta este punto, Hughes no había escrito nunca un libro autobiográfico. Era algo en lo que no quería entrar. Aunque la urraca George esté en el centro del relato, la lucha por ser fiel a sí misma es el trasfondo de la historia: su empeño por hacer de George parte de la familia, el deterioro de su matrimonio, su obcecación en el esplendoroso jardín o su determinación por conducir una moto potente con la que surcar las carreteras de la campiña y estar a solas consigo misma, asoman a la vez que cuida, observa y aprende del pájaro, absolutamente fascinada.
Ser hija de dos de los más importantes poetas del siglo XX no es una carga fácil. A Frieda siempre le ha preocupado “ser juzgada”. Poco a poco ha ido encontrando su sitio. Por ejemplo, sabe que no quiere pintar “cosas hechas por un ser humano” pero sí “flores, rocas, árboles, desiertos, cielos, ¡ay, Dios mío, el cielo!, puestas de sol” y grandes cuadros abstractos que reflejen sus sentimientos. “Pero pensé: si hago dos cosas diferentes, me van a juzgar”, confiesa. “Y si escribo poesía, me juzgarán”, señala, aunque sabe que eso solo ocurría en su cabeza. Y esas dudas siguieron hasta que cayó enferma con síndrome de fatiga crónica. “No podía pensar con claridad, no podía leer correctamente, solo dormía 20 minutos cada cuatro horas”, recuerda. “Y pensé para mis adentros, no sé si mi vida será siempre así. Pero si es así, haré solo las cosas que quiero hacer, porque cuatro horas al día no es mucho tiempo para estar despierto. Y así dejé de preocuparme por lo que la gente pensaba de mí y de lo que yo hacía”, añade.
En otro momento de la entrevista, Frieda, con su gran sonrisa, la naturalidad de sus gestos y unos enormes ojos azules siempre buscando algo que la sorprenda, confesara que le gustan tanto los pájaros porque “no juzgan a las personas”.
Frieda, que acaba de cumplir 64 años, tiene una carrera literaria que, previamente a George, ha dado siete libros para niños (entre 1986 y 2001) y ocho poemarios (entre 1998 y 2018). Hasta después de publicar el primero de los libros de poemas, Wooroloo, se las había arreglado para no leer nunca un solo verso escrito por sus padres. Quería hacer todo lo posible por no recibir su influencia literaria. “Cuando se publicó mi primer libro, pensé: quizás ahora debería mirar su poesía. Yo vivía en Australia y donde vivía, en un monte, no había librerías. Una vez que fui a la ciudad, a Perth, fui a una librería y solo había best sellers y libros baratos… no había poesía. Pero había un libro de mi madre, solo uno. Y después un amigo me regaló un libro de poesía pequeño de mi padre”, recuerda.
“Fue como abrir un paquete que explota, ya sabes, hay que hacerlo con cierto cuidado. Lo leí y pensé: ¡oh, no soy como ellos en absoluto! Entonces sentí que no importa lo que diga la gente, porque yo sé que no soy como ellos”, señala. Después, Hughes relata una anécdota en la que un editor de uno de sus libros de poesía le dijo: “No puedo decidir si te pareces más a tu padre o más a tu madre”. “Los dos eran poetas muy distintos. ¿Cómo puedes decirle a alguien que puede ser como ambos al mismo tiempo? No es posible. Así que le dije: ¿No se te ha ocurrido que la razón por la que en realidad no soy como ninguno de los dos es porque estás tratando de compararme con ambos?”.
El juez definitivo fue el propio Ted Hughes, fallecido de un fallo cardiaco en 1998, el mismo año de la edición de Wooroloo. “Poco antes de que muriera le di el manuscrito de mi primer libro y le dije, quiero que me digas si me parezco en algo a mi madre, porque tú eres el experto. Él lo leyó y dijo: absolutamente no. Me advirtió de que la gente intentaría compararme, pero me dijo: no te pareces en nada a nosotros”. La única influencia, por llamarla así, de su padre fue cuando ella le pidió que dividiera los poemas de ese libro en tres montones: la pila de los poemas buenos, la pila de los que podrían estar bien si trabajaba en ellos y “el mal montón”. “Eso es todo lo que te pido, le dije. Y así lo hizo”, recuerda.
Además del impacto de la muerte de su hermano, hay otro motivo por el que George ha tardado tanto en publicarse. Su carácter autobiográfico (lo que en el mundo anglosajón se denomina memoir) era algo de lo que Frieda Hughes quería alejarse para marcar esa distancia con sus padres. Ella quería contar una historia feliz, la del enamoramiento por esa listísima urraca que decidió quedarse con Frieda casi medio año, hasta que decidió volar. Pero en su vida pasaban cosas que no lo eran tanto, como el desmoronamiento de su matrimonio –”un marido que no siempre era muy amable conmigo, digámoslo así”– o el dolor de espalda. Frieda quería resaltar en esta historia que cuando hay un ser vivo que necesita tu atención, de esa manera libre e irracional como puede ser la relación con un pájaro, tú te das ahí.
Este libro ha sido “una especie de prueba”, como “meter el pie en un agua donde hay un tiburón”. No solo ha salido ilesa sino más fuerte, por lo que está escribiendo otro con menos reparos a introducirse en aspectos más personales
Por la noche, Frieda suelta a sus huskies siberianos para que correteen por el jardín, se sienta con una taza de té o una copa de vino durante 10 minutos, 20 a lo sumo, mira ese jardín inusual y piensa en que todo surgió de su cabeza y de sus manos y celebra la suerte que tiene. Luego entra en casa, se acerca a los búhos que vuelan por su cocina y al gran aviario que construyó para ellos en el jardín de atrás y siente esa sensación mitad maternal, mitad de cuidadora y sabe que siempre habrá una gran cantidad de trabajo por delante, pero se siente agradecida de tener todas estas cosas.