Por todo esto, la historia que ahora leo me alcanza de lleno. Exilio y derrota, lucha y hambre, palabras que llevo escuchando desde antes de haber nacido, de cuando mis abuelos se batieron en el Cuartel de la Montaña contra los sublevados, el golpe de Estado que condujo al desastre. Todo empezó donde hoy está el Templo de Debod y muchos años antes Francisco de Goya pintó los fusilamientos.
La novela de Alfons Cervera me trae estas cosas a la memoria. Es el poder de la buena literatura cuando te atrapa de lleno y no te deja, cuando la noche se abre a tu paso con el maullar de los gatos como única compañía, y las canciones de Edith Piaff y de Yves Montand se van quedando viejas. Es lo que tiene Alfons Cervera, que sabe cómo enredarte en una historia que son muchas historias a la vez y que, como él mismo cuenta, en todas ellas hay una buena parte que son mentira y hay otras partes que la imaginación nutre de verdad.
Porque el tiempo de la memoria, como el de las fotografías, no es el mismo que el de la realidad. Y sin memoria poco o nada se puede escribir. El boxeador, la nueva novela de Alfons Cervera, es un homenaje a la memoria, un tributo a esas personas anónimas que sufrieron el castigo por rebelarse ante el movimiento del Capital en el año 1936. Porque los ejércitos no están para hacer desfiles y lucir sus botas al compás de una banda de música, no; los ejércitos están para proteger al Capital. Y cuando aquí, en nuestro país, el Capital entró en crisis, sacó al ejército a pasear, que es una manera políticamente correcta de decir que el ejército salió a fusilar. Hijos de puta.
Con estas cosas me despido de ustedes hasta la próxima; mientras tanto me sumerjo en la lectura de El boxeador, una novela que recomiendo a viva voz.