Los insumisos energéticos del comercio: puertas abiertas y calefacción generosa al inicio del invierno

“Hace demasiado calor”, confiesa un empleado de la cadena de perfumerías valenciana Druni el 21 de diciembre, primer día de invierno, en la tienda de la Gran Vía de Madrid. El hombre se sonríe y con un gesto de la cabeza da a entender que la puerta abierta de par en par y la calefacción alta son inevitables en el quehacer comercial. “Es que en la Gran Vía…”, se excusa. El trabajador tiene razón: por toda la calle se observan puertas abiertas y en las entradas se oyen zumbar las cortinas de aire caliente, ajeno el gremio a las medidas de ahorro y eficiencia energética impuestas por el Gobierno cuando los precios del gas más subían, en verano.

Por no obedecer, en la Gran Vía hoy no lo hace ni la farmacia.

El gobierno aprobó el 1 de agosto un decreto que obliga a no subir la calefacción de 19 grados cuando hace frío, ni bajarla de 27 cuando hace calor. Si en verano hubo protestas airadas –el Gobierno de la Comunidad de Madrid lo recurrió ante el Tribunal Constitucional, inmerso últimamente en cierta volatilidad doctrinal–, en invierno la actitud parece estar siendo la del encogimiento de hombros.

“Para instalar los cierres automáticos había un plazo, ¿no?”, pregunta el encargado de la tienda de Ale-Hop, una cadena de artículos de regalo. Tiene razón, pero olvida que el margen, de dos meses, acabó el 30 de septiembre. La tienda tiene pegado en la pared junto a la entrada un cartel que informa de las temperaturas mínima y máxima permitidas, pero debajo, asomando la cabeza hacia la calle, hay una figura de una vaca a tamaño casi natural, con bufada navideña y paraguas.

El decreto del Gobierno también obligaba a instalar cierres automáticos de las puertas. No tenían que ser sofisticados; bastaba el clásico brazo que la devuelve a la posición original. ¿Pero qué hacer cuando el modelo de negocio se basa en que el establecimiento no tenga puerta? Pasa en La casa de las carcasas, la cadena de accesorios para teléfonos móviles, donde el soplo cálido al cruzar el umbral es notable.

En un local de ‘souvenirs’ próximo, las empleadas llevan abrigo. “Solo la ponemos cuando hace frío”, dice Maggie, una de ellas, señalando una estufa de gas. “Navidad verde”, es el lema navideño de la tienda Flying Tiger, de propiedad danesa. Se entiende que el verde es por el color y no por la ecología, porque la verja está levantada.

La encargada de la tienda Codo, que vende bisutería de diseño aquí y en otros cuatro establecimientos, se llama Paz y no tiene problema en explicar la política de empresa: “Esperar a que nos digan algo”. Como de momento no ha habido inspecciones, el negocio sigue como siempre, porque entienden que tener las puertas cerradas y el termostato bajo “es un inconveniente tremendo" a la hora de captar clientes.

Pero la insumisión energética no depende del negocio; restaurantes, tiendas de zapatos o de ropa deportiva mantienen las puertas abiertas sin miramientos. Resulta más sencillo señalar a los que sí cumplen. Por ejemplo, la tienda de ropa Lacoste o la de Bennetton.

El ecosistema comercial de la Gran Vía, de las riadas de gente que fluye y a la que los comerciantes aspiran a captar al vuelo, contrasta con el relajado deambular de la calle Serrano y sus tiendas de postín. Las puertas correderas de Massimo Dutti se deslizan silenciosamente por los marcos. Armani cumple la norma, también Saint Laurent. En Roberto Verino una de las dos hojas está abierta, pero cabe que haya sido un despiste.

Hay un par de comercios que no aplican las medidas y sus empleados parecen extrañarse de que se les pregunte por qué. En Mango, el cierre automático funciona en las puertas de entrada, pero las de salida están abiertas. La joyería Suárez no cumple la letra de la norma, pero sí el espíritu: hay un señor uniformado que abre y cierra las puertas, muy amablemente, a los clientes que entran o abandonan el local.