Más importante aún, permanecía activa: apenas un par de meses antes contaba que estaba trabajando en una nueva novela, la cuarta parte de una de sus obras cumbre, el ciclo Escuela de Platón, conformado por Barrio de Maravillas (1976), Acrópolis (1984) y Ciencias naturales (1988), que al final solo se quedó en unas pocas páginas. Solo la salud física –había sufrido un derrame en un ojo, y el otro ya lo tenía muy deteriorado– la frenaba. Su mente seguía tan lúcida como siempre.
Nacida en Valladolid el 3 de junio de 1898, en una familia liberal –era sobrina nieta del poeta José Zorrilla–, apenas asistió un mes a la escuela; su madre, maestra, la educó en casa. Al contrario de lo que podría parecer, esta situación no solo no la limitó, sino que contribuyó desde temprana edad a estimular su espíritu crítico e independiente. Cuando tenía diez años, se trasladaron a Madrid, cerca de la casa de su abuela paterna, al Barrio de las Maravillas que evocaría luego en su narrativa, con una capacidad de observación fuera de lo común que reinterpretaba cualquier detalle dotándolo de nuevos sentidos. Estudió en diferentes centros hasta matricularse, en 1915, en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, que la acercó a la escena cultural madrileña y al que sería su marido y padre de su único hijo, el pintor Timoteo Pérez Rubio (1896-1977).
En aquel tiempo comenzó a colaborar con revistas y a estrechar vínculos con las figuras más ilustres del ambiente bohemio. Entre 1922 y 1927, el matrimonio viajó por Europa, un periodo en el que destaca su estancia en Roma gracias a una beca que le concedieron a él. En la década de 1930, ya de vuelta, se convirtió en madre y publicó su primer libro, Estación. Ida y vuelta, una novela difícil de catalogar, híbrido entre narrativa y ensayo, que sentó las bases de la literatura de profundo calado filosófico que desarrollaría más adelante. En ese debut ya hacía gala de un lenguaje exuberante, que debía a sus padres: “Me legaron algo de valor incalculable: el buen castellano que se hablaba en casa y que es con el que yo he escrito”, decía en una entrevista para El País en mayo de 1994.
Rosa Chacel falleció a los 96 añosEl primer proyecto de envergadura se le presentó de la mano de su maestro, José Ortega y Gasset, que le encargó una biografía novelada de la amante de Espronceda, para una colección llamada Vidas extraordinarias del siglo XIX. El libro, Teresa (1941), se publicó más tarde de lo previsto, y en Buenos Aires, porque, como les ocurrió a tantos coetáneos, su trayectoria se vio truncada por la Guerra Civil. Con un hijo pequeño, su prioridad era protegerlo a toda costa del horror, se exiliaron a Sudamérica tras un breve paso por Francia y Suiza. Su marido los siguió un poco después, ya que al principio permaneció en España, donde participó en la evacuación de las obras del Museo del Prado a Ginebra para salvarlas de la barbarie.
La familia vivió entre Buenos Aires y Río de Janeiro, y experimentó graves problemas económicos. Chacel no volvió a pisar España hasta 1972, aunque fue por poco tiempo. Durante el exilio, alejada de su tierra, se desanimó aún más por las restricciones de la censura del franquismo, que le impedían publicar en su país (la única excepción fue Teresa, aunque llegó años después de la edición original). Amiga de escritores como Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, su curiosidad intelectual se mantenía viva: de aquella etapa surgió La sinrazón (1960), que muchos consideran su obra maestra, una vasta novela de ideas revestida de ficción policíaca, con digresiones, recovecos y un personaje que, pese a vivir sus aventuras sobre todo en Argentina, tiene mucho del pasado reciente español, el trauma de la contienda. Era una constante en ella: además de inspirarse en referentes internacionales, sobre todo franceses –fue traductora de La peste, de Albert Camus, entre otros–, llevaba consigo la tradición española de Cervantes, Galdós, Larra y Unamuno, que encaminaba hacia otras direcciones, una búsqueda permanente.
En el exilio, el desarraigo se vio compensado a partir de los años sesenta cuando inició una correspondencia con algunos de los “novísimos” poetas barceloneses, como Pere Gimferrer y Ana María Moix, que le escribieron tras leer con asombro Teresa. Las cartas con esta última, recopiladas en De mar a mar, ponen de relieve la chispa que se encendió en la escritora veterana al saberse apreciada por esa juventud universitaria culta y rebelde, que le devolvía la esperanza en su país. Moix la informaba de las nuevas voces del panorama literario y le pedía consejo, tanto formativo como vital. Chacel le respondía con afecto, pero sin un tono maternal blando: trataba a su interlocutora con respeto intelectual, la tomaba en serio, tenía en cuenta su opinión; y ella se abría a su vez, compartiendo su soledad y su pesimismo por el futuro de su obra.
Rafael Alberto y Rosa Chacel, dos escritores exiliados de regreso a EspañaSu regreso definitivo a España se produjo en los ochenta, tras la muerte de su marido, cuando se instaló en Madrid con su hijo. La transición democrática les abrió la puerta a sus libros, que se editaron al fin y obtuvieron reconocimiento. Trabajó sin descanso, firmó su espléndida trilogía y varios ensayos, aprovechó el momento de buena estrella con la humildad de quien ha estado muchos años en la sombra. Solo se le resistían los lectores: los que tenía la veneraban, y entre ellos había muchos autores de las nuevas generaciones, pero nunca fueron muchos, no encabezaba las listas de ventas. Cultivó todos los géneros –novela, cuento, poesía, ensayo, biografía, memorias, diario– y en todos imprimió su huella, una huella quizá demasiado singular para seducir en masa. Aunque se la suele incluir en la Generación del 27, siempre fue por libre; una rara avis.
Chacel tenía ideas sobre la infancia y la feminidad que hoy pueden resultar chocantes. Declaraba, por un lado, que nunca fue niña, porque jamás fue tratada como tal; no era un reproche, sino más bien lo contrario: sentía rechazo por la tendencia, producto de la cultura de masas que se impuso en la segunda mitad del siglo XX, a infantilizar al niño, ya fuera con demasiadas atenciones, ya con cuentos o películas dulcificados. Escribió que “ser niña es querer dejar de serlo […]. Desde nuestra madurez vemos el encanto de la infancia; desde la infancia vemos la pubertad deseable y nos angustiamos por nuestra impotencia para alcanzarla con la rapidez del rayo o del pensamiento”. En novelas como Memorias de Leticia Valle (1945), sobre el despertar de una adolescente, desmitifica esa etapa con una protagonista que dista mucho de ser una joven cándida.
En cuanto a la identidad de mujer, desde el principio le resultó incómoda, en el sentido de que no quería ser aquello que se esperaba de las mujeres, guardar la casa y mantener la sumisión al marido. No quería ser como su abuela o su madre; tampoco le gustó jugar con otras niñas, le parecían poco interesantes. Se negaba a ser encasillada por su género, a valorar con parámetros diferentes las creaciones de hombres y mujeres. Ella se ponía a sí misma el máximo listón, y esto implicaba hablar de tú a tú con los mejores. Discípula de Ortega y Gasset y Gómez de la Serna, admiradora de Joyce y Proust, su obra tiene un trasfondo filosófico y se suma al aliento renovador de las vanguardias, en las que halló la modernidad en la expresión que buscaba para escapar de las convenciones. Su corpus literario distaba mucho de ser, por lo tanto, el ámbito tradicional femenino de las emociones y lo doméstico. Esto le granjeó el respeto de muchos colegas, aunque la complejidad le dio una fama de autora “difícil” que ahuyentó a los lectores.
Su negativa a encajar en el modelo de mujer de la época iba más allá de su producción: no temía expresar su opinión en voz alta, mostrarse crítica o plantar cara cuando la ocasión lo requería
Su negativa a encajar en el modelo de mujer de la época iba más allá de su producción: no temía expresar su opinión en voz alta, mostrarse crítica o plantar cara cuando la ocasión lo requería. Decía que no la nombraban académica ni le concedían el Premio Cervantes por no trabajarse lo suficiente los contactos; no se achantó ante Francisco Umbral cuando este insinuó que rondaba a las jovencitas; a los aspirantes a escritor que le pedían consejo les trataba sin condescendencia, les señalaba las carencias y los instaba ya no solo a ese concepto vago de mejorar, sino a ser más ambiciosos, a hacerse preguntas, a explorar. Su talla intelectual se hacía patente en cuanto escribía y hablaba, también esa naturaleza suya que ella misma calificaba de “marisabidilla”. No era, desde luego, la autora entrañable adorada por todos; pero tampoco quiso serlo nunca.
Era una de las pocas mujeres que Javier Marías nombraba cuando hablaba de grandes autores: Chacel, amiga de la familia –su padre, Julián Marías, intentó ser su editor en España mientras ella se hallaba en el exilio–, le había aconsejado en sus inicios como novelista. Se mostró dura, pero porque sabía que podía serlo, vio su potencial y no quiso que se despistara ni que bajara el listón. Marías, a propósito, también citaba a Mercè Rodoreda –exiliada a su vez, en su caso entre Francia y Suiza–, con quien Chacel se escribió; las dos escritoras se profesaban admiración mutua. Ambas fueron pioneras de las letras, y, tras el parón que supuso el exilio, pudieron redimirse hasta cierto punto a su vuelta, ya que también Rodoreda recibió honores en el círculo catalán.
Chacel, tan autoexigente, infundía una severidad que quizá no sería bien recibida hoy, tampoco, pero no cabe duda de que, quien quiera conocer lo mejor de la tradición literaria española, no se la puede perder. Si empezar por La sinrazón da vértigo, puede probar con Teresa, más convencional, cuya denuncia de la situación de las mujeres sigue vigente; o por su no ficción, tan rotunda y honesta, como sus memorias Desde el amanecer (1972) o sus diarios, Alcancía, recuperados este mismo año. Introspectiva, elusiva y profunda, su narrativa se asemeja a un terreno escarpado, pero, como advirtió Platón, la verdad solo se alcanza después de un camino arduo, que obliga a quitarse las telarañas de los ojos y atreverse a mirar hacia la luz, por mucho que al principio ciegue. Nunca es tarde para emprender ese sendero; los buenos libros saben esperar.