Los Sara Fontan son el baterista catalán Edi Pou y la violinista gallega Sara Fontán. Él es la mitad del dúo de rock matemático y primitivista Za! y a través de Fugazi aprendió a vivir la música desde la autoorganización. Ella entró el circuito del pop tocando para Manos de Topo y Mishima aunque proviene de la música clásica, “donde la autogestión y la comunidad no existen a la hora de exponer tu música”. Juntos defienden ahora una propuesta que no tendría hueco en el mundo moderno: complejos puzles de ritmos retorcidos y melodías volátiles y vertiginosas que a veces incorporan sonidos electrónicos pero nunca la voz humana. Un año después de publicar su primer disco, Queda pendiente, han sumado 49 conciertos.
Fontan es de esas personas que “van por la vida cuestionando si las cosas se tienen que hacer como dicen que tienen que hacerse. Y de esa pregunta surge todo un mundo”. Durante cuatro años el dúo funcionó solo como proyecto de directo. Se resistían a grabar nada hasta que el pasado otoño publicaron su debut. Del mismo modo, y tras sus experiencias previas, decidieron que con este grupo cuidarían muy bien dónde tocarían y para quién. “Cuando tomas una decisión así, tienes que espabilar. Si no quieres tocar en ese festival porque no quieres ese tipo de dinero en tu vida, eso te obliga a buscar otros sitios en los que tocar”, asume la gallega.
Esos otros lugares existenEsos lugares siempre han existido y siempre existirán. Pou calcula que, de los 49 actuaciones, un tercio han sido fuera de España y once las organizaban colectivos autogestionados. En apenas un año Los Sara Fontan han actuado en el pajar de un pueblo de Cádiz en el que los organizadores (el Colectivo Borde Exterior) despidieron la velada ofreciendo una taza de caldo a los asistentes y en una okupa de Berlín donde a Sara se le curó milagrosamente una contractura. También, en un local de ensayo de acústica más que excepcional autoconstruido por unos chavales de Nottingham. Y en un bosque de Huesca donde las organizadoras del ciclo Sonna tuvieron el detalle de llevarles unas fresas para que merendasen tras probar sonido. Y en una librería anarquista de Chemnitz donde se sintieron como en un Tiny Desk. Y en una feria de Bratislava en la que memorizaron un lema serigrafiado en un póster: “No trabajes con capullos. No trabajes para capullos”.
Los Sara Fontan en el Cirque Pardi de Toulousse, FranciaExplorando esos otros mundos han conocido el Intermediale, un festival polaco de músicas experimentales donde durmieron en un albergue con muchas familias ucranianas que huían de la guerra. También se han dejado caer por una casa de colonias de Mieres (Girona) reconvertida en la residencia artística NyamNyam donde se organizan jornadas abiertas “que parecen más una boda o un cumpleaños que un festival”. En octubre visitaron el Nòdul, un festival del valle del Xúquer y actuaron en un pueblo de 320 habitantes ante un público principalmente compuesto de gente mayor. Venían de Vikendika, una caravana itinerante ideada por un promotor holandés para que grupos de distintos países de Europa se conocieran viajando juntos en tren. “¡Era como ir de colonias! Eso que de pequeño molaba tanto, pero que luego dejas de hacer. ¿Por qué dejamos de hacerlo? ¿En qué momento tocar música pasa a ser como ir a la oficina?”, lamenta Sara.
Si algo tienen en común todas estas experiencias ha sido un público atento, gente que iba a escuchar porque la música estaba en el centro de la propuesta. “En nuestro caso, cada día sentimos que nos escucha el 100% del público”, afirma Pou. Fontán hace repaso y le vienen a la mente pocas excepciones: la sala Moby Dick de Madrid, la feria Monkey Weekend de El Puerto de Santa María y, sobre todo, el festival Boga Boga de Donostia. Otra tendencia que detectan es que no han tocado mucho en grandes ciudades. “La ciudad es extremadamente agresiva y este tipo de espacios de trato más amables y comunitario aparecen en zonas periféricas”, teoriza Pou.
Detectar el azufreParte del trabajo de Los Sara Fontan y de cualquier grupo que quiera sobrevivir en la música es aprender a detectar dónde tiene sentido su propuesta y dónde no, dónde recibirá un trato afable (“algo independiente del dinero que cobres”, aclaran) y dónde no. Es lo primero que busca el dúo al recibir una oferta. “A veces notas que la música es una vía para conseguir otra cosa. Si estamos a favor de esta otra cosa, adelante. Si la música es una vía para canalizar dinero o para montar una gran farra, no”. Acaban de rechazar una invitación porque no se veían “en un entorno de jamoncito y cóctel”. “El público no lo disfrutará y nosotros tampoco”, intuyen. A este tipo de ofertas sospechosas Los Sara Fontan les llaman “azufre”, un término acuñado años atrás por el dúo Za!
Los Sara Fontan en el festival SoNna de HuescaSi tienen que escoger los cinco lugares donde mejor se han sentido, no tienen duda. Son el festival Isole Che Parlano de Cerdeña que capitanea desde hace casi tres décadas el instrumentista sardo Paolo Angeli y donde bandas, técnicos y organizadores cenan juntos; el autogestionado Sugar Il.legal Fest de Vic (Barcelona) que desde hace 25 años toma la calle sin permiso para montar conciertos gratuitos coincidiendo con una feria de la industria musical; el Signal Reload, muestra de música electroacústica organizada por jóvenes también en Cerdeña; la Nit de Totes que acoge el Konvent.0, un oasis cultural en el antiguo convento de una fábrica abandonada a cien kilómetros de Barcelona; y Bera, ese pueblo de Navarra donde treinta vecinos ponen diez euros cada uno para programar un concierto al mes.
Solo dos grandes festivalesPara cientos de grupos, llamar la atención de grandes festivales y actuar en uno de sus escenarios es un hito en su carrera. Para ellos, el hito es poder rechazarlos. “Este año nos llamaron del Primavera Sound y dijimos que no. Puede ser muy estúpido, pero considero un triunfo poder decir que no a determinados sitios”, confiesa Sara. Los Sara Fontan solo han pisado dos grandes festivales este año. Es una línea que intentan no cruzar. Solo hacen excepciones si creen que se sentirán cómodos. La primera fue el Womad británico, el festival que creó Peter Gabriel para visibilizar la diversidad musical del planeta y cuyos únicos patrocinadores son una empresa de energía verde y otra de equipos de alta fidelidad. Actuaron en el escenario ‘Saborea El Mundo’ y en un ambiente familiar y enfocado a la escucha.
Sara y Edi en el festival Fusion de Rechlin, AlemaniaLa segunda excepción era muy distinta. Fusion es un macrofestival de electrónica para 70.000 personas con decenas de escenarios programados por otros tantos colectivos, sin patrocinios y en un ambiente marcadamente antifascista y anticapitalista. “Había decenas de barras y cada cual destinaba sus ingresos a una causa o colectivo distinto”, explica Pou. “Era como vivir la utopía de la anarquía. Había muchos voluntarios, muy amables todos. Y también, mucha droga. Era como entrar en otro planeta. Los coches de la organización no tenían matrícula y estaban tuneados como los de Mad Max”, añade Fontán. “La policía no podía entrar allí. Tampoco veías currantes explotados que odian al jefe, público que ha pagado mucha pasta y exige más... Había un ambiente muy bonito de colaboración y respeto fruto de ver que es posible hacer las cosas de otra forma”, concluyen. El Fusion entra también en la lista de lugares que más les han impactado.
Fluir o quemarseLlevamos un par de horas hablando. Cada vez que les viene a la memoria alguna otra noche memorable no resaltan la cantidad de público que hubo o cuántos discos vendieron, sino con quién cenaron, cómo era la casa donde los alojaron o qué conversaciones surgieron. Ni siquiera inciden en el nivel o impacto de su actuación. “Si estás a gusto, tocas bien. Fluyes más e improvisas mejor porque estás más conectado con el momento y no estás reproduciendo todo el rato lo mismo”, resume Sara. Reconocen estar cansados físicamente porque hace tiempo que cumplieron los 40, pero en absoluto se sienten quemados de tanto tocar. “Te quemas cuando vives siempre el mismo tipo de camerino, de hotel, de concierto… Llevar un espectáculo que no permite hacer cambios también acaba quemando”, dice Sara.
Descanso antes de la actuación en los locales de ensayo JT Soar de Nottingham, Inglaterra“Si solo tocase en salas de conciertos, ya lo habría dejado”, asegura Pou. “Al final, las noches más especiales son esas en las que vives una experiencia más allá del concierto, cuando se difuminan los roles del público y el artista”, describe. Pero, claro, tarde o temprano hay que echar cuentas y moverse por estos otros circuito no significa vivir en la ruina. “Siempre cobramos”, aclaran, aunque la cifra pueda oscilar entre los 300 los 2.500 euros y los cachés altos siempre lleguen de las instituciones. “Aunque gane menos dinero, todo esto te llena de otra manera”, asegura Fontán. Para el dúo, funcionar por estos otros canales es algo más que una decisión artística. Está más cerca de la decisión que tomas cuando “escoges qué consumes, dónde lo compras o quiénes son tus amigos”, coinciden. “Al final, siempre volvemos a aquella entrevista de Orson Welles”, recuerda Pou.
Los Sara Fontan cierran temporada en diciembre con un último viaje a Berna y sin la sensación de haber exprimido todos los espacios al margen del circuito comercial de salas y festivales. “Hay mucha música más allá de Los 40 Principales y hay muchas formas de hacer conciertos más allá de los grandes festivales. Esos otros lugares nos permiten conocer a gente con ideas, deseos y formas de funcionar más afines a nuestra forma de pensar”, celebra Edi. “Es otra forma de conocer mundo que te permite reconectar con la humanidad de todo esto porque quienes están montando estos conciertos son personas reales; no son empresas”, resalta Sara. “Y es un placer volver a muchos lugares en los que has tejido amistades. Si tengo una patria, es esta comunidad musical a la que pertenezco”, zanja Edi.