Los efectos del acontecimiento 15M se sintieron también en el campo cultural. Las voces privilegiadas y autorizadas del campo, aquellas que fijaban los relatos que circulaban y marcaban los límites de lo que podía ser y no ser dicho, empezaron a ser cuestionadas. La crítica empezó finalmente a ejercer su función y ellos, que sentían como por primera vez les tosían, se autoproclamaron cancelados, cuando lo que se hizo no fue sino nombrar su vacío. Tocaba llenar el vacío de plenitud. Surgieron nuevas voces –nuevos textos– en el campo literario que quisieron hablar desde un lugar otro y un lenguaje otro con el que nombrar la crisis política y cultural que nos atravesaba. Pero también, en ese mismo momento, surgió la necesidad de exhumar los discursos culturales enterrados e imposibles de recuperar –y de ser normalizadas– por el régimen de verdad constituido, el nacido de la Transición.
El fenómeno de Las Sinsombrero –fruto del proyecto transmedia de Tània Balló, que incluye el documental Las Sinsombrero, estrenado en 2016– puede leerse en esta línea de ensanchamiento de una esfera pública cultural en la que el ruido puede convertirse en voz. La denominación de Las Sinsombrero deriva de una anécdota protagonizada por Maruja Mallo y por ella misma narrada y recogida al inicio del documental de Balló. Mallo, paseando con Federico García Lorca, Salvador Dalí y Margarita Manso por la Puerta del Sol de Madrid, decidió quitarse el sombrero, un gesto simbólico que suponía, en la época, una declaración de rebeldía, una forma de enfrentarse a los códigos y las normas que dictaban su clase y género. Al descubrir su cabeza, recibieron inultos por parte de los transeúntes, e incluso fueron apedreadas.
La etiqueta, aunque ha sido criticada por considerarse una suerte de marca que responde más al márquetin que a la historicidad, es rica en significación histórica y social: sitúa a estas intelectuales en una posición subversiva ante el género como construcción social, como un dispositivo del que quieren liberarse, al tiempo que las inscribe en una posición de clase burguesa por el mero hecho de llevar un sombrero que quitarse. No es casualidad que entre las primeras Sinsombrero no se encontrara –aunque sí se incluyó después en el documental sobre las intelectuales exiliadas– a Luisa Carnés, una autora obrera que bien podríamos definir como una “sin-Sinsombrero”, ya que mientras aquellas se rebelaban quitándose sus sombreros en la Puerta del Sol, la autora de Tea rooms los fabricaba en una sombrerería muy próxima a la plaza madrileña.
La etiqueta de “Las Sinsombrero” ha permitido movilizar, hasta el momento, ciertos discursos y ha funcionado como un dispositivo de ampliación del canon. Esta tarea, todavía inconclusa, sigue dando sus frutos y hace apenas unos días se ha editado, de la mano de la profesora Ana Fernández-Cebrián, la antología poética Las Sinsombrero y un nuevo 27. Con ella se desafía el estrecho canon construido por Gerardo Diego y la exclusiva “generación del 27”, no solo para reparar el lugar de aquellas voces silenciadas por la historia literaria, construyendo, como se expone en el prólogo, una “casa común que puede recibir otros invitados que los lectores consideren”, sino también para captar en los versos antologados esa “imaginación poética que activaba nuevas maneras de vivir, de pensar, de sentir: de relacionarse con los demás”.
La exhumación de las voces olvidadas ha permitido reconfigurar el canon literario en clave de género, ampliándolo para justamente incluir a todas aquellas artistas e intelectuales que, más allá de cuestiones estéticas y únicamente por el mero hecho de no ser hombres, habían sido excluidas de la historia cultural de este país. Pero aquella “mitad ignorada”, de la que hablaba Jairo García Jaramillo –tomando prestado un verso de Lorca– en su libro La mitad ignorada. En torno a las mujeres intelectuales de la Segunda República (2013), incluía otra parte también sin-parte en el canon literario: las mujeres de clase obrera, militantes de movimientos políticos revolucionarios, que ensayaban una literatura otra, desde abajo, que pretendía subvertir las estructuras políticas y sociales basadas en la explotación.
Quiénes son las Sin AmoPara llenar este vacío de plenitud radicalmente histórica, el poeta e historiador Antonio Orihuela acaba de publicar, en la editorial La Oveja Roja, un libro que ha de convertirse en referencia ineludible para el estudio y análisis de la literatura social escrita por mujeres en los años de la Segunda República, e inmediatamente anteriores: Las Sin Amo. Escritoras olvidadas y silenciadas de los años treinta, donde se rastrean las novelas publicadas en la colección La Novela Ideal, de la editorial anarquista Revista Blanca. Eran novelas breves, folletines de no más de 30 páginas, vendidas a precios asequibles y con tiradas de más de 10.000 ejemplares. Se publicaron, entre 1925 y 1938, más de un medio millar de novelas. Una revolución editorial, también estudiada por Alejandro Civantos en Leer en rojo (2017) o La Enciclopedia del obrero (2022), que demuestra el interés del movimiento obrero por establecer lugares de transformación política y cultural al margen de la institución cultural burguesa, ensayando nuevas formas literarias, pero también nuevos modos de producir y difundir el libro entre la clase trabajadora.
En su ensayo, Antonio Orihuela recupera y repasa textos de autoras como Federica Montseny o Carlota O’Neill, tal vez las más conocidas de su catálogo, pero también de otras como Ángela Graupera, Ada Martí, Libertad Del Bosque, Regina Opisso o Antonia Maymón, por nombrar solamente algunas de ellas. Las Sin Amo abordan en su literatura temas que les afectan directamente en tanto que mujeres y obreras. Cuestiones como la ley del divorcio o la violencia de género están presentes en este tipo de novelas. La alondra (1927) o El despertar (1931), ambas de Ángela Graupera, al tiempo que narran la violencia machista que sufren sus protagonistas describe también la toma de conciencia de estas mujeres que abandonan, como dice Orihuela, “su categoría de objetos y mercancías para afirmar su valor como sujetos conscientes, amorosos y entregados al Ideal”.
En el caso de las novelas que plantean el tema de la ley del divorcio, resulta interesante observar la manera en que la tensión entre Estado e individuo, propia del discurso anarquista, se afloja y resuelve para celebrar una ley que contribuía a mejorar las vidas de las mujeres, permitiéndoles ser más libres, incluso dentro de la institucionalidad burguesa. Como señala Orihuela en Las Sin Amo: “A pesar de la crítica que la moral anarquista hacía de las leyes estatales en su afán de inmiscuirse en asuntos de ámbito privado y el alegato del amor libre que está presente en estas novelas, no hay que dejar de reconocer que la ley del divorcio tuvo una importancia fundamental desde el punto de vista ideológico, al presentarse como una defensa de la mujer y un paso adelante en el camino por la igualdad de derechos de los sexos, hasta el punto que fue considerada, en su época, como la ley más progresista de Europa”.
Estas novelas no solo participan o intervienen en lo social retratando su funcionamiento, también activan una imaginación política que alumbra nuevos mundos posibles basados en el amor libre o en la búsqueda de nuevos lugares de sociabilidad obrera, como los ateneos obreros, retratados en Como las abejas (1929) o La romántica (1934), ambas también de Ángela Graupera, que muestran la función lúdica e instructora de estos espacios en lo que los protagonistas se vuelven “compañeros”, o la nueva relación que establecen los personajes de algunas novelas con la naturaleza, no ya como un recurso para la explotación, no como un espacio que le pertenece al ser humano, sino como un espacio al que el ser humano pertenece. Esta nueva concepción de la naturaleza funda nuevas formas de vida basadas en el naturalismo y el vegetarismo, prácticas que reconfiguran el cuerpo como fuente de salud y placer, de libertad y felicidad. Novelas como Flora o La perla, de Joaquina Colomer y de Antonia Maymón, respectivamente, son un ejemplo de ello.
Federica Montseny, unas de las autoras cuyos textos se recuperan en 'Las Sin Amo. Escritoras olvidadas y silenciadas de los años treinta'Estas novelas también abordan conflictos propios de la época, como la guerra colonial en el Rif, narrada en Un drama que no es de amor (1936), de Ada Martí, que llama a la deserción de las fuerzas militares; o la huelga revolucionaria y los atentados como instrumento para la lucha revolucionaria, como aparece en Un hombre (1932), de Federica Montseny, que ficcionaliza un atentado contra un dictador, o en La rebelión de los siervos, también de 1932 y también de Montseny, novela que se hace eco de los conflictos del campo a causa de la insatisfactoria reforma agraria republicana.
Estos son solo algunos ejemplos de las temáticas que estas novelas breves retratan. Sin embargo, como señala también Antonio Orihuela en Las Sin Amo, en ocasiones estos temas nuevos arrastraban los residuos de la ideología conservadora que, como no podía ser de otro modo, constituía también a estos sujetos femeninos y construía su mirada. Por esa razón, a estas novelas les cuesta romper con “lo establecido, las normas o convencionalismos sociales”. No basta con la descripción realista de la pobreza o la desigualdad para que una novela sea política o revolucionaria.
En algunas de estas novelas “lejos de empoderar a la protagonista” esta se convierte en ocasiones en “sujeto paciente y resignado a su suerte, sin capacidad de respuesta, de plantar cara a la situación, rebelarse o buscar alternativas”. Como afirma Orihuela, “los tonos mesiánicos y redentores que en muchas ocasiones adquiere la narración, frustra todo análisis materialista de los textos”. Toda literatura otra choca con sus propios límites, que son los del inconsciente ideológico que la produce, y aunque pueda presentar elementos emergentes de un mundo que está por construir o por ganar, inevitablemente este entrará en contradicción con los residuos de la ideología dominante con la que se pretende luchar pero que, sin embargo, la habita y la atraviesa, constituyéndola.
Pero, más allá de las contradicciones que todo texto contiene, lo interesante de la exhumación literaria que lleva a cabo Antonio Orihuela en Las Sin Amo no es tanto que recupere del olvido a un conjunto de voces literarias de mujeres silenciadas, sino más bien el intento de devolverles su existencia histórica. Han existido y constatarlo nos permite reivindicar su importante papel en la obtención de los derechos sociales y civiles que, mediante su lucha, se lograron. Su recuperación –o como digo: el restablecimiento de su existencia histórica– nos permite saber hoy que las conquistas de derechos no son una concesión de la burguesía, sino que fueron arrancadas por medio de la lucha de la clase obrera.
Así lo dice Antonio Orihuela: “Hubo otras luchas de mujeres, muchas, antes de que esta pequeña facción de la burguesía reclamara el sufragio y el acceso a la enseñanza superior. Las mujeres venían desde hacía tiempo luchando contra la miseria, contra el clericalismo, haciendo huelgas para la mejora de sus condiciones de trabajo y atacando a la autoridad cuando la injusticia se hacía insoportable. Las mujeres llevaban tiempo movilizadas contra la carestía de vida, el precio de los alquileres o el envío de sus maridos y sus hijos a la guerra; es decir, mucho antes de que el movimiento sufragista existiera en nuestro país, ya existía un sujeto femenino de cambio, radical y revolucionario”.
Restituir las condiciones de legibilidad de estas novelas obreras, escritas desde abajo, no solo es una forma de discutir y disputar el canon o la historia literaria, sino también la manera en que se hace –y se deshace– la historia.