No habían pasado unas horas y cientos de investigadores de salón, vía X, ya habían descubierto varios agujeros y contradicciones en la incipiente versión oficial sobre el fallido intento de asesinato de Donald Trump durante un acto de campaña el pasado sábado en Pensilvania. Que un loco intente matar a un presidente (o candidato) es tan americano como el apple pie, pero el público quiere una conspiración. Y si no lo hay, se la inventa.
1. ¿Qué raro todo? Efectivamente. Que un chaval de 20 años intente asesinar al que probablemente sea el próximo presidente de Estados Unidos es raro per se. Hay que reconocer que no pasa todos los días. A partir de ahí, no se le puede pedir normalidad a los hechos que rodean un intento de magnicidio. La realidad choca de frente con el mito de la eficacia de los servicios secretos americanos. Ante un suceso tan disruptivo, que cambia nuestra percepción de la realidad, la explicación del ‘fallo en cadena’ es difícil de aceptar. Después de todo, si nos han mentido al hablar de la eficacia del servicio secreto, ¿cómo sabemos que ahora no nos están mintiendo y se escudan en unos presuntos errores humanos? En realidad, lo raro sería que no nos pareciera raro.
2. Lo que pasó y lo que vemos. El atentado solo dura unos segundos, y cada uno de los actores presentes tiene un único punto de vista. Las reacciones son a veces instintivas, aunque luego los espectadores intentarán llenarlas de contenido, uno que valide sus propias opiniones. En la televisión, vamos a ver grabaciones desde todos los ángulos, declaraciones de docenas de testigos, información contradictoria... que dan para llenar horas de informativos. La visión de los espectadores no es la de los protagonistas del hecho; la mayoría de expertos que van a opinar, ni son expertos ni saben más que alguien que lea la prensa americana, pero tienen que llenar su tiempo en antena y asegurarse de mantener el share. Cuanto más sensata sea una opinión, menos valor mediático tiene.
3. Nos montamos una película. Lo dijo Nacho Vigalondo en X y, como siempre, tenía razón: la idea que tenemos de una conspiración se basa en las películas que hemos visto. Cuando ocurre un acontecimiento como el de Pensilvania, nuestra forma de procesar el suceso le debe más a JFK (Oliver Stone, 1995), Siete días de mayo (John Frankenheimer, 1964), Los tres días del cóndor (Sydney Pollack, 1975) o Matrix (Hermanas Wachowski, 1999) que a los trabajos académicos de Michael Buttler, Joseph Uscinski, Katharina Thalmann o Peter Knight. Literalmente, nuestro cerebro se monta una película y nosotros somos los directores: podemos hacer que el relato avance en la dirección que queramos, generalmente para confirmar nuestras creencias previas. ¿Y quién va a buscar una explicación normal si podemos resolver el caso del siglo?
4. Pensar como en el cine. En la gran pantalla (o la literatura) nos enfrentamos a una narración autorreferencial: todo está en el relato, y los hechos tienen que ser verdad solo en ese contexto (pensemos en una novela de ciencia ficción o un tebeo de superhéroes). El único requisito es la lógica interna. Lo mismo pasa con la conspiración: se debate todo lo que rodea el hecho, se añaden los elementos que confirman el razonamiento (nunca que lo contradigan) pero rara vez se va más allá. Por ejemplo, si estamos ante un falso atentado ¿de verdad los planificadores han buscado la peor forma posible de llevarlo a cabo? ¿Quién pensó que era buena idea recurrir a un chaval de 20 años, que ha necesitado ocho disparos y matar a un inocente para hacerle un rasguño en la oreja a Trump, en un evento con miles de testigos y el riesgo de que todo saliera mal? ¿Qué le prometieron a Thomas Matthew Crooks para que se prestara a participar? La historia dice que la mejor forma de cometer un magnicidio es disparar una pistola a corta distancia, ¿para qué recurrir a un francotirador, tan alejado del objetivo, y con la dificultad de sortear unas gradas? ¿En qué consistía su plan de fuga? Visto así, todo apunta a un lobo solitario, pero la gente quiere conspiración. Para que el espectáculo siga, es mejor centrarse en lo que se ve e interpretarlo a placer.
5. ¿Cuestión de fe? Sin duda. La conspiranoia se basa en la creencia de que hay una fuerza superior, oculta, que mueve los hilos desde las bambalinas. Puede que actúe a nivel global como los Illuminatis o nivel local (el famoso deep state), pero ahí está. El problema es que esta visión del mundo no es necesariamente errónea. De hecho, es bastante más razonable y realista que ir por la vida pensando que todo el mundo es bueno, se mueve por altruismo, y hay algunas manzanas podridas. Pero la versión oficial también es una cuestión de fe o, al menos, de confianza en que las instituciones funcionan. La línea que separa a una de otra suele ser muy tenue pues, como repiten los conspiranoicos, “no es una teoría si puedes probarla”.
6. La conspiración no es un ladrillo. A los expertos, tan aficionados a hablar de “teorías conspirativas” como si citando a Popper ya lo tuvieran todo ganado, les cuesta entender que las conspiraciones “puras” son menos frecuentes de lo que parece. Es decir, los escenarios donde los buenos se enfrentan a los malos, como en los libros de la colección Barco de Vapor, no son lo habitual. En realidad, lo que hay son relatos con elementos conspiranoicos (o conspirativos). Que Lee Harvey Oswald actuara en solitario cuando asesinó a JFK (tal y como dice la versión oficial) no quita que la CIA mintiera (y siga mintiendo) sobre su relación con el asesino, que el impresentable del fiscal Jim Garrison descubriera datos fundamentales sobre la Operación Mangosta (las operaciones encubiertas contra Cuba) o que la cinta Zapruder (en la que se ve el magnicidio) se ocultara durante más de una década y que si salió a la luz es gracias a que un conspiranoico logró hacer una copia pirata.
7. El asesinato como argumento electoral. Las conspiranoias se basan en la asunción de verdades innegables que, en el fondo, son simples conjeturas. Necesitan una justificación, en este caso que el atentado permitirá a Trump ganar las elecciones, sobre todo en un momento en el que está sobre la mesa el llamado “Proyecto 2025”, un plan elaborado por una asociación afín a sectores republicanos que buscaría acabar con la actual organización política del país. Primero, habrá que ver si gana las elecciones: antes del atentado, las encuestas le eran favorables y, salvo que un milagro rejuvenezca a Biden, que cada día que pasa da más signos de senilidad, no parece que necesitara montar este show que aumentará la simpatía por él entre los suyos, pero está por ver que afecte la visión que tienen de él otros colectivos. La carta del “para ganar elecciones” es un simple argumento ad hoc para justificar la hipótesis conspiranoica. No tiene otro valor.
De hecho, nada indica que sobrevivir a un atentado (o morir en él) ayude a la causa. Ni a Theodore Roosevelt ni a Gerald Ford les sirvió para ganar unas elecciones. El asesinato de la joven inglesa Jo Cox en 2016 a manos de un neonazi no benefició a los opositores al Brexit; el asesinato de Isaac Rabin en 1995 tampoco contribuyó en nada a la paz entre Israel y Palestina; y la muerte de Carrero Blanco no mejoró la imagen del franquismo ni dentro ni fuera de España. En el caso de Aznar, en abril de 1995, sí que ayudó —como él mismo reconoció— a mejorar su imagen pública, pero lo que le hizo ganar las elecciones fue, probablemente, que el PSOE estaba ahogado en corrupción y había perdido el impulso que le llevó al gobierno. En todo caso, en los próximos días podría pasar algo que haga olvidar el atentado o que el hecho de que el relato de que un joven blanco, republicano, obsesionado con las armas haya intentado matar al presidente se pueda volver contra Trump.
8. No hay motivo: Puede sonar extraño que un joven votante republicano intente matar al que tiene todas las papeletas de ser el próximo presidente de su partido, pero un magnicidio sin motivo es un clásico que nunca muere… nunca mejor dicho. A día de hoy, siguen sin estar claros los razonamientos que llevaron a Lee Harvey Oswald a matar a JFK y qué impulsó a Sirhan Sirhan a disparar contra Robert Kennedy. John Hinckley Jr. intentó acabar con la vida de Reagan para atraer la atención de Jodie Foster y Charles Julius Guiteau tiroteó en 1881 a James A. Garfield porque no le había nombrado embajador en Francia (cargo que, según él, merecía). Al primer ministro británico Spencer Perceval lo liquidó en 1812 John Bellingham, que estaba convencido de que se había arruinado por culpa de la política económica del gobierno. Tan loco estaba que se negó a declararse demente, lo que le hubiera librado de la pena de muerte. Otro ejemplo de intento de magnicidio sin un motivo claro es el que sufrió Juan Pablo II a manos de Mehmet Ali Ağca en 1981 (lo de los Lobos Grises suena a chufla).
9. La teoría de la conspiración no existe. Es evidente que teoría oficial solo puede haber una (equivocada o no), pero lo correcto es hablar siempre de teorías de la conspiración. Demócratas y republicanos, a las pocas horas del atentado, ya tenían sus explicaciones propias: para unos, es un falso atentado; para los otros, un intento desesperado de Biden de acabar con su rival. Y todos tienen pruebas para demostrarlo. No es nada nuevo. La primera conspiración sobre el atentado contra JFK nació al día siguiente: el diario soviético Pradva aseguraba que detrás del magnicidio había un grupo de poderosos capitalistas. Días después, un grupo de oposición cubano financiado por la CIA, acusó en su revista a grupos procastristas. Con el tiempo, se fue sumando la CIA, la mafia, los anticastristas… En todo caso, muchas veces no hay ni siquiera una teoría de la conspiración (un relato alternativo) sino un discurso basado en los posibles errores, agujeros o contradicciones de la investigación que se basan en el principio de “no sé lo que pasó, pero sé lo que no pasó”. Es la mejor manera de estirar el chicle sin mojarse.
10. ¿Cuándo muere una teoría de la conspiración? Nunca, como mucho se olvida, pero siempre habrá alguien que quiera pensar que los hechos son de otra manera. Cuando el presidente Johnson tomó la decisión de crear una comisión independiente para investigar el asesinato de JFK lo hizo por un motivo: un siglo después, seguían circulando conspiraciones sobre el atentado contra Lincoln. Hoy, casi 60 años después de que se hiciera público el informe de la Comisión Warren, la inmensa mayoría de la gente sigue pensando que Lee Harvey Oswald no actuó solo.
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Javier Cavanilles es periodista, experto en teorías de la conspiración. Su próximo libro, 'La sinagoga de Satán' (Almuzara), saldrá a la venta en octubre.