La cantidad de personas que asistieron fue tal que el Gobierno de Brasil, que por entonces vivía una dictadura militar, envió soldados para asegurar el orden prohibiendo las armas, el consumo de alcohol y las mujeres. El derecho a explotar la tierra pertenecía a un gigante minero en manos del Estado: la Companhia Vale do Rio Doce (CVRD), pero debido a la magnitud de la convocatoria fue casi imposible detener la explotación del lugar por parte de personas autónomas.
A simple vista la mina podía parecer un completo un caos, pero en realidad era un sistema complejo en el que 50.000 hombres sabían a la perfección el papel que tenían que desempeñar, como si de un gran hormiguero se tratara. Las primeras personas que llegaron formaron una cooperativa que asignaba parcelas a las siguientes, las cuales a su vez contrataron a peones para trabajar el terreno.
Se formó de esta forma una especie de microcosmos dividido en diferentes clases que, curiosamente, no se correspondían con las de la sociedad brasileña en esos momentos. Es decir: el capitalista podía ser un campesino que había vendido su ganado para invertir en una parcela y el peón un graduado universitario. No importaba ni siquiera el color de piel, ya que todos trabajaban con un solo color en mente: el dorado.
Pero, como es obvio, las labores más duras eran la de los peones. Excavaban la tierra de las parcelas y llenaban sacos de unos 40 kilos que luego llevaban sobre sus espaldas por los senderos de la mina. Todo el cuerpo de estos hombres era de color ocre, manchados por el hierro de la tierra que excavan.
Ganarse la confianza de los mineros
Para Sebastião Salgado no fue fácil llegar a Serra Pelada y mucho menos, una vez allí, ganarse la confianza de los trabajadores. Después de varios intentos consiguió un permiso visitar la mina en 1984, cuando la dictadura militar daba sus últimos coletazos de vida.
Salgado compartió choza con un amigo de su padre. Y sucedió algo curioso: como la familia del fotógrafo procedía del valle del río Doce, que también daba su nombre a la Companhia Vale do Rio Doce, se corrió el rumor entre los trabajadores de que podía ser un espía enviado por la empresa para reclamar la mina.
De hecho, el reportero cuenta cómo un día mientras hacía fotos empezó a escuchar palas y picos golpeándose con violencia. Se giró y vio a los garimpeiros, que es el nombre que reciben en portugués los buscadores ilegales de minerales, mirándole con cara de pocos amigos. Ninguno dijo ni media palabra. Fue entonces cuando uno de ellos se acercó y arrastró la mano por su ropa para mancharle de lodo.
Curiosamente, Salgado logró que la comunidad le aceptara teniendo otro conflicto. Un policía le pidió el pasaporte, algo que al ser brasileño obviamente no tenía. Este no le creyó y lo arrastró bruscamente por la mina a ojos de todos los buscadores de oro, los cuales eran conscientes de que ningún agente se atrevería a tratar a de esa forma a nadie de la CVRD. La trifulca se solucionó cuando mostró su carnet de identidad y fue puesto en libertad, algo que fue aplaudido por los garimpeiros que, ahora sí, respetaban al fotógrafo.
La avaricia, más importante que la vidaSe producían accidentes, aunque, según cuenta el fotógrafo, eran menos de los que cabría esperar. Aun así fue testigo de un hombre que cayó desde 15 metros al fango del socavón. Todos los que estaban alrededor acudieron en su ayuda, pero cuando lo hicieron ya era demasiado tarde: había tragado tanto material tóxico que le fue imposible sobrevivir.
Otro problema era el de las lluvias, que provocaban desprendimientos y llegaron a sepultar a 10 trabajadores. En teoría había que dejar de maniobrar cuando el clima era adverso, pero la sed por el oro era más fuerte que la vida. No importaba que casi el 99% de los sacos tuvieran tierras y piedras.
Los mineros podían irse cuando quisieran. Nadie les obligaba a estar allí, pero creían que todo ese infierno valía la pena por lo que iba a venir después: una vida resuelta con dinero, granjas y negocios. En realidad casi ninguno lo conseguía. Otras veces, perdían todo lo que habían ganado por el ansia de tener más. Es el caso del amigo con el que vivía el fotógrafo, que encontró 97 kilos de oro que reinvirtió en comprar parcelas y en pagar a nuevos peones. Abandonó la mina con las manos vacías.
Se cree que en Serra Pelada todavía contiene 350 toneladas de oro, platino y paladio, pero la dificultad del terreno ha hecho que cada vez sea más complicado extraer el material. Pero la búsqueda no ha acabado. A principio de los 90 los garimpeiros se fueron desplazando hacia otras zonas de la selva amazónica. No les importaba arriesgarse a contraer la malaria o la fiebre amarilla ni a perturbar a los indígenas locales o destruir el ecosistema. Hoy día Serra Pelada ha vuelto a una pobreza que, paradójicamente, ha sido provocada por el mismo afán de quienes buscaban riqueza.