Podría estar así, echando flores a Alberto con mi mano de escribir, pero prefiero contar que me llevé su último libro, un volumen de fotos molonas que ha titulado Archivo nómada (Cabeza de Chorlito), y que fueron sus primeros disparos, cuando la vida pasaba por delante de su Leica y Ceesepe aún era dibujante.
Hay muchas fotos de Ceesepe en este Archivo nómada, pero hay una que me llama la atención y está tomada en una calle del Madrid de los ochenta. Se puede apreciar la época, no sólo en los coches, sino en la figura de Ceesepe que se está transformando en pintor. Todavía conserva los rasgos finos del dibujante en su rostro; pero la metamorfosis está en marcha y sus espaldas anchearán, así como su cuerpo y sus manos. El pintor está aflorando. Se adivina en su rostro que contiene al pintor que luego fue.
Porque la animalidad de los pintores condiciona su forma física desde tiempos ancestrales; la pintura en las paredes de las cuevas, en las primeras edades del hombre, sus dibujos de ciervos y arqueros y bisontes nos cuentan rituales para enfrentar la suerte de la caza.
El hombre es cazador por supervivencia y pintor por superstición. Ahí empieza el arte y ahí es donde los pintores mojan sus pinceles. Sin energía no hay pintura y para pintar hay que hacerse primitivo, lo cual va a determinar su forma física. Por eso, los pintores suelen ser anchos de espaldas y gente muy enérgica. Ceesepe no iba a ser menos. Al final de su vida poco o nada tenía que ver con el chaval flaco que fue en los tiempos aquellos de la Cascorro Factory, el colectivo que ocupaba un puesto en el Rastro de Madrid donde empezó todo y del que Alberto García-Alix levantó acta fotográfica.
Gracias al Archivo nómada podemos volver a aquellos tiempos de finales de los setenta, cuando Madrid rezumaba olor a vaquerías y las ovejas pastaban en los alrededores del Bernabéu. Y grupos de rock como Burning despuntaban ávidos de glam y burbujas de cava, y el Ramoncín andaba buscándose un sitio en aquel poblachón manchego que era Madrid. Bien mirado, nunca es tarde para sumergirse en las historias que nos cuenta Alberto García-Alix con su cámara: el arma de un crimen cuyo cuerpo del delito es el tiempo y sus mudanzas.
Alberto es un maestro, un tipo que me honra con su amistad y del que siempre estoy aprendiendo a colocar la preposición. Porque Alberto fotografía desde el rostro a retratar, nunca bajo, ni sobre, ni ante. Siempre desde. Ese es su secreto. Y también su virtud.